En el año 1934 el entomólogo francés Antoine Magnan y su ayudante André Sainte-Lague realizaron una serie de cálculos aerodinámicos y llegaron a la conclusión de que los abejorros no podían volar. Es más, de acuerdo con su modelo basado en el estudio de cómo vuelan los aeroplanos, el vuelo de los insectos era sencillamente “imposible”. Este episodio se suele poner como ejemplo de uno de los errores más frecuentes en ciencia, el que se produce cuando el investigador confunde su modelo con la realidad. Los fenómenos que se estudian son a menudo tan complejos, y dependen de tantas variables, que los investigadores deben aplicar necesariamente modelos reduccionistas para su explicación. Y cuando por fin consiguen que funcione, están tan contentos con su “juguete” explicativo que no pueden concebir que la realidad no obedezca a sus principios. Este reduccionismo es frecuente en todos los ámbitos de la ciencia, hasta el punto de que entre los físicos, por ejemplo, tienen su propio chiste sobre cómo arreglar los problemas de una granja siempre y cuando esté ocupada por vacas esféricas en el vacío.
En los últimos meses algunas de las contradicciones científicas que se han producido durante la pandemia responden a las prisas por intentar encontrar soluciones, pero otras tienen el sello de esos acontecimientos que desbordan a los modelos y a los científicos que se aferran a ellos. Vimos un amago de esto cuando en los primeros días se negaba que los síntomas como la anosmia y la ageusia fueran característicos de la covid (porque no se habían visto en China), cuando el ilustre John Ioannidis dijo que, según sus tablas, la pandemia no era para tanto, y cuando la OMS mantuvo durante meses que no había necesidad de mascarillas porque la gente no las iba a saber utilizar y no había suficiente evidencia. Y acabamos de vivir una nueva entrega con la información confusa anunciada por una portavoz de la OMS sobre el papel de los asintomáticos en el contagio.
¿No vieron venir la pandemia?
Al margen de estas cuestiones filosóficas, lo que se pregunta el público en general y lo que toca responder es si se pudo predecir la llegada de la pandemia. Independientemente de los políticos que se tiran piedras a la cabeza, hay gente razonable analizando lo que sucedió y lo que se puede mejorar. Una buena parte de los especialistas coincide en que el principal problema fue analizar esta nueva enfermedad con los datos que habíamos obtenido con sus dos precedentes anteriores, el SARS y el MERS, más letales pero también mas fácilmente detectables con el trazado de casos. “Hemos aceptado que se trataba de un brote de coronavirus parecido a los anteriores, hemos pensado que se limitaría a China y que afectaría muy poco en países occidentales.”, aseguró este martes en el Congreso de los Diputados Emilio Bouza, fundador de la Sociedad Española de Microbiología Clínica y Enfermedades Infecciosas. “No sé si lo ha pensado todo el mundo, pero sí casi todo el mundo. De manera que es un ‘mea culpa’ que todos, como miembros del sistema sanitario, creo que debemos de entonar”. Entre otras reflexiones lúcidas, Bouza señaló que nuestra estrategia nacional para este tipo de situaciones estaba inspirada en lo que pasó con el ébola y que habíamos “sobrevalorado nuestra capacidad de controlar un brote”, lo que nos llevó a perder un tiempo precioso, de mínimo diez días.
“Nuestra estrategia nacional para este tipo de situaciones estaba inspirada en lo que pasó con el ébola”
De aquellos diez días, los últimos de febrero y primeros de marzo, a cada uno se nos han quedado en la memoria pequeños fragmentos de la realidad, de aquel nerviosismo colectivo en el que tratábamos de convencernos de que no iba a pasar lo peor. Yo recuerdo particularmente una rueda de prensa en la que el coordinador del CCAES, Fernando Simón, explicó los posibles escenarios que se avecinaban en caso de que los pocos casos que había en España de coronavirus se descontrolaran. Era el 27 de febrero y Simón recordó que estábamos en un escenario de contención y que en caso de que fuera mal pasaríamos a un escenario 2, de mitigación. Y el “caso muy hipotético” de que aquello también fallara y se produjera el escenario 3, de “transmisión generalizada”, le parecía tan lejano que le dio pereza (o vértigo) explicar lo que había que hacer porque aquello ya era, dijo, “de perdidos al río”.
Aquel mismo día 27, mientras Simón se mostraba seguro de su modelo, se detectó en el hospital de Torrejón de Ardoz, en Madrid, el primer caso de contagio que disparó las alarmas entre los sanitarios. Un paciente de 77 años que llevaba ingresado desde el día 15 y “que no había viajado y no había tenido vínculo epidemiológico con otros casos”, según el informe que pasaron el 9 de marzo los epidemiólogos de la Dirección General de Salud Pública. Aquel documento, que fue el que llevó a la Comunidad de Madrid a cerrar los colegios y empezar a cambiar el chip sobre lo que estaba pasando en la semana en que se precipitaron los acontecimientos, también hacía una proyección epidemiológica en función de los datos de contagio: calculaban que en 90 días habría en Madrid alrededor de 10000 casos y cerca de 500 fallecidos. Empezaban a atisbar la gravedad de la pandemia, pero aún se quedaban lejos de calibrar la magnitud de lo que se estaba gestando.
A Simón le dio pereza (o vértigo) explicar el escenario 3 porque aquello ya era, dijo, “de perdidos al río”
Por la conversaciones y entrevistas que tuve con virólogos y epidemiólogos aquellos días estoy convencido de que estaban hablando con absoluta sinceridad y que no vieron venir la pandemia. Cuando les preguntaba si estábamos subestimando la enfermedad, alguno de aquellos expertos me contestaba visiblemente contrariado por sugerir semejante escenario. Recuerdo que una de las mayores especialistas en gripe del país me dijo que la salud pública estaba actuando en España “de una manera brillante” y que la situación no era “para alarmarse”, incluso si el virus se transmitía en fase asintomática. “Solo hace falta saber cómo funcionan los virus respiratorios”, me dijo muy segura de su modelo y sus previsiones. Unos días antes, un médico muy relevante del que prefiero no dar el nombre porque fue una conversación privada, me dijo que la OMS estaba exagerando y que aquello le recordaba mucho a lo que había pasado en 2009 con la gripe porcina y el famoso tejemaneje del Tamiflú (ahora veo a este médico por las televisiones dando consejos sobre la pandemia, con otra actitud más humilde, por fortuna).
Aprender de los errores
Aunque a muchas personas les parezca decepcionante que los científicos se hayan equivocado, toca explicar que en realidad así funciona la ciencia y que no es la primera vez que sucede. Si bien sabemos que una sola observación discrepante o varias de ellas no bastan para poner en duda todo un modelo teórico, en general existe un sesgo que lleva a mantenerlos inamovibles. En una de sus muchas reflexiones brillantes, el premio Nobel de Física Richard Feynman recordaba la tendencia de los científicos a no alejarse demasiado del resultado que esperan obtener, porque trabajan teniendo como referencia el modelo que todos han aceptado. Y ponía el ejemplo del cálculo de la carga de un electrón por Robert Millikan, que obtuvo un valor inexacto que no fue corregido hasta mucho después, aunque cada nuevo investigador iba moviendo el valor al alza respecto al anterior. “¿Por qué no descubrieron inmediatamente que el valor era más alto?”, cuestionaba Feynman. “Esta historia es algo que avergüenza a los científicos porque es claro que hacían cosas como ésta: cuando obtenían un valor mucho mayor que el de Millikan, pensaban que debía haber algún error, y buscaban y encontraban una razón para explicar el error. Cuando obtenían un número cercano al valor de Millikan no examinaban a fondo el resultado. Y así descartaban valores demasiado alejados y hacían otras cosas similares”.
“Los científicos nos equivocamos el 99% de las veces, pero estos errores son muy relevantes"
Sobre estas discrepancias entre modelo y realidad hablo a menudo con mi amigo el neurocientífico Luis Martínez Otero, que lleva años intentando poner en práctica una ciencia que mida los fenómenos en el mundo real y no en el laboratorio, donde todos estos sesgos de observación se multiplican. Este tipo de errores se conocen bien, pero conocerlos no basta para no caer en ellos, e incluso es más probable que uno caiga cuanto más experiencia tiene en un campo de investigación y más autoridad le conceden los otros. Porque si uno ha probado su modelo predictivo con éxito tantos años, más difícil es que se dé cuenta de la posibilidad de estar viendo algo que se desvía. “Esto es terrible, porque hacemos una autocensura de los datos que se alejan de lo que nos dice un modelo”, me cuenta. Luis cree que el problema es que el relato oficial de la ciencia es un relato sobre éxitos, cuando lo más relevante y lo que nunca contamos son los fracasos. Como dice el brillante y conocido investigador del cáncer Joan Massagué, “los científicos nos equivocamos el 99% de las veces, pero estos errores son muy relevantes, y son siempre muy relevantes a posteriori”.
Como ejemplo de esta tendencia, Martínez Otero recuerda un caso de un familiar que tuvo un caso de salud muy grave y tuvieron que ir de médico en médico hasta que el octavo de los especialistas dio con lo que tenía. “Ahora estaréis pensando que por fin habéis dado con el médico inteligente”, les dijo. “En realidad habéis dado con el octavo médico que ha visto lo que han hecho y en qué han fallado los otros siete”, sentenció. Como la ciencia está basada en el relato de los éxitos, y la no publicación de los errores, al final perdemos la oportunidad de aprender de los anteriores. “Más que el registro de los aciertos”, concluye Luis, “es mucho más informativa la historia de los errores”.
“Pensamos que no iba a pasar”
En el caso de la pandemia, el modelo epidemiológico para analizar lo que venía estaba ajustado para un tipo de patógeno de mayor letalidad y más fácil de seguir por los rastreadores. El hecho de que el SARS fuera contagioso en la fase sintomática y que se hubiera podido controlar con relativa facilidad a pesar de su mortalidad, quizá nos hizo bajar la guardia. “Perdimos un tiempo precioso, un mínimo de diez días”, dice Bouza y sus palabras resuenan en mi cabeza, porque en aquellos diez días sucedieron muchas cosas. Ahora sabemos que los médicos de primaria recibían centenares de casos con síntomas compatibles con la covid y no podían hacer las pruebas PCR porque debía autorizarla el ministerio y solo se contemplaba para casos relacionados con brotes confirmados, si el paciente venía de China o Italia. Mientras se miraban los datos del modelo diseñado para cazar al SARS 1, el nuevo virus se iba colando por las rendijas del sistema como un ninja que revela su presencia cuando ya es demasiado tarde. “No nos hemos querido creer que iba a ser tan devastador, no nos hemos querido creer que íbamos a estar tan poco preparados desde el punto de vista sanitario”, señalaba la viróloga Ana Fernández Sesma en una reciente entrevista. “Tenemos un sistema de salud que controlaba muy bien los patógenos con los que normalmente entramos en contacto, pero no nos hemos preparado para una cosa de este calibre porque pensamos que no iba a pasar”.
“No inviertes en quitanieves si resulta que nieva una vez cada siglo”
Otra de las cosas que apuntaba Fernández Sesma era la falta de planes y medios para una situación que, a diferencia de los países orientales, España no había vivido con la misma frecuencia. Y lo comparaba con tener una máquina quitanieves en una ciudad del sur, donde nunca piensas que te va a colapsar una nevada. “No inviertes el dinero del ayuntamiento en comprar quitanieves, si resulta que nieva una vez cada siglo”, explicaba. La tentación de comparar la epidemiología con la meteorología es grande, porque ambas ciencias estudian fenómenos complejos y muy cambiantes en función de muchas variables. Durante mucho tiempo, anticiparse a las tormentas parecía una tarea imposible, pero se consiguió con grandes esfuerzos y colocando estaciones meteorológicas y profesionales en todas partes, además de refinar y contrastar todos los modelos. La epidemiología es una ciencia con una tradición igual de antigua, pero se me ocurre que la inversión en recursos no ha sido paralela. Tal vez para el tiempo que viene debamos hacer un esfuerzo similar para las epidemias y reforzar la salud pública para evitar que los próximos patógenos nos pillen desprevenidos.
Incluso entonces, aunque tengamos el mejor de los modelos posibles, el hecho de no prever todas las opciones nos puede condenar a equivocarnos. Durante el desembarco de Normandía, cuyo aniversario acabamos de celebrar hace unos días, los aliados hicieron todo tipo de predicciones meteorológicas para encontrar la mejor fecha para atacar con luna llena y buen tiempo. En medio de las inestabilidades tormentosas de aquellos días, que despistaron a los nazis, los aliados encontraron una oportunidad el día 6 de junio y la aprovecharon. El meteorólogo alemán, Heinz Lettau, era tan brillante como los estadounidenses y británicos, y manejaba los mismos modelos. Pero estimó que en el mejor de los escenarios los aliados nunca atacarían con vientos de fuerza 4. Se equivocó al valorar los escenarios.
Después de esta batalla, a los españoles nos ha quedado una conversación pendiente con Fernando Simón
Después de esta batalla, a muchos españoles nos ha quedado una conversación pendiente con Fernando Simón. Entre quienes lo aman y quienes lo quieren enviar a prisión, yo creo que es un sabio con claroscuros, que quizá no dudó lo suficiente precisamente por tener tanta experiencia en brotes epidémicos anteriores. Y los errores que cometió no son diferentes a los que cometieron los expertos de otros países y a los que han cometido otros científicos antes, cuando la complejidad del mundo real ha desbordado sus modelos. Quizá me equivoque, pero viendo ahora sus ruedas de prensa de febrero creo que tenía un esquema en la cabeza y creyó que el coronavirus nunca lanzaría “un ataque con vientos de fuerza 4”. Aplicó los manuales y la realidad superó las predicciones con un resultado terrible. Después, tuvo al menos la valentía de redirigir el barco y conducirlo a un lugar más seguro. Espero que un día reúna las fuerzas necesarias y nos cuente todo esto con claridad y transparencia, algo que no siempre ha estado encima de la mesa durante esta crisis. Cuando acabe su trabajo, ya habrá tiempo de hablar de responsabilidades, modelos y, si me apuran, hasta del vuelo de los abejorros.