La clemenza di Tito se estrenó en 1791, dos años después de la decapitación del Antiguo Régimen y en plena lucha contra su pupilo, Antonio Salieri. Las últimas notas de la partitura las escribió Mozart en septiembre de ese año, la misma fecha en que la Asamblea Nacional Constituyente francesa aprobó la que se conoce como la primera constitución en la historia de ese país, la misma que declaró que todos los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Mozart recibió el encargo de componer La Clemenza di Tito apenas unos meses antes. Su destino era servir de acto central para la coronación del rey de Bohemia Leopoldo II de Habsburgo, hermano de María Antonieta de Francia, la reina que amaneció con ganas de comer pasteles y terminó viendo rodar la cabeza de su marido… y de un estamento completo. Si a eso se suma que Mozart moriría tres meses después de terminarla, hay datos más que elocuentes para hacerse una idea de cómo estaban las cosas cuando creó la ópera que hasta la semana pasada se representó en el Teatro Real Madrid.
Con las óperas ocurre lo que con la culpa ─podríamos decir los sentimientos─ y las interpelaciones ciudadanas, esas dos formas de religión que sedimentan
Con las óperas ocurre lo que con la culpa ─podríamos decir los sentimientos─ y las interpelaciones ciudadanas, esas dos formas de religión que sedimentan: ambas se depositan en el alma de quienes las presencian en la oscuridad de un teatro o una sociedad sin luces. Ambas –la ciudadanía y la ópera, valga la redundancia─ se acumulan y nos dicen cosas, incluso aquellas que ignoramos. Y eso ocurre con La Clemenza di Tito, una ópera que alude razones que vienen de otros cauces, que precipitan y se fortifican arrastradas por algo más fuerte. Y si en el programa de mano del montaje está acompañado por la definición de Rey de Diderot, todavía más.
Cuatro personajes jalonan todo cuanto ocurre. Tito Flavio Vespariano, emperador de Roma (79-81 d.C) es un hombre virtuoso. Discreto y generoso con su pueblo; fiel y agradecido gobernante que corresponde con amor y confianza a quienes le rodean. Pero un hecho lo cambiará todo. Vitelia, la hija del emperador depuesto, ofendida porque el nuevo César no la elige como consorte, aprovecha el amor que siente por ella Sesto, uno de los colaboradores más cercanos de Tito, a quien convence para que organice una revuelta propicia para dar muerte al gobernante. Ciego de amor, Sesto ejecuta su plan. Con un detalle: la revuelta es contenida y Tito sobrevive. Sesto, que calla para no delatar a Vitelia, decide echarse toda la culpa y morir arrojado a las fieras. La clemencia de su mentor se impone ante la traición. Tito perdona a Sesto y Vitelia, y se marcha ante la mirada desconfiada de un espectador que, más de doscientos años después, no da crédito a tanta y sospechosa piedad. Como siempre, o casi siempre, los libros tienen parte de la respuesta a esa pregunta.
Tito perdona a Sesto y Vitelia, y se marcha ante la mirada desconfiada de un espectador que, más de doscientos años después, no da crédito a tanta y sospechosa piedad
Entonces casado con María Luisa Borbón, hija de Carlos III, Leopoldo II de Habsburgo tenía por delante la difícil tarea de amainar la tormenta revolucionaria francesa y mantener en pie el Sacro Imperio Romano Germánico, es decir, amainar a los turcos y dejar todo en santa paz. Así pintaban las cosas cuando Mozart recibió la encomienda de componer la ópera. La escribió a toda mecha: seis semanas, entre finales de julio y comienzos de septiembre de aquel año. La elección de un libreto -escrito por el italiano Pietro Metastasio 57 años antes- donde campaba la virtud y la compasión en la aplicación de la justicia, no era una razón fortuita. La obra, supuestamente, era del gusto de Leopoldo II, educado en el teatro. Pero ésa, claro, no era la razón de fuerza, el verdadero motivo sería el uso que se le daría.
En aquella Europa en la que el espíritu revolucionario estaba a punto de producir su primer esperpento –ejem, ejem, Napoleón; aunque produjo bastantes más─, la imagen de un gobernante capaz de frenar una revuelta y mostrarse magnánimo con sus conjurados era una forma de alegoría, una maniobra de propaganda más que pertinente. ¿Los asistentes a aquel estreno en la Praga de 1791 estaban siendo animados a atribuir a Leopoldo II las virtudes morales de Tito en la ópera? Que el rey de Habsburgo albergaba verdaderos temores ante un vulgo sublevado y que fuese capaz de suscribir un pacto con Prusia en defensa de la monarquía francesa justo en los mismos días en que se estrenaba da qué pensar. En otras palabras: una obra puesta los intereses de una corona que no quería guillotinas ni pasteles. Y eso, aunque obvio, no deja de ser materia susceptible de sedimentar. Todo esto ocurre en un continente ilustrado a punto de venirse abajo. Ese era el lugar y el momento en que un raro fuego recorría las cosas, una electricidad lo suficientemente potente como para carbonizar todo lo que parecía firme. Y así lo hizo, con sus réplicas… todas ellas a lo largo del ahumado siglo XIX, uno del que todavía nos llegan algunas –y no pocas─ humaredas.
¿Los asistentes a aquel estreno en la Praga de 1791 estaban siendo animados a atribuir a Leopoldo II las virtudes morales de Tito en la ópera?
En el acto primero de La Clemenza di Tito, Vitelia –ofendida en su amor propio─ intenta convencer al reblandecido Sesto, que desconfía de su razones y –sobre todo─ de la verdadera estima y amor que dice sentir por aquel de quien sólo desea sus favores como asesino: "Quien cree ciegamente, se obliga a mantener su fe; quien siempre espera engaños, invita a engañar". Ahí donde hay retórica, resplandece una verdad. Y a las personas, sean parte del escenario o del público, no siempre les gusta que les digan la verdad. Voluntaria o involuntariamente, ésta, la última ópera de Mozart, arrastró con su rechazo y olvido (es de las menos representadas) esa paradoja: mentir pagado por otro o introducir verdad con las escasas migas que algunos son capaces de recoger como quien picotea los granos de sal en una mesa vacía.
"Quien cree ciegamente, se obliga a mantener su fe; quien siempre espera engaños, invita a engañar"
Quien sale del Teatro una noche de lluvia sin taxis siente empacho e incluso rechazo por la clemencia impostada de ese hombre inverosímilmente virtuoso. Aun desconociendo la urdimbre, algo hiede. ¿Qué nos dicen Tito y Mozart, doscientos años después, cuando el proyecto ilustrado europeo ve pastar a las versiones defectuosas de sus primeros monstruos? ¿Nos hablan a gritos o sólo nos cantan lo que ya éramos cuando alguien las imaginó? ¿En aquel tiempo en el que las guillotinas caían sobre la cabeza de alguien más cortándolas como barras de mantequilla, era inocente tanta clemencia? Cae la lluvia y piensa quien está a punto de matarse sobre unos zapatos de tacón que, a veces, la realidad es una ópera seria servida en dos actos… y demasiados pasteles. Da igual, tarde o temprano, la guillotina habrá de caer. Porque cae, la guillotina siempre cae.