Crecer en un país que idolatra el baseball dilata cualquier enamoramiento futbolero a primera vista. Crecí con la Lega Calcio, ¡ay!, el eterno Totti de la Roma; con el Batistuta de mis amores, el Redondo que igual brillaba albiceleste o merengue, el Vieri bestia que nunca imaginamos que terminaría así. Crecí con el Andrés Escobar que se ganó un balazo en la cabeza por el autogol ante Estados Unidos que dejó a Colombia fuera de la Copa del Mundo en 1994. También con el Zidane que se desnucó en aquel cabezazo que nunca pude creer o la eterna Vinotinto que jamás consiguió clasificarse en un mundial...
¡Ah, el fútbol..! Esa religión que todo lo celebra y exagera (hasta la derrota) y cuya basílica es el bar cutre alfombrado con alitas de pollo y escupitajos
Crecí con todo aquello atragantado, pero diez años atrás estaba muy lejos de ser la humanista del fuera de juego y el Fifa de la PlayStation. Había sido hasta ese momento lo que en mi ciudad se llamaba una jevita (dícese de la niña pija), no la hooligan que desqueda porque -¡coño!- dan el fútbol hoy. Si algo nos distingue a los desterrados –se puede perder una patria habitándola- es el hecho de que asumimos como propias banderas que no hacen daño a nadie: la música, los libros, el alcohol, los contenedores (para patearlos), lo que se esnifa y lo que no se esnifa. Pero si hay una, una sola cosa que abracé como una ciudadanía, fue el fútbol. ¡Ah, el fútbol..! Esa religión que todo lo celebra y exagera (hasta la derrota) y cuya basílica es el bar cutre alfombrado con alitas de pollo y escupitajos. Una religión que, como todo credo, devino en negocio: indulgencias papales, pelotazos municipales. Pero eso –claro- es otro asunto.
Cuando llegué a España mi necesidad de una patria era urgente. Quería formar parte de los que ganaban, de una pandilla de héroes níveos e intocables. Quería apuntarme a una patria sin salpicaduras. Quería apuntarme a un bombardeo de orgullo. Entrar a un bar y sufrir por algo que no me traicionara. Por alguien que no sangrara -que no se desangrara-. Quería poner fin a la sequía de los afectos. El Real Madrid fue mi adopción ciudadana. Mi motivo para partirme la cara o reír con la cáscara de una pipa atravesada en el corazón.
En su libro Dios es redondo, el mexicano Juan Villoro explica el fútbol como aquello que ocurre a la vez “en la hierba y en la agitada conciencia” de quienes lo observan. Nadie mejor que Villoro para explicarlo. “El hombre en trance futbolístico recupera una porción de su infancia, el reino primigenio donde las hazañas tienen reglas pero dependen de caprichos y donde algunas veces, bajo una lluvia oblicua o un sol de justicia, alguien anota un gol como si matara un leopardo y enciende las antorchas de la tribu”. La misma a la que Nick Hornby da vida en su hincha del Arsenal en Fever Pitch. Yo era –yo soy- ese friki doliente.
Cuando llegué a España mi necesidad de una patria era urgente. Me hice hincha del Real Madrid una tarde de la temporada 2006/2007. Lo recuerdo perfectamente
Me hice hincha del Real Madrid una tarde de la temporada 2006/2007. Lo recuerdo perfectamente. Había bebido toda la cerveza que podía despachar cualquier sifón de un bareto del centro de Madrid e insistía inútilmente para que el amigo culé –mi gran y único colega- que me acompañaba no fuese a La Cibeles vestido con la camiseta blaugrana. Que nos iban a matar, le dije. Él se puso un jersey para tapar el asunto y yo la camiseta entusiasta de quien quiere que lo quieran.
El Madrid de Capello había conquistado una liga que aún no era la BBVA y el inmenso Beckham ponía pies en polvorosa hacia un retiro dorado en el camposanto del soccer. Aquel año descubrí al bruto Ramos –todavía estaba atascado el muchacho, pero apuntaba maneras brillantes en sus laterales desbocados- y me hice con el maestro Gutiérrez –Guti, claro- como el más potente de mis afectos –el taconazo, aquel memorable taconazo, a Benzemá en el 1-3 contra el Deportivo-. Tal llegó a ser –y sigue siendo- mi veneración por él que no soy capaz de tolerar que nadie vista su dorsal, aunque se llame Xabi Alonso. Ni hablar del Chicharito; aquello me dolió como un puntapié.
En estos diez años lo he celebrado y sufrido todo. He vivido gol a gol y derrota a derrota. He acudido a cada bar de Madrid, martes o miércoles y también sábado o domingo, para beber a solas –odio que me hablen cuando miro el fútbol- para presenciar las goleadas infringidas o recibidas. He visto la salida de Ramón Calderón. He visto a Robben llegar, marcharse y retoñar en el Bayern. He visto a Van Nisterooy pinchar y malograrse; al Roberto Carlos de piernas imposibles. He visto crecer –y desinflarse, apestado- al Pipita mío a quien nadie quiso nunca. He visto a CR7 -comenzó como CR9; la usurpación fue posterior-desaparecer en los paridos que importan y crecerse en los de solteros contra casados. Mi madridismo es como dice Ignacio Martínez de Pisón que son los asuntos familiares: los agravios nunca prescriben.
El dos-seis se me atragantó en el campo… recuerdo que me quedé en las gradas, vestida de blanco cual novia dolida. Recuerdo la manita aquella, el 5-0 de la temporada 2010/2011 que me abofeteó durante días. Ví al eterno capitán – quién si no Raúl- besar a una Diosa de concreto y también lo ví marcharse por la puerta de atrás con mezquindad y oprobio. I have seen things you people wouldn´t believe.
Cada una de las cosas que han ocurrido desde la llegada de Florentino Pérez a su segunda era galáctica han hecho lo que los clavos en la madera de un ataúd: doler
Alineé 23 botellines la noche de la décima –gracias Carletto- y di botes con adolescentes quinquis que nada tenían que ver conmigo; salté de pura euforia y alegría. Aquella noche vestía mi camiseta firmada por Guti –el maestro Gutiérrez-, que llegó a casa hecha un guiñapo de orgullo y cerveza. En estos diez años, el Real Madrid me ha dado más que cualquiera de los amores que me topé y arruiné.
En mi patria adoptiva el Real Madrid fue y ha sido lo más cercano a una pertenencia. Por eso cada una de las cosas que han ocurrido desde la llegada de Florentino Pérez a su segunda era galáctica han hecho lo que los clavos en la madera de un ataúd: doler. La silla eléctrica del banquillo ha visto pasar más nazarenos que la semana santa sevillana: Capello, Juande, Schuster, Pellegrini, Ancelotti, Mourinho… Mou, aquella guinda de un pastel que se derretía bajo el sol potente del marketing. Ni hablar de lo que el ladrillismo que nos ha vendido: a Benítez cual portento... cuando no era otra cosa que un consuelo que no consuela. Una solución que no soluciona.
Y porque la chulería es una forma de destrucción, de violentar un sentimiento, acudo a diario al bar a partirme la cara con un prensa deportiva que se parece más a un circo romano, con todo y su (Concha) Spina, que a una profesión. En dos platos: nada que se haga llamar Chiringuito puede ser bueno. Así que… venga Zizou o vuelva el luso, da igual: los afectos magullados descreen. Ha de ser por eso que el mío se infla como una hojuela de cereal remojada en tanta baba; un corazón apaleado de tanta violencia inofensiva. Florentino Pérez ha hecho con la camiseta del Real Madrid lo mismo que con el Castor: un abuso. Quite usted, por favor, sus sucias manos de mi madridismo. Y cuanto antes mejor.