El otro día, de sobremesa con una familia de escritores, hablamos sobre el deseo contemporáneo de viajar. Uno de los hermanos dijo que antes, cuando las estancias en cada destino se prolongaban durante tres o cuatro meses, sí merecía la pena viajar porque uno tenía tiempo para conocer el lugar en cuestión. Ahora ―apostilló el otro hermano poeta― el viajero está casi condenado a la superficialidad: entre que no pasa en su destino más de cuatro o cinco días y que tiene que visitar monumentos, iglesias, museos, etcétera, termina el viaje exhausto y casi tan ignorante como cuando lo emprendió. El tercero de los hermanos ―éste no literato, sino farmacéutico― zanjó el asunto: "Viaja quien no tiene nada que hacer allá donde vive". El deseo de viajar como síntoma de una cotidianidad rota. Touché.
Tras alabarle al farmacéutico la agudeza y a los tres la coincidencia de pareceres, recordé una entrevista al filósofo Jean-Luc Marion en Nuestro Tiempo: «Nuestro mundo se engrandece mucho más a través de la educación que a través de la variedad de experiencias. Viajar no es la manera de abrirse al mundo. Si quieres ensanchar la vivencia, quédate en las aulas. Si viajas manteniendo intacto tu mundo interior, sólo verás lo que ya tenías en mente. Por eso, Séneca escribió que hay mucha gente que viaja y que vuelve sin nada nuevo». Marion afirma la esterilidad de los viajes si a éstos no los ha precedido una transformación interior, la sinrazón de cualquier experiencia cuando la vive un yo que, huérfano de una educación digna, con el alma todavía a medio hacer, no puede saborearla.
Coincido con Marion, la verdad, pero también recuerdo una frase de Jorge Bustos en su genial Asombro y desencanto: «No viajamos para evadirnos de la realidad, sino para recobrarla». Bustos parece decir que la rutina nubla nuestro sentido de la realidad y que un viaje puede despejarlo. Viajar sería así estrictamente necesario porque sacudiría la pátina de tedio que se ha asentado sobre nuestra retina y nos haría sensibles de nuevo a la belleza. Uno redescubría las maravillas de su ciudad, a las que tan fatalmente se ha acostumbrado, admirando por un tiempo las maravillas de otra. Acaso viajar no obre la elevación interior de la que habla el filósofo francés, pero sí contribuye, sin duda, a transfigurar nuestra mirada.
Yo, que hace unos años, antes de que M. me descubriese las bondades de viajar, habría aplaudido la reflexión de Marion, hoy no puedo sino matizarla con la de Bustos. Creo, igual que Séneca, cómo no, que uno puede regresar de un viaje con idéntico desasosiego espiritual al de su partida y añado, de paso, que me irrita mucho ese turista instagramero que sólo viaja para mostrarlo. No obstante, asumo también que hay algo enriquecedor en los viajes, que en cierto sentido los viajes son buenos y no tanto neutros. Hoy viajar es interrumpir el tráfago cotidiano, abrir una grieta en el curso vertiginoso y anodino de nuestras vidas, darnos la oportunidad de vivir de nuevo la vida como aventura y de celebrarla como prodigio. «No viajamos para evadirnos de la realidad, sino para recobrarla», nos recuerda Bustos.
Se trata de reconocer que la belleza es ubicua y que la cotidianidad constituye, ante todo, el ámbito en el que lo imprevisto irrumpe
Con todo, el filósofo francés y los hermanos poetas llevan razón en algo. Viajar será tan estéril como deambular si la transformación no acontece, si faltamos a nuestra obligación de vivir la realidad como aventura y de celebrarla como prodigio aquí y ahora, hic et nunc, en este preciso instante que se nos ha concedido habitar. Mi tesis sobre los viajes consiste en que sólo son fecundos a condición de que nuestra actitud sobrepase las fronteras del tiempo y del espacio. Hemos de viajar por el mundo para terminar haciéndolo al modo chestertoniano, sin movernos de lugar. Se trataría de reconocer que la belleza es ubicua y que la cotidianidad constituye, ante todo, el ámbito en el que lo imprevisto irrumpe; de vivir nuestra rutina, por tediosa que parezca, como el viajero vive su aventura; de reparar en que una visita a la basílica de san Pedro no es superior, quizá ni siquiera esencialmente distinta, a una visita al mercado que está enfrente de casa.
Ésta es, creo, la mejor lección que podemos aprender ahora que el verano, como dice Miguel d´Ors, «empieza a ser nostalgia» y que nosotros, sombríos, lamentamos la cruel fugacidad del gozo: para viajar bien lejos no hace falta dar ni un solo paso.
jjgarcia@um.edu.uy
Excelente, Julio: recuerdo aquello que decía un profesor de literatura: traen de los viajes el sabor de la Coca Cola de cada aeropuerto.