Lo que no vemos, no existe. Quizá sea un poco exagerado, pero por algo se dice “ver para creer”. Ha tenido que llegar el humo a Sao Paulo y oscurecer el cielo de la ciudad a las tres de la tarde el pasado 20 de agosto para creernos que el Amazonas se está quemando más de la cuenta en esta temporada de 2019.
Pero lo más grave no se ve. Hay muchos y muy importantes efectos de estos incendios. Las consecuencias no se reducen a las llamas y los árboles calcinados que aparecen en las fotos. Nadie puede ver a simple vista un proceso ecológico, del mismo modo que nadie puede observar el río más grande del planeta sin elevarse lo suficiente.
Pero el río más grande del planeta es en realidad invisible; es el río formado por la suma de las columnas de agua que cada árbol amazónico extrae del suelo y transporta a la atmósfera. Es otro río que no se ve, pero su estado influye profundamente en la salud del planeta y en nuestro propio bienestar.
Ese río invisible se genera gracias a la transpiración de billones de árboles. Cada uno de ellos moviliza hasta una tonelada de agua diariamente. Este fenómeno da lugar a un clima regional único, evita que la región sur de Brasil, Uruguay, Paraguay y norte de Argentina se conviertan en desierto y regula el clima de toda la Tierra.
Imagen de satélite que muestra varios incendios en los estados brasileños de Rondônia, Amazonas, Pará y Mato Grosso (11 y 13 de agosto de 2019). NASA Goddard Space Flight Center/Flickr, CC BY
Vandalismo con consecuencias globales
Los incendios, provocados para deforestar, son la forma más rudimentaria, destructiva y barata de abrirse paso en el bosque. Se provocan a gran escala en todas las regiones tropicales del mundo, pero en el Amazonas se han batido récords este agosto.
Aunque la cautela científica sugiere que aún es pronto para afirmarlo con certeza, dos de estos récords resultan incuestionables: - El número de focos de incendio, con más de 75 000 (se contaban 2 500 activos en el momento de escribir este artículo). - La extensión afectada: más de 3 000 kilómetros cuadrados, el triple de lo que se ha quemado otros años.
Y la temporada de incendios continúa oficialmente hasta finales de septiembre, así que las cifras pueden aumentar.
Espesor óptico de aerosoles medidos a 550 nm en América del Sur, como estimador del humo de los incendios.
A la hora de buscar culpables, difícilmente se puede señalar a una sequía inusualmente severa. La de este año es normal. Más bien floja. El fenómeno de El Niño, que se asocia con los incendios más importantes en esta región, ha sido débil en el 2019. El hecho de que los focos se localicen principalmente en la periferia de las grandes masas boscosas termina de confirmar el origen humano de las llamas.
Quemar el bosque supone no solo eliminar los árboles, sino también destruir la fertilidad del suelo y eliminar miles de especies de animales, plantas, hongos y bacterias que cumplen una función biológica esencial. De hecho, todos estos organismos mejorarían el rendimiento de las plantaciones y pastos ganaderos que pudieran cultivarse tras el incendio.
Prender fuego a todo eso es un acto de vandalismo. Y al igual que un vándalo que destruya el mobiliario urbano se queda sin un banco para sentarse, quienes queman el bosque se quedan sin funciones ecológicas clave que permitirían una producción más elevada y una mayor resiliencia ante perturbaciones, sean naturales o no.
Dada la magnitud de los incendios de los que hablamos y la contribución del Amazonas a los grandes ciclos globales, como el del carbono, el oxígeno y el agua, es un vandalismo de consecuencias planetarias. No en vano, el Amazonas produce la quinta parte del oxígeno que respiramos y captura la quinta parte del CO₂ que emitimos. Por el río Amazonas circula la quinta parte de las reservas mundiales de agua dulce.
Cambios en el bosque y en el clima
Incendios, Amazonas, clima y CO₂. Estos cuatro conceptos están estrechamente ligados. Los incendios cambian el bosque amazónico y la destrucción de este bosque modifica el clima. Los incendios emiten a la atmósfera el carbono almacenado durante largo tiempo en los árboles y en el suelo, favoreciendo el calentamiento global. Además, la desaparición de los árboles disminuye la capacidad de secuestrar el carbono por fotosíntesis, con lo que perdemos eficacia para mitigar este calentamiento global.
La deforestación generada por los incendios hace que llegue más radiación a las capas bajas del bosque. Como consecuencia, el suelo se seca, cambian las comunidades de animales y plantas y se produce menos transpiración. Se genera así un nuevo clima local debido a la deforestación que cambia a su vez el bosque.
El nuevo bosque afectado por los incendios transpira menos, mueve menos agua, produce menos compuestos volátiles que favorecen la lluvia en la atmósfera. Con todo ello, se genera un ciclo sin control que lleva al avance de la sabana donde antes había bosques. Este bosque alterado crece menos y, por tanto, fija menos carbono.
Ya se tienen evidencias de que la productividad del bosque amazónico y, por tanto, su fijación del carbono atmosférico, se han reducido a la mitad en los últimos treinta años. Varios estudios demuestran un importante avance de la sabana a expensas del bosque amazónico: en sesenta años se ha perdido ya la quinta parte de este bosque. Y este 2019 va a contribuir más de lo normal a esta tendencia negativa.
Productividad primaria bruta (GPP, a) y neta (NPP, b) de los ecosistemas terrestres, estimada en gramos de carbono por metro cuadrado y año para el periodo 2011-2013. Puede observarse la inmensa contribución del bosque amazónico a la productividad global del planeta. La productividad neta es algo inferior debido a las altas tasas de respiración, pero es igualmente notable. Adaptado de Malavelle et al., 2019/ Atmos. Chem. Phys, CC BY
El Acuerdo de París y la Agenda 2030
La recuperación del bosque amazónico es lenta y, en ciertas situaciones, el paso a la sabana es irreversible. Así que, incluso en el mejor escenario de prevención de incendios y de conservación de los bosques existentes, tardaremos décadas en recuperar la función ecológica que se ha perdido en las últimas semanas y, con ello, una parte de la capacidad del Amazonas de mitigar el cambio climático y regular el clima regional y planetario.
Va a ser más difícil cumplir con el Acuerdo de París y la Agenda 2030 de los Objetivos de Desarrollo Sostenible. Hicimos los cálculos contando con un CO₂ almacenado en el Amazonas que estos incendios han puesto ya en la atmósfera. Hicimos los cálculos contando con un bosque amazónico grande y sano que fuera capaz de captar mucho CO₂ durante los próximos años.
Ahora, hay que rehacer esos cálculos. Y tocará hacer encaje de bolillos con nuestras emisiones. Si ya nos tocaba reducirlas mucho, y no parecía fácil, ahora toca reducirlas aún más si no queremos pasar de la barrera de los dos grados de calentamiento establecida como límite de seguridad en el Acuerdo de París. Cumplir la Agenda 2030 se nos va a hacer cuesta arriba con este colosal incendio que devasta un ecosistema que cada año funciona un poco peor.
El incendio en abril de la catedral parisina de Notre Dame nos tuvo a todos en vilo. Nos apenó tanto que en pocas horas se organizaron donaciones y todo tipo de acciones que revelaban el poder de las imágenes del fuego para despertar conciencias. Los fuegos en el Amazonas nos quedan lejanos, se ven poco. De hecho, la vegetación tan húmeda quema mal y se ve más el humo que el fuego. Pero lo realmente preocupante es todo lo que estos incendios amenazan. Y eso no se ve.
Fernando Valladares, Profesor de Investigación en el Departamento de Biogeografía y Cambio Global, Museo Nacional de Ciencias Naturales (MNCN-CSIC)
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.