Me gustaría decir adiós habiendo seguido el consejo de Baudelaire, que decía que “hay que estar siempre ebrio… Para no sentir el horrible peso del Tiempo, que os destroza los hombros doblegándoos hacia el suelo”. Ebrio “de vino, de poesía o de virtud”.
Hay tantas personas como adioses. Y muchos de ellos los pronunciamos en silencio. Cuántas personas han desaparecido de nuestras vidas para siempre, aun sin haber muerto. Cuántos caminaron por la película de nuestra vida como un personaje secundario y yacen ya para siempre en las páginas del olvido.
Facebook tiene todavía algo de esa magia negra. De repente te aparece un tal Julio Cole, cuya cara te suena, pero no recuerdas de qué. Está en tu lista de amigos e investigas a lo Poirot si tenéis más en común para tratar de adivinar el origen de esa relación. A veces no hay ninguna pista. Y aquel rostro forma parte ya del cementerio de tu memoria, como tantos otros.
No me gustaría dejar este oficio ni esta vida como Robert de Niro en ‘Despertares’, la película de Penny Marshsall en la que interpreta a un paciente de Oliver Sacks (Robin Williams) que despierta tras aplicársele un nuevo fármaco. No querría que mi adiós fuese una lenta agonía, un retorno a la inmovilidad primigenia, a la oscuridad en el día.
Preferiría despedirme como Robert de Niro –otra vez- en ‘Taxi driver’, después de haber salvado a una damisela de la jaula del proxenetismo. Peinarme una cresta de mohicano y sonreír a la muerte porque la vida por fin ha adquirido un sentido. Y no, no estaba en el taxi, ni en los interminables recovecos de Nueva York, ni en las luces de neón reflejadas en los charcos de Harlem.
Pero seamos honestos. Hay quien se despide a la francesa. Quien después de una fiesta digna del Rat Pack dice simplemente “adiós” y echa a andar por la calle sin mirar atrás. Gente con la frialdad de un asesino que da la espalda a una etapa gloriosa y sigue como si nada. Atisbando en el horizonte una nueva razón por la que caminar.
A otros nos cuesta mucho más decir adiós. Y alargamos las despedidas lo máximo posible; y pedimos otra copa más –siempre la última-; y se nos antoja que los bares siempre cierran pronto; o que el reloj corre demasiado rápido; e inventamos excusas para perpetuar ese instante feliz, conscientes de su fugacidad.
Pero de nada sirve. Como tampoco servía que le dijera a mi padre “¿a que falta mucho?” en mitad del cine cuando la película me gustaba. El metraje seguía su curso y todo llegaba a su fin. Las luces se encendían y los personajes que había amado durante hora y media desaparecían, dando paso a un suelo lleno de restos palomitas.
Prolongar de manera artificial algo que fue bonito y ya no lo es, es traicionar lo que un día fue. Por eso crecer, madurar, hacerse mayor, es también saber decir adiós. Y no aspiro a la despedida de Humphrey Bogart e Ingrid Bergman en el aeropuerto de Casablanca, porque hay amores de los que uno no se despide nunca. Ni tampoco a marchar como un taxista justiciero.
Creo que me conformo con decir adiós con elegancia y discreción, como el Depardieu de Cyrano de Bergerac. Después de haber estado ebrio, muy, muy ebrio, de vino, de virtud y de poesía. Porque así habré doblegado al Tiempo.