El mundo se divide entre los que detestan el sabor de las medicinas y los que lo encontramos agradable. Quizá haya una analogía entre ello y ver el vaso medio lleno o medio vacío. De niños, ponerse enfermo conllevaba una serie de ventajas entre las que se encontraba, además de no ir al cole y pasar el día viendo la tele, meterte un par de jeringuillazos diarios de Dalsy.
Se llenaba la jeringuilla de plástico con el jarabe y se engullía de golpe o saboreándolo, removiendo por la boca aquel denso y dulcísimo brebaje. Algunos incluso intentábamos alargar la enfermedad, rezando para que las medicinas no hicieran efecto y que esas vacaciones improvisadas durasen lo máximo posible. Hay quien lo pasaba mal estando enfermo, pero para los que aguantamos bien la fiebre, un catarro era la mejor excedencia colegial. Supongo que en aquella época, como Fernando Fernán Gómez, estaba “perfectamente capacitado para no hacer nada”.
Esa sensación de estar malo en el colegio es lo más cerca que voy a estar nunca de vivir como un emperador romano. Y no lo digo por los síntomas ni por comer tumbado en la cama. Sino por el excelso trato que recibes de tus padres, y especialmente de tu madre, que te prepara leche caliente con miel para la garganta, te hace la cama, te arropa y te mima. Los mimos de una madre no se pueden comparar con nada.
Tele sin límite, medicina dulce como un batido de fresa y cuidados 24 horas. ¿Qué más se puede pedir? Normal que en tales circunstancias uno prefiriera mucho más estar enfermo que sano. Es en uno de aquellos inviernos de la infancia cuando vi por primera vez ‘El Padrino’.
Estaba recluido en casa por unas anginas, hacía un frío atroz en la calle y había nevado. Mis padres tenían una colección de películas en VHS editada por El Mundo. ‘Las mejores películas de la historia”, o algo así. La primera de esas cintas era ‘El Padrino’. La puse y me cautivó, quizá también como consecuencia de la febrícula. Recuerdo que después de verla me gustaba ir con un abrigo al que tenía especial cariño e imaginarme que sujetaba una pistola en el bolsillo, haciendo el mismo gesto que Michael Corleone cuando vigila el hospital donde está ingresado Don Vito.
‘El Padrino’ fue, junto con ‘Bonnie and Clyde’, la película que salvó un cine en decadencia. Francis Ford Coppola abrió la puerta a una nueva generación de cineastas que cambiaron para siempre el séptimo arte (Scorsese, Spielberg, Lucas, De Palma…). En ‘El Padrino’, brillante adaptación de la novela de Mario Puzo, caben todo tipo de análisis. Es un alegato sobre la política, los modernos Maquiavelo, la familia, las relaciones personales y el juego del poder. “Yo me he negado toda la vida a ser un títere movido por los hilos de los poderosos”.
Eso sí, que nadie se lleve a engaño. Estar enfermo solo es divertido cuando se es niño. Luego no tiene ninguna gracia. En la universidad implica estar hecho unos zorros y no tener a nadie que te prepare una sopa o un consomé. Mucho menos arroparte y darte mimos. En la edad adulta pasa más de lo mismo, salvo si has encontrado pareja, aunque muchas veces esto tampoco es garantía de nada.
Quizá todo esto que he escrito no sea más que una tontería. El fruto de una patología denominada nostalgia, que hace que añores hasta una vieja fiebre. Pero en realidad lo que se echa de menos es el amor. Ese sentimiento de inmenso amor que te invade cuando mamá te pone una manta por encima en una fría noche de invierno. Y sabes que estás protegido, caliente, en paz. Que alguien vela por ti en tu descanso.
Los catarros de la infancia te retrotraen a ese amor, y también a la sensación de que puedes hacerle trampas a tu destino. Esa capacidad de esquivar las balas: “Me pongo malo, pero puedo ver películas y no ir al cole”. Porque en la niñez todo debe ser divertido, emocionante, intenso. La vida en estado puro, y las noches de los sueños más profundos, bajo la manta de mamá.