Cultura

Ser de barrio es una huida hacia delante

La gentrificación está convirtiendo los barrios de las grandes ciudades en material de recuerdo y fotografía, al tiempo que romantiza una versión pervertida de lo que fueron

Para ir prevenidos, soy lo que se llama un inmigrante en el barrio. No, no me crie en uno. Al menos, no en uno como tal. Babeé casi toda mi crianza en zona-bien. Pero hoy, ya van 8 años que habito la pequeña República Dominicana madrileña; ¡la perla de Cuatro Caminos! En la trastienda de Alvarado, hay un limbo de peluquerías latinas, tipos jugando a las damas con un taburete por mesa y un escenario que podría tener de banda sonora a Los Hacheros. Y también estoy yo, que tampoco es nada del otro mundo. Con esto quiero decir que no tengo el ADN de asfalto, pero sí la residencia. 

Honestamente, no me pillarán en falta. Mi decisión de aparcar la cama en estas calles no nace de la imposibilidad de habitar Serrano. Me satisface la chanza callejera, el pulcro sosiego cotidiano de las aceras silenciosas, inesperadamente reventado por un par de marulleros pasados. La expectante mirada ladina y entrañable de las viejas, lanzando dardos de juicio a la chavalada trapera. El saludo. Los buenos días a quien sabes le puedes pedir un favor, al menos discreto, llegado el momento. Quizás suene carca, pero suena bien.

Es verdad, entono el mea culpa, mira que hace tacos que navego por aquí, pero en mi discreta misantropía sólo mantengo una breve correspondencia verbal con el chino de la esquina. Qué le vamos a hacer, uno es cómo es. Lo cual no impide que haya ojos más allá de mi ombligo. En mis paseos aledaños los días alternos desvisto la actividad de cuanto me rodea. Esas estampas costumbristas me ponen… me ponen… me ponen el corazón henchido de alegría. De oropel y glamour no tienen nada, eso no lo discuto, pero sus raíces se abren paso hasta magmas profundos. Son la resistencia de esa frase cada vez más en desuso, antes por pérdida de fondo que por falta de mención postureta: «lo de toda la vida».  

Gentrificación

Veamos. Creo recordar que antaño, cuando las carteras florecían, el barrio era más un condena que un orgullo. Bueno, había algo así como un ‘orgullo’ de clase, de zona, de asfalto duro que reclamar entre tanta voz ahogada. Pero ahora la gentrificación -ay, qué preciosa palabreja, suena a escupitajo cargado- ha avivado una mutación en estos mítines. La nueva huida hacia delante es moverse a los barrios porque la banlieu se ha vuelto pichi. Y cuidado; en las modas cuando se hace pop, no hay stop. 

De ahí nace la metida de gamba, que recae en la etnografía del discurso. Se intenta barrer bajo el somier del pasado los recuerdos del trapicheo, las pandillas y eso bares cutres sobre los que parecía que los edificios se habían erguido a su alrededor. La Biblia dice todo aquello de cuando Dios creo la tierra y los cielos donde antes reinaba el caos y no había nada en ella, pues los bares siempre fueron en los barrios ese cielo, esa tierra que iluminaba el rabal donde antes no había nada. Hoy son las biopanaderías, los centros de yoga, los supermercados ecológicos, las neotabernas y demás pijadas las que van calzándose la corona. 

Porque los yuppies han aterrizado en el extrarradio. Mejor dicho, los yuppies aspiracionales, que sin tener demasiados cheles sueñan con traer el centro a los alrededores. Son como los colonos urbanitas en la España rural. Seres muy humanos, pues en vez de adaptarse al medio, quieren adaptar el medio a ellos. La historia se repite y está cantado que la escribirán, porque serán los vencedores. Y no, no es que busquen la autenticidad, desean inventar una nueva. Una bagatela de justificaciones para evitar asumir que están en el meódromo de su ambición. No quieren vivir en el barrio, quieren que el barrio viva para ellos. Porque hay pocas cosas peores que ser pobre sin poder. Si al menos se tiene carisma, la cosa salva los cuartos. Estando hoy ese don en los prefijos “bio” y “neo” cosidos a la frente, los nuevos habitantes van sembrándolos al tiempo que fumigan la tierra con un insecticida de precios al alza

Pero, oye, hay un punto que reconocerles. En un tiempo donde todo parece ir de culo y cuesta abajo, esta parentela algo más acomodada tiene planes de mejora. De mejora de lo suyo, queda claro, pero de mejora. Porque como narciso habita nuestro interior con avaricia, tenemos que hacer la desesperación convincente, ahora que la esperanza nos resulta inalcanzable. 

El verano cae plomizo en las afueras mientras los veteranos se van convirtiendo en palillos de dientes. El ambiente está raro, pero la cosa se anima de cara a esos carteles en los que se especifican servicios de lo más snob, bastante atestados. Tienta decir que quienes los miran sólo son gañanes cayendo como moscas en la tramposa luz de lo novedoso, de lo cool, de las reseñas positivas en Google, pero van más allá. Representan la nueva hornada del barrio donde lo cutre se ha desestimado. Hay un problema de stock en la vivienda y se quiere hacer burguesamente respetable lo que, por definición, no lo era. Ese camino hacia una dignificación de maquillaje sin cirugía, inevitablemente favorece la jubilación anticipada de los herejes de bajo poder adquisitivo a las Siberias de cemento. No todos tienen pasta para pagar la entrada del nuevo parque de atracciones y, en consecuencia, les toca abandonar el barco. 

Tarde o temprano el barrio será sólo un relato de fotografías y recuerdos

Para ser sinceros… admito que en mi barrio más que neotabernas, lo que veo son neomoñas. Personas que comen más por la vista que por la boca. Eternos fotógrafos de móvil. Jóvenes que escuchan El Jincho y se creen capos de las calles de sus pisos compartidos cuando van de camino a su máster en la universidad, un par de horas antes de irse a por un Starbucks. Contradicciones un poco malolientes que tienen más que ver con haber convertido los barrios, como dice Héctor García Barnés, en una postal, en un cliché, ahora que los lazos comunitarios se degradan cada día más y el personal está desclasado. 

Me gustaría decir que, como con los amantes, a los barrios hay que quererlos por lo que son y no por su potencial. Es mala jugada, sin embargo, vivir ajeno al futuro de mutaciones que los van a intoxicar. El centro se hará cada vez más grande. Como una plaga de termitas emperifolladas se expandirá; subiendo precios, matando garitos, pariendo larvas en forma de neo/bio/meta algo y poco se puede hacer. Quizás acudir al colmado, dejarse la paga en el bar que pone “desde 1950”, con una cocinera que parece que nació incluso antes, dar los buenos días a los jubiletas, apuntarse a las partidas de cartas con tapete verde desgastado, pisar la disco latina que lleva la segunda o tercera generación, montar una pachanga, aburrirse al sol en un banco tranquilo. Hacer, bueno, «lo de toda la vida».

Tarde o temprano el barrio será sólo un relato de fotografías y recuerdos. Un símbolo del pasado encarnado en una reformulación del clásico: «Antes todo esto era campo». Porque algún día… oh, si no lo estamos haciendo ya, diremos: «Antes todo esto era barrio». 

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