Ciencia

Las raíces de la negación

Por factores ideológicos y culturales una mayoría de la sociedad rechaza que una parte de nuestros rasgos tiene una base biológica. Esta ceguera elegida, aunque en ocasiones sea comprensible, nos puede impedir hacer buenos diagnósticos y encontrar las mejores soluciones.

La propensión a sufrir depresión tiene componente genética. Aunque pocos, algunos rasgos mentales nos diferencian a hombres y mujeres. Esa característica mensurable a la que llamamos inteligencia es heredable en un porcentaje nada despreciable. Y la capacidad para posponer la obtención de una recompensa también tiene base fisiológica.

Nada de lo anterior expresa determinismo. En mayor o menor medida, en todas o casi todas esas cosas las características del ambiente en que se desarrolla una persona tienen algo (o mucho) que decir. Por eso, en este terreno es muy conveniente hablar en términos de probabilidad. Pero la propensión a desarrollar ciertos rasgos, a padecer ciertas enfermedades o a cultivar ciertas aptitudes tiene una base genética. Y cuando el entorno incide en alguna característica, su efecto se produce a través de mecanismos estrictamente biológicos y, por lo tanto, materiales.

La propensión a desarrollar ciertos rasgos o a cultivar ciertas aptitudes tiene una base genética

Sin embargo, la noción de que algunas diferencias, rasgos, cualidades, defectos o propensiones tienen base biológica y, por lo tanto, pueden tener una cierta componente heredable, es anatema para mucha gente. La mayoría cree que no existen condicionamientos heredados, que es el entorno el que nos moldea, que las circunstancias en las que nos desarrollamos nos condicionan profundamente, que la naturaleza humana es enormemente maleable.

El origen de la noción de la maleabilidad de la naturaleza humana se encuentra en la Grecia clásica. La primera referencia que tenemos al respecto es de Aristóteles, y a partir de él podemos trazar una línea que, pasando por el estoico Zenón de Citio, el persa Avicena, el andalusí Ibn Tufail y Tomás de Aquino, llega hasta la modernidad en la persona del máximo representante del empirismo, John Locke, que fue quien formuló la idea del “papel en blanco” -y que más adelante sería conocida como tabula rasa- para referirse a la ausencia total de nociones en la mente humana hasta que empieza recibir sensaciones y, a partir de ellas, elaborar pensamientos. Más adelante, Rousseau haría uso de esa noción para referirse a la bondad primigenia de los seres humanos y atribuir a la sociedad el origen de todos sus males. Las ideas de Freud, para quien el entorno familiar durante los primeros años ejercen una profunda influencia sobre el resto de sus vidas son también compatibles con esa forma de entender la mente humana.

Algunas posturas extremas consideran que todo lo humano ha sido socialmente construido

Esa concepción tiene muchos adeptos en la academia, sobre todo en las áreas de ciencias sociales y humanidades. Y en algunos casos llega a adoptar posturas extremas en las que casi todo lo humano se considera socialmente construido, no dejando ningún resquicio a la biología. Pero a pesar de su gran aceptación, no todos ven las cosas de la misma forma. En su oposición a esa noción ha destacado en las últimas dos décadas el psicólogo canadiense Steven Pinker (autor de The blank slate), pero no ha sido el único, ni muchísimo menos. Y entre los científicos naturales o experimentales, muchos se adhieren a la idea de una naturaleza doblemente condicionada.

La oposición entre naturaleza (lo constitutivo que es heredado) y efecto del ambiente (lo que se adquiere por influencia del entorno) se plantea en el terreno científico en forma de un debate que, en inglés, se conoce como nature vs. nurture. Creo que en este ámbito pocos discuten que lo que somos cada uno de nosotros es el resultado de la forma en que los factores ambientales han ido modulando nuestras propensiones, predisposiciones y rasgos más básicos. Pocos dudan, en definitiva, que seamos el producto de un doble efecto, genético y ambiental. El debate se plantea en términos de grado; se discute qué rasgos tienen una mayor componente de un tipo o de otro, y de qué magnitudes relativas son sus efectos.

Hoy sabemos, como he señalado al principio, que hay rasgos que dependen en cierta medida de nuestra herencia. Pero también sabemos que el entorno la modula. Sabemos, por ejemplo, que las condiciones ambientales -recursos materiales, trato dispensado por los adultos, nivel educativo de los padres, condiciones físicas del hogar, y otros- a que se ve expuesto un niño o una niña en su primera infancia afecta a su posterior desarrollo cognitivo y, por lo tanto, a las oportunidades de que gozará en la vida. Sabemos las dos cosas, aunque no nos ponemos de acuerdo en la proporción en que cada una de ellas contribuye a definir cómo somos, cómo nos portamos y qué propensiones o predisposiciones tenemos.

¿Por qué se aferra la mayoría a los factores ambientales, culturales y sociales?

Pero entonces, si sabemos fehacientemente que en nuestra naturaleza inciden tanto elementos heredados que forman parte de nuestro bagaje biológico de origen, como las circunstancias ambientales (incluida la educación que recibimos) en que nos desarrollamos, ¿por qué no se acepta la componente heredada? ¿por qué se aferra la mayoría a los factores ambientales, culturales y sociales?

Tenemos, como razón inmediata, algo tan sencillo, evidente y universal como el no querer aceptar lo que no nos gusta, lo que contraviene nuestros hábitos o se opone a nuestros deseos. Y como no nos gusta, lo negamos. Pasa lo mismo, por cierto, con otras cosas; mucha gente no acepta el calentamiento global, las leyes del mercado, los efectos cancerígenos del alcohol o la evolución de las especies por selección natural. No les gustan esas nociones y las niegan.

A veces no gustan porque ponen en cuestión hábitos a los que no se quiere renunciar, es el caso de los efectos de las bebidas alcohólicas. Y otras, porque contradicen la idea que se han hecho de cómo funciona el mundo y no están dispuestos a cambiarla. Las razones por las que no queremos cambiar las costumbres o renunciar a lo que nos gusta pueden ser variadas, como lo son las que nos empujan a no poner en cuestión nuestra visión del mundo. Y en muchos casos hay factores emocionales detrás de las motivaciones. Por eso es más fácil no aceptarlas. Eso sí, para no aceptar algo acerca de lo cual nos ofrecen buenas razones, hemos de convencernos a nosotros mismos de que lo que pensamos es correcto. No es fácil, si es que es posible, convivir con “realidades incómodas”. Y es ahí donde entra el “razonamiento motivado”, mecanismo del que nos servimos para ignorar las pruebas que respaldan hechos contrastados, mientras se asumen como tales datos anecdóticos que respaldan la posición que mejor se acomoda a nuestros deseos y visión de la realidad.

Pero volvamos a la cuestión de las bases biológicas de la naturaleza humana. Lo que me interesa ahora es tratar de averiguar la razón o razones por las que no nos gusta que ciertos rasgos tengan base biológica. O sea, me interesa indagar acerca de las razones últimas de la negativa. Creo que la primera, y quizás principal, razón por la que no aceptamos que cosas a las que damos tanta importancia -el carácter, las diferencias en la manera de pensar y actuar, la capacidad para aprender u otras aptitudes- tengan cierta base genética es porque pensamos que, entonces, habríamos de aceptar también que no son modificables. O que son menos modificables que si dependieran solamente del ambiente o de la educación. Y eso tiene profundas consecuencias.

Las sociedades contemporáneas están en gran medida organizadas sobre la base de la creencia en la maleabilidad del carácter de las personas, de sus cualidades y defectos, de la naturaleza humana, en suma. Esto resulta especialmente evidente en el mundo de la educación, pero también lo es en el de la política. Asumimos con naturalidad que los defectos o el mal comportamiento, por ejemplo, son consecuencia de una mala educación. Y por lo mismo pensamos que mediante la educación es posible transformar a las personas. Muchos políticos –profesionales o aficionados- insisten en la idea de que las desdichas humanas son la consecuencia de las condiciones a que se han visto expuestas las personas desde su más tierna infancia, solo de esas condiciones, y por ello atribuyen a “la sociedad” la causa última de sus males. Ellos lo hacen para, a continuación, vendernos el elixir que las aliviará, pero esa, en realidad, es otra historia. Volvamos por donde íbamos.

Parte de culpa la tiene la falacia naturalista, esa que consiste en identificar lo bueno con lo natural

Una posible segunda razón tiene que ver con una creencia profundamente arraigada en los seres humanos, la de pensar que lo bueno, lo deseable, es identificable con una propiedad que, de suyo, es ajena a lo moral. Me estoy refiriendo a la falacia naturalista, esa que consiste en identificar lo bueno con lo natural. Esa falacia está emparentada con el problema de “ser-deber ser” o “guillotina de Hume”, en alusión al filósofo escocés David Hume, quien advirtió acerca de la dificultad de transitar del ser al deber ser o, en otras palabras, de pretender que las cosas (moral o normativamente) han de ser tal y como son. Más de un siglo después (1905), el filósofo G. E. Moore en su Principia Ethica también refutó esa pretensión de identificación entre la bondad (moral) de algo y alguna cualidad no moral, ya sea sobrenatural (orden divina) o natural.

Pero aunque la falacia naturalista esté sobradamente desacreditada, lo cierto es que se encuentra, como antes decía, muy arraigada en nuestra conciencia. Nos resulta sumamente fácil identificar lo deseable con lo natural. Y de ese arraigo se deriva que si pensamos que algo es heredado o forma parte de nuestra naturaleza biológica, pensamos también que hemos de darlo por bueno precisamente porque su carácter biológico así lo implica. Y como no lo queremos dar por bueno, optamos entonces por negar su carácter “natural”, o sea, biológico. El argumento de Moore –conocido como “argumento de la cuestión abierta”- por cierto, vale también para refutar la otra versión del mismo problema, la que identifica un bien moral con un mandato divino. Pero ese es, también, otro asunto; volvamos a lo nuestro.

Los argumentos de carácter biológico se usaron para discriminar, no es raro que se rechacen

Toca ahora aludir a un tercer factor. Justo es reconocer que en el rechazo a la noción del carácter biológico de ciertos rasgos (comportamientos, propensiones, carácter y otros) influyen también dolorosas experiencias. Sin ir más lejos, durante siglos se ha preterido y discriminado a las mujeres y, en numerosas ocasiones, se ha esgrimido para ello su supuesta inferioridad por (supuestas) razones de base biológica. Lo mismo cabe decir de personas de diferentes razas: siempre ha habido intentos de justificar la discriminación sobre la base de diferencias de esa naturaleza. Y si nos remitimos a las doctrinas raciales del III Reich o, sin ir tan lejos, a la forma en que fueron tratados los homosexuales, como Alan Turing, en un país tan civilizado como la Inglaterra de mediados de siglo XX, amparándose quienes avalaron y promovieron aquellas prácticas en nociones supuestamente científicas, no es raro que muchos sean reacios a aceptar argumentos de carácter biológico para dar cuenta de diferencias como las que estamos tratando aquí.

Termino ya. La naturaleza humana es compleja y la de cada individuo se constituye sobre la base de influencias genéticas e influencias ambientales. Es consecuencia de la interacción entre ambas, de la forma en que el entorno va condicionando el modo en que se materializan nuestras propensiones y tendencias. Y también de la forma en que el entorno modifica o modula esas propensiones. Esta es una realidad que podemos ignorar. Ignorándola solo conseguiremos dificultar los diagnósticos acertados de muchos problemas y, por lo tanto, darles la solución adecuada.

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