Los museos del Reino Unido, Alemania, Francia, Países Bajos y Rumania no dan abasto; del subsuelo afloran sin cesar espadas, dagas, brazaletes, collares, pendientes, hachas, diademas y lingotes de oro y bronce. Son los vestigios de la frenética acumulación de objetos preciosos ocurrida entre los siglos XV y VII a. C., bienes de los que nuestros antepasados luego se deshacían enterrándolos o arrojándolos a lagos y ríos.
¿Cuál era el sentido de esta desconcertante costumbre? Los arqueólogos barajan variadas hipótesis acerca del significado de los fascinantes hallazgos que están cambiando nuestra visión de la prehistoria europea.
<>Remontémonos a la Edad de Bronce, el tiempo de la orfebrería del oro y la metalurgia de la aleación de cobre y estaño. Estos metales, que permitían modelar formas sofisticadas, dinamizan los centros urbanos y las redes comerciales, y propician el surgimiento de élites ávidas de adornos para carros y caballos, polainas, cascos, cuencos, alfileres y espadas.
Nuestros antepasados acumulaban objetos preciosos de los que luego enterraban o arrojaban a lagos y ríos
De ese período data el impresionante tesoro de Villena, una vajilla de 59 artículos de oro, plata, ámbar e hierro descubierta en 1963 y expuesta en el museo de esa localidad alicantina. También el de Eberswalde: 81 objetos de oro hallados dentro de una vasija al norte de Berlín en 1913, actualmente en el Museo ruso del Ermitage, adonde fueron llevados como botín de guerra. La lista de hallazgos es demasiado larga para resumirla en este reportaje.
Esos enterramientos llevados a cabo por familias y clanes no guardan relación con los ajuares funerarios, y se les denomina ‘depósitos comunitarios’. Algunos constan de unas pocas piezas; otros están formados por más de 6.500, como el hallado en Isleham (Inglaterra) en 1959. A veces se componen de adornos, joyas, monedas, lingotes; en ocasiones, de armas, obras de arte y herramientas; y abarcan desde utensilios prácticos a artículos destruidos a posta.
foto Villena
Se diseminan a lo largo y ancho de Europa, en lugares deshabitados, concentrados en la zona del Danubio y en el valle del Loira. En la península ibérica los encontramos en las proximidades de las costas atlánticas, tanto en la región de Huelva como en Galicia, indica a Sinc Gabriel García Atienzar, prehistoriador de la Universidad de Alicante. “Se localizan en zonas de paso: vados, cruces de ríos, desembocaduras”, precisa Eduardo Galán, conservador del Museo Arqueológico Nacional, “o al lado de montículos o en zonas de relieve llamativo”.
Una armería en el lecho del río
Muchos eran lanzados al agua sin intención de recuperarlos. “Esos pueblos poseían un concepto especial del paisaje y de la naturaleza, y conferían un valor sagrado a los arroyos y estuarios”, explica Galán a Sinc. Por esa razón, “los lechos del Támesis, el Sena y el Loira están sembrados de espadas, dagas y escudos”, añade. Del Guadalquivir y el río Ulla también se extrajeron armas. “En 1923, en la ría de Huelva se rescataron 400 piezas –apunta el conservador–. Los hallazgos ocurren cuando se draga un cauce o se vacía durante la construcción de una presa”.
Holanda e Inglaterra destacan por el número de afloramientos registrados. Solo en el segundo país se producen entre 30 y 40 descubrimientos anuales, estima Neil Wilkin, el conservador de la colección de la Edad de Bronce del Museo Británico. Algunos son tan espectaculares como el de Langton Matravers: 373 hachas forjadas en el siglo VI a. C.; o el de Malherbe (Kent), integrado por 352 objetos del siglo IX a. C.
Muchos aficionados peinan las islas británicas y los Países Bajos con sus detectores de metales, pero en España está prohibido
En septiembre de 2016, en Lancashire, se encontró un conjunto de puntas de lanza, hachas, brazaletes, pulseras y otros ornamentos enterrado presuntamente por una comunidad de agricultores. Y solo dos meses después, el Britih Museum persentaba en sociedad una espectacular torques de oro, un collar rígido de enormes dimensiones que un buscador de metales había desenterrado en Cambridgeshire.
En su mayoría, dichos descubrimientos corren por cuenta de aficionados que peinan las islas británicas y los Países Bajos con sus detectores de metales. “La iniciativa privada tiene respaldo legal en esas naciones –explica García Atienzar–. Afortunadamente los buscadores son personas formadas, de buena voluntad, que cuidan los hallazgos y enseguida los comunican a las autoridades”.
En España, por el contrario, el Estado detenta el monopolio de las excavaciones y prohíbe a los particulares el uso de detectores con propósitos arqueológicos.
foto espadas
Pero la prohibición es burlada a menudo. En Celtiberia abundaban las minas de cobre, oro y plata en el sur, y de estaño en el noroeste, el origen de un patrimonio muy tentador para los saqueadores. Recientemente, un brazalete áureo del Algarve se subastó en Christie's por 600.000 euros. “Hay joyas de hasta dos kilos de oro puro, como la torques de Sagrajas”, ejemplifica Galán. “Se trata de bienes más difíciles de proteger que una necrópolis o una ciudad amurallada, por lo que apenas conocemos una pequeña parte de lo exhumado”, se lamenta.
Estrategia antiinflacionaria
¿Por qué razón tantas generaciones de antiguos europeos se afanaron por esconder sus activos metálicos? “Un tesoro de cien cabezas de hachas de bronce representaba una enorme riqueza en una época en la que existía una gran demanda de metal para fabricar armas y herramientas”, comenta Galán. Es difícil comprender por qué se desprendían de semejantes fortunas.
Una hipótesis lo atribuye a fines utilitarios. La tierra era vista como la mejor caja fuerte, los ricos le confiaban sus bienes, los comerciantes enterraban las piezas que más tarde distribuirían entre sus clientes, los fundidores escondían chatarra para su reciclado. Las circunstancias les impidieron recuperarlos y permanecieron en el subsuelo hasta nuestros días.
Pero eso no explica los tesoros arrojados al agua y otros ocultamientos sin utilidad concreta. Aquí entran en juego interpretaciones más complejas. “Algunos tenían una intención ritual: retornar a la tierra los metales arrancados de su seno; otros eran sacrificios a los dioses”, sostiene Wilkin. “Los depósitos subacuáticos eran posiblemente ofrendas votivas”, conjetura Galán.
En la leyenda del rey Arturo, apunta el arqueólogo británico Richard Bradley, “Excalibur debe entregarse a las aguas para que sus poderes especiales se extingan al morir Arturo”. Una suerte similar corre el oro de los Nibelungos, que acaba en el fondo del Rin: “Iba a ser la dote de Krimilda, y hubiera jugado un papel en el ciclo de intercambio de regalos típico de la sociedad heroica”, añade. “No había intención de sacarlo de circulación permanentemente, y sin embargo establece la misma conexión entre la riqueza y el agua”.
Ante la incesante producción de metales preciosos, quizá las élites retiraban una parte de la circulación para controlar su valor
En el fondo se perfila otra razón más o menos consciente. Bradley defiende la hipótesis de un despilfarro institucional a la manera del potlatch, la destrucción ceremonial de riquezas practicada por los indios norteamericanos.
En la Edad del Bronce, argumenta, la incesante producción y acumulación de metales preciosos generaba una espiral inflacionaria que obligaba periódicamente a retirar una parte de la circulación. ¿Cómo? Sepultándolos en las tumbas, ofrendándolos a las divinidades u ocultándolos bajo tierra. Con este proceder las élites mataban dos pájaros de un tiro: evitaban la depreciación del metal cuyo flujo controlaban, a la vez que se prestigiaban a ojos de sus congéneres mostrándose desprendidas y dadivosas.
Esas especulaciones cobran sentido en tiempos donde los metales cumplían funciones simbólicas que trascendían su utilidad práctica. Testimonio de las primeras desigualdades sociales, eran insignias de jerarquía cargadas de connotaciones místicas.
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Al oro, en concreto, se le consideraba una sustancia más sobrenatural que económica. Su aura portentosa se contagiaba a los objetos metálicos: la fuente de los mitos de espadas invencibles, cálices milagrosos, martillos divinos y demás artilugios fantásticos, presididos por la figura casi mágica del herrero. “Es probable que muchas de esas teorías sean relevantes y que ningún factor individual explique la formación de tesoros en la Edad del Bronce”, recapitula Wilkin.
El nacimiento del lujo europeo
Los europeos continuaron depositando bronce y oro hasta los comienzos de la Edad de Hierro y dejaron de hacerlo hacia los siglos VII y VI a. C. En el norte de Europa, más aislada, los vikingos mantuvieron la práctica en vigor hasta bien entrado el medievo, apunta Galán.
¿Por qué desapareció? Una causa probable fue la abundancia de hierro, que dificultaba el control de su producción y circulación, explica García Atienzar. Como consecuencia, los metales en su conjunto perdieron parte de su valor y sus connotaciones mágicas y prestigiosas. Otra razón estriba en la formación de estructuras estatales que canalizaron los excedentes metálicos a los grandes mausoleos y templos. En Escandinavia, la difusión del cristianismo posiblemente dio la puntilla a una costumbre juzgada pagana.
La Europa que vio el nacimiento del lujo pervive en leyendas de tesoros custodiados por dragones y duendes
Quizás el enigma lo aclaren las punteras técnicas de análisis químico. “Con su aplicación podemos obtener la ‘huella dactilar’ de cada objeto y así seguir el rastro de la materia prima hasta su origen y reconstruir sus redes de distribución e intercambio”, detalla el especialista de Alicante. Los datos del contexto también son reveladores: el entorno de los hallazgos, su posible simbolismo, las formas de su disposición o la clase de objetos elegidos “nos aproximan a una comprensión más matizada del comportamiento de los pueblos del pasado, tan complejos y difíciles de entender como lo somos nosotros”, reflexiona Wilkin.
Junto con las tumbas, los tesoros constituyen la mayor fuente de conocimiento sobre esa fase de la protohistoria de nuestro continente. Su estudio va trazando el panorama de una Europa salpicada de minas, depósitos metálicos, megalitos y túmulos, integrada en una incipiente economía global a través de rutas por donde los caballos acarreaban mercancías y regalos diplomáticos. Una Europa testigo del nacimiento del lujo y de un estilo decorativo de líneas onduladas dirigido a las élites ostentosas, apunta el historiador danés Kristian Kristiansen.
Ese mundo pervive en el legado arqueológico que aflora y en sus huellas impresas en el folklore. Lo vemos en las leyendas sobre riquezas custodiadas por dragones y duendes –como Alberich de los nibelungos o los enanos de Blancanieves– y tesoros morunos, porque “en el imaginario popular los moros representan el pasado remoto”, aclara Galán.
Materia prima de ficciones como la saga de J. R. Tolkien y sus anillos, el acervo de la Edad de Bronce sigue alimentando nuestra fantasía así como los sueños de quienes, mientras usted, lector, termina este reportaje, barren Europa con sus detectores en pos de la olla de oro al final del arco iris.
* Pablo Francescutti es sociólogo, profesor e investigador en el Grupo de Estudios Avanzados de Comunicación de la Universidad Rey Juan Carlos (URJC) y miembro del Grupo de Estudios de Semiótica de la Cultura (GESC).