Cultura

Silvio Rodríguez, la voz de una isla que ama la música

El legendario trovador celebra en Madrid el sesenta aniversario de la Orquesta Sinfónica de Cuba

El Caribe está repleto de islas que aman la música. La más exitosa es Jamaica, cuyos bajos retumbantes contagiaron la cultura pop global desde el reggae hasta el hip-hop, pasando el dub, el ska y el reguetón. La segunda se llama Cuba y, por suerte para nosotros, habla español. Durante la noche del sábado, pudimos disfrutar de una prueba muy completa de cómo ese país vive enamorado de la música popular, de la culta y de la que juega entre líneas. Se celebraba el sesenta aniversario de la Orquesta Sinfónica de la isla y en el Palacio de los Deportes sonaron composiciones clásicas, un ballet de Falla, himnos de trova, guaguancó y danzón. La mejor imagen fue ver a un director de orquesta (Enrique Pérez Mesa) pidiendo al público que diera palmas rítmicamente en los dos últimos géneros, surgidos de la huella cultural africana en la isla. Muy adecuadamente, Pérez Mesa no vestía traje, sino una guayabera. El crítico de arte Iván de la Nuez, otro cubano adicto a los ritmos populares, me contó que esta es la orquesta acompañó a Santiago Auserón en La Habana el pasado diciembre. Otro ejemplo de lo porosas que resultan las fronteras entre alta y baja cultura.

La noche tuvo aire familiar. Sobre el escenario se notan los densos lazos que unen a Rodríguez con su orquesta nacional. La protagonista de la primera parte es la flautista Niurka González, prestigiosa intérprete y profesora de flauta, además de pareja de Silvio los últimos 26 años. El programa es un ‘crescendo’ lento pero firme, desde sutiles paisajes melódicos hasta los ritmos populares cubanos.
Arrancan con dos compositores nacionales, Carlos Fariñas y Joaquín Clerch. Luego sube la temperatura con una intensa interpretación de la suite de ‘El sombrero de tres picos’, escrita por Manuel de Falla en 1919. El recinto se rompe las manos aplaudiendo la aparición de Silvio Rodríguez, vestido de negro hacia el centro del escenario. Está programado que toque cinco canciones más los bises que le apetezcan, que los fieles reclaman furiosamente. Como regla general, los arreglos orquestales acolchan la emoción de las canciones populares, convirtiéndose en adorno para conferir estatus. En esta ocasión, en cambio, consiguen subrayar la emoción de un repertorio sentimental, que juega con los susurros y los silencios. Silvio conoce hace años el registro sinfónico -grabó el disco “Expedición” (2000) con esta orquesta- y sabe perfectamente lo que busca.

"Está siempre al borde del precipicio de almíbar pero no cae nunca en él, gracias a unas melodías minimalistas, unos arreglos elegantes y una voz que transmite experiencia en vez de exhibicionismo emocional"

El hilo narrativo es su relación con Cuba. Suena primero “Pequeña serenata diurna”, del disco 'Días y flores' (1975), que comienza con la frase “vivo en un país libre”, declaración de principios que el público recibe con una enorme ovación, algo sobreactuada. En realidad, se trata de una canción sobre los placeres sencillos, las cosas que merecen la pena en la vida, reducidas al amor, la tranquilidad y la música. “Y si esto fuera poco/ tengo mis cantos, que poco a poco/ muelo y rehago habitando el tiempo”, recita. Los versos traen a la memoria a Serrat y Antonio Machado. También suena “La era está pariendo un corazón”, de 1968, una de esas piezas que reflejan el momento político en que los artistas de ideas socialistas pensaban que era imparable un cambio en todo el planeta. Se trata de un homenaje al “Che” Guevara, aunque no salga mencionado ni retratado. Ya no se hacen canciones tan bonitas ni tan ingenuas, la verdad.

Al borde del precipicio

Lo mejor de Silvio es que sus letras de amor suenan tan revolucionarias como la políticas, caso de “Jugábamos a Dios”, de la banda sonora de la película cubana 'Casa Vieja', de 2010. También nos brinda “El Necio”, donde deja claro que no está dispuesto a renunciar a sus posiciones políticas (“Yo me muero como viví”). El momento más emocionante es “Noche sin fin y mar”, por el voltaje de la canción y también porla forma en que se la dedica a su amigo Luis Eduardo Aute, que se recupera de una grave enfermedad. “Vive aquí al lado, a ver si le llega algo de lo que canto”, bromea. La más aplaudida fue “La gota de rocío”, clásica crónica de un subidón amoroso que quedaría tremendamente cursi en manos de un artista menos sutil. También es el caso de “Te amaré”, que abre los bises. Seguramente este sea el mayor mérito de su repertorio: estar siempre al borde del precipicio de almíbar y no caer nunca en él, gracias a unas melodías minimalistas, unos arreglos siempre elegantes y una voz que transmite experiencia vital en vez de exhibicionismo emocional.

Ya que su concierto orbita en torno a la relación con Cuba, debemos decir que el músico y poeta tiene una tensión peculiar con el régimen, al que defiende y cuestiona. Su enorme conexión con la mayoría de cubanos le convierte en una figura casi intocable, con derecho a decir lo que siente. Hace pocos días, apoyó las protestas de un grupo de activistas LGTBI a quienes no les dejaron manifestarse en el malecón de La Habana en favor de una Cuba diversa. Su relación con las clases populares cubanas ha sido forjada a fuego lento, por ejemplo con su empeño en dar conciertos gratuitos en los barrios más pobres del país, para que todo el mundo que lo desee pueda disfrutar de su música. La interminable “Gira por los barrios” superó el pasado abril el concierto 101 realizado sin cobrar (acudió el presidente Díaz-Canel y salió empapado por un chaparrón tropical). Rodríguez suele escoger las zonas populares azotadas que han pasado algún mal trago (en 2016 ofreció uno den Vallecas, organizado por Ismael Serrano). Aunque Rodríguez suena como un músico de otro época y otra dimensión, no podemos descartar que venga de un tiempo mejor que este.

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