Una parte del arte contemporáneo se cae a trozos y es por culpa del material con el que está realizado. El plástico y los materiales sintéticos con los que fueron fabricadas las obras ha sobrepasado su ‘fecha de caducidad’ y los conservadores se encuentran con esculturas e instalaciones que cambian de color, se vuelven pegajosas o directamente se derriten. El problema se empezó a atisbar en la década de 1960 cuando toda una serie de esculturas del artista ruso Naum Gabo fabricadas en nitrato de celulosa se vinieron abajo. El artista acusó entonces al Museo de Arte de Philadelphia de haber descuidado la obra y realizó una réplica, esta vez en polimetilmetacrilato (plexiglas), que entregó a la Tate Gallery en 1977. Irónicamente, unos años después su famoso “Construcción en el Espacio: dos conos” también se deterioró hasta hacerse añicos y hoy se conserva como muestra del arte perdido por la obsolescencia de los materiales.
Los museos actuales de arte contemporáneo se están enfrentando ahora con este problema multiplicado por mil. “Es evidente que que cada vez hay más presencia de plásticos y materiales sintéticos y polímeros”, asegura Jorge García Gómez-Tejedor, conservador del Museo de Arte Reina Sofía en Madrid. “Nosotros no tenemos unos plásticos tan antiguos, pero sí empezamos a tener muchos materiales sintéticos y a tener cuenta las condiciones de iluminación y temperatura”. En su equipo cuentan con varios químicos especializados en estos materiales para detectar los posibles problemas antes de que sea tarde. “El artista de ahora experimenta y la conservación no le preocupa mucho”, explica Gómez-Tejedor. “Si la obra se degrada y el autor está vivo hablamos con él para ver qué hacemos, pero cuando se trata de plásticos o polímeros esas cosas tienen difícil arreglo". “Pensamos siempre que los plásticos son eternos”, añade, “pero lo cierto es que pierden sus colores vivos, se rompe la trasparencia y amarillean un montón, cuando no se convierten en pegajosos”.
Uno de los ejemplos más recientes de esta obsolescencia de los materiales modernos se lo han encontrado los conservadores del Museo Nacional del Aire y el Espacio, en Washington, con el traje espacial del astronauta Neil Armstrong, cuya estructura interna - compuesta de 21 capas de nylon, teflon y neopreno - se está descomponiendo y ha obligado a conservarlo en condiciones que ralenticen su degradación. En los Museos de Arte de Harvard, la obra del pionero del Pop Art Claes Oldenburg titulada “falsa selección de comida” - una caja con huevos, bacon, manzanas y donuts de plástico - se está estropeando casi como si se tratara de comida real. “Los plásticos están alcanzando el final de su vida útil justo ahora”, asegura la conservadora Georgina Rayner. “Los plásticos se degradan más rápido probablemente que cualquier cosa en la colección del museo, y para cuando te empiezas a dar cuenta del deterioro ya es casi demasiado tarde. Realmente solo puedes ralentizarlo”.
En Santiago de Compostela, el investigador Massimo Lazzari lleva años atajando este tipo de problemas y tratando obras de arte modernas que se deterioran por la degradación de los materiales. “Todos los materiales orgánicos, los polímeros, los plásticos, se oxidan, reaccionan con el oxígeno que está en la atmósfera, cambian su estructura química y sus propiedades y se vuelven más frágiles o cambian de color”, asegura el investigador del Centro Singular de Investigación en Química Biológica y Materiales Moleculares (CIQUS). Él y su equipo trataron una escultura del artista Francisco Leiro, Nemeas Lion, una figura fabricada con la resina epoxi, de uso industrial, que empezó a amarillear y a deteriorarse mientras estaba expuesta en el Centro Galego de Arte Contemporáneo (CGAC).
Otra artista, la alemana Karin Sander, fabricó para el mismo museo una serie de figuritas de yeso a partir del escáner en 3D de los visitantes y las recubrió de un barniz industrial, con lo que al poco tiempo empezaron a estropearse y cambiar de apariencia. “Lo que ocurre con los plásticos es que no hay solución, lo que se intenta hacer es una conservación preventiva”, asegura Lazzari. “Una vez que tengas esas figuritas amarillas lo único que puedes hacer es volver a pintarlas, pero tiene que estar de acuerdo el artista, el museo… Pero eso no siempre sucede”. En el caso de Sander, recuerda, le propusieron un tratamiento pero las figuras se quedaron como estaban.
En opinión del especialista el problema es que muchos artistas utilizan materiales que no estaban destinados a perdurar, sino que han sido diseñados por los fabricantes para otros propósitos. “A menudo usan un plástico industrial, algo que compraron en la ferretería de la esquina o en una tienda de suministros plásticos”, dice. “Y cuando lo usan, a veces lo usan mal, en lugar de seguir las instrucciones que vienen en el bote, lo preparan en una proporción distinta, porque les gusta que el plástico sea más fluido o lo que sea, lo que después acelera el deterioro. Y no siguen las instrucciones porque hacen lo que les da la gana, que para eso son artistas y me parece bien”, añade. Lazzari recuerda el caso de una serie de obras del famoso artista Loris Cecchini hechas a partir de un poliuretano de dos componentes, que empezaron a ponerse pegajosas y se disolvieron. “Cecchini admitió que mezclaba dos latas diferentes y probablemente lo hizo mal, aunque eso no lo sabemos, ni él tampoco. El caso es que se dio cuenta y cambió de método”.
Otro ejemplo llamativo fue el unas chaquetas hechas en látex por el artista gallego Andrés Pinal que en poco tiempo se pusieron rígidas y se oscurecieron. “Preparó unos tejidos hechos con látex y con esos hizo unos trajes de tamaño natural, una chaqueta, unos pantalones… con las que yo trabajé”, recuerda el científico. “Era alrededor del 2001 y aquellas obras se podían tocar, porque tenían un tacto muy especial, elástico, incluso les ponía un poco de talco para que fuera más agradable. Lo que pasó es que el látex se vuelve muy rápidamente amarillo y pierde la flexibilidad. Cambió de color en muy poco tiempo, pero lo peor es el hecho de que se volviera frágil. Al tiempo ya no se podría tocar, ya había cambiado, y la segunda vez que lo quisieron exponer ya se caía a trozos”.
Una crema antiedad para el arte
Desde hace unos años Massimo Lazzari y su equipo trabajan dentro de un proyecto con financiación europea llamado Nanorestart que se basa en el uso de nanotecnología para la conservación del arte contemporáneo. El desafío, anuncian en su web, es establecer metodologías de conservación nuevas para los materiales de altísima tasa de degradación que usan los nuevos artistas. En este sentido, los químicos del CIQUS han desarrollado dos aportaciones: un kit de diagnóstico precoz que sirve para saber si la obra de arte ya presenta primeros síntomas de envejecimiento y ya se está empezando a degradar, y una ‘crema antiedad’, que retrasa este deterioro e impide la oxidación del plástico. El primer sistema consiste en unas tiras adhesivas que se apoyan en la superficie de la obra - por lo que no hace falta tomar un fragmento - y en ella se quedan adheridos una serie de marcadores que se forman por oxidación del plástico, que son los mismos que cuando el proceso está avanzado se vuelven volátiles y dan un característico olor. Respecto a la crema para bloquear la oxidación, el equipo está a punto de presentar la patente y de hacer una serie de pruebas en dibujos cedidos por el museo Guggenheim, que forma parte del consorcio. “Se trata de un mecanismo químico bastante complejo pero la idea es sencilla, impide que el oxígeno reaccione con el material orgánico, algo que valdría también para pinturas tradicionales y otros materiales”.
El producto, que es una disolución trasparente, se aplicaría directamente sobre la obra y garantizaría que el proceso de deterioro fuera más lento, prolongando la vida útil del material con el que fue fabricada. Eso sí, recuerdan sus autores, no serviría para recuperar lo que ya se ha perdido. “Todos los tratamientos que se pueden hacer con el plástico son de conservación preventiva, no puedo nunca volver atrás, puedo bloquear el envejecimiento”, recuerda Lazzari. “Hay muchas obras de plástico, a menudo no nos damos cuenta y casi seguro que tienen problemas, porque no pueden no tenerlos”, indica el investigador. “Las primeras obras de plástico de antes de la Segunda Guerra Mundial prácticamente no existen, están completamente destruidas”.
“Cuando se hizo el traje de Armstrong”, recuerda Gómez-Tejedor, “el equipo colocó aquellas capas de protección de polímeros pensando en la resistencia y las condiciones en el espacio, para un fin muy concreto y muy poco tiempo, no se plantea que ese traje tiene que durar cien años”. Muchos de estos componentes, explica, empiezan a desligar y se empiezan a degradar porque no se hacen con la intención de durar, es el mismo problema de las películas que hubo que cambiar de formato y las fotografías que se desvanecen. Como paradoja, los mismo plásticos que amenazan la salud del planeta porque tardan siglos en desaparecer, cambian de forma en pocos años y arruinan aquello que contribuyeron a construir. “La industria intenta fabricar plásticos que aguanten, pero también necesita que sean biodegradables”, concluye Lazzari. “Son dos necesidades diferentes y la industria debería dar una solución a los dos problemas”.