José Sebastián Carrión García, Universidad de Murcia
¿Cabe concebir algo con más poder de evocación prístina que recrear el paisaje prehistórico? ¿Se imaginan baobabs y manglares con hipopótamos y cocodrilos en la costa de Almería?, ¿o inmensas estepas pastoreadas por rinocerontes, elefantes y antílopes vigilados por manadas de hienas del tamaño de un león?, ¿o bosques lluviosos de magnolios y laureles, con pasifloras naturales creciendo en los troncos y la planta del jengibre bajo sus pies?, ¿o a nuestros ancestros paleolíticos cazando al acecho en bosques densos y llenos de lianas, con avellanos, nogales, castaños, fresnos, abedules y robles, en lugares donde hoy no queda ni un árbol?
Los paleobotánicos nos ocupamos de que todo esto no sea solo imaginación. Cada detalle del pasado está minuciosamente comprobado, incluso cuando el pasado se sitúa hace 66 millones de años.
Un trabajo de titanes
Acabamos de publicar un extenso trabajo global de la biodiversidad en la península ibérica a lo largo de esa enormidad de tiempo. Hemos recogido y estudiado macrofósiles (maderas, hojas, órganos reproductores de plantas, carbón arqueológico) y microfósiles (granos de polen y esporas). Su estudio nos ha permitido conocer la evolución de la flora y la vegetación de la península ibérica durante los últimos 66 millones de años.
Viajamos al Cenozoico, la era de los mamíferos. En este período los continentes y climas adquieren la configuración actual y las plantas con flor, o angiospermas, avanzaron en el proceso de diversificación y modernización que habían iniciado hace unos 140 Ma en el Cretácico Inferior. Es el período en que culmina la orogenia alpina (la formación de las montañas) y aparecen los biomas denominados sabana, estepa y pradera, además de los desiertos, la tundra y la vegetación mediterránea. En este período tienen lugar también las glaciaciones, durante las cuales hubo crisis globales de enfriamiento y aridez alternando con episodios más breves de expansión de bosques.
Cuando una parte de la península ibérica fue un archipiélago
La península ibérica cuenta con un buen número de singularidades botánicas que debemos a la relación geográfica con Europa y el Mediterráneo. Durante el Cretácico y el Terciario, buena parte del sur y sureste ibérico fue un archipiélago, lo que favoreció el aislamiento geográfico. Esto puede explicar la elevadísima diversidad de plantas que hay, por ejemplo, en la provincia biogeográfica murciano-almeriense, superior a la de todas las islas británicas.
La supervivencia del castaño, el laurel o los helechos paleotropicales
Hasta un millón de años después de que desaparecieran del resto de Europa, todavía había en estas latitudes especies como el castaño de indias, sequoias, liquidámbar, tsuga, la parrotia o árbol de hierro y el ciprés de los pantanos, entre otras.
Algunas finalmente también se extinguieron en la península, pero otras han permanecido entre nosotros como el laurel, el nogal o el castaño, así como algunas especies de helechos muy interesantes que se dan tanto en la cordillera cantábrica como en la provincia de Cádiz.
Perdimos los baobabs y la flor de loto
Mucho antes, durante el principio del Terciario, la península ibérica albergaba formaciones vegetales que hoy se sitúan exclusivamente en zonas tropicales y subtropicales húmedas. Algunas de estas plantas perdidas las conocemos como ornamentales o frutales, pero fueron autóctonas como es el caso de los baobabs, los ficus, la flor de loto, la familia de la chirimoya y la guanábana, el ginkgo, diferentes tipos de magnoliáceas, y un largo etcétera.
En algún caso, su presencia se limita hoy al hemisferio sur donde forman grandes bosques como es el caso de la lenga o roble de Tierra del Fuego (Nothofagus) y los mañíos (Podocarpus).
Para la diversidad vegetal, cualquier tiempo pasado fue mejor
Durante los últimos 20 millones de años el planeta ha vivido un enfriamiento global, con episodios particularmente dramáticos durante los últimos 2 millones de años. La glaciación provocó una amputación de especies en toda Europa que, aunque atenuada en la península ibérica, se dejó notar en la biodiversidad.
La acción del hombre durante los últimos milenios, no obstante, ha sido el factor de disrupción más intenso: hasta hace unos cuantos miles de años, las zonas más áridas de España presentaban montañas con robledales y bosques mixtos donde abundaban especies que hoy están en clara regresión y donde había una diversidad sin parangón actual.
Las investigaciones botánicas han tenido tradicionalmente un sesgo basado en las especies actuales y de ahí que las políticas de conservación de la biodiversidad apenas tengan en cuenta los ecosistemas pasados. Pero en la película de la vida, sin fósiles nos perderíamos la secuencia de arranque, la presentación, la amplificación, incluso la culminación de conflictos que genera el desenlace. Del estudio del pasado botánico podemos obtener información muy valiosa para priorizar políticas de gestión del territorio, así como estrategias de renaturación.
Pocos saben, por ejemplo, que el haya ha pasado más miles de años en el sur de Europa que en el centro y norte. Sin embargo, se sigue considerando una especie del bosque caducifolio templado.
Cuando Alemania y Suecia estaban congeladas o apenas vegetadas con estepas y algún pino disperso, los bosques mediterráneos del sur tenían hayas en sus zonas más húmedas y protegidas. ¿No es una reflexión estimulante? ¿No sería más prudente invertir en conservación en las zonas que milenariamente han funcionado como reservas naturales durante las fases de crisis climática? Paradójicamente, la luz del presente nos deslumbra mientras el túnel del tiempo despeja una visión del mundo real, tal y como fue, y la imaginación por sí sola se queda corta.
José Sebastián Carrión García, Profesor de Botánica Evolutiva, Universidad de Murcia
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.