Igual lo de este domingo el Atlético no se lo perdona nunca. Lo había tenido difícil para llegar hasta aquí, mucho, sin duda se trata de un milagro. Pero igualmente jamás lo había tenido tan fácil para agarrar la gloria. El título a tiro de una victoria, de un gol, de un último sprint. Y no la encontró en Levante, donde regaló además un tanto en contra. Y tampoco ante el Málaga en el Calderón, con el estadio lleno, donde también se enredó hasta apuñalarse en su propia portería. Incluso ese remate curvado final de Adrián que sacó Caballero con una mano imposible es de los que amenazan con guardarse de por vida en la memoria, de reproducirse cada cierto tiempo en el tormento de todos los atléticos. Inevitable no acudir al maleficio patológico del escudo. El alirón en la boca.
Simeone, a quien nadie consiguió sacar en todo el año de la mirada corta, del partido más cercano, se ha remontado esta vez a la primera jornada de Liga para encontrar un argumento con el que combatir el acento decaído de un grupo (aficionados y jugadores) afectado. Desde el minuto uno ante el Málaga esa gente se estaba poniendo en lo peor. Lo contaban sus caras. El Cholo pregona el juego directo, el fútbol por el camino más corto, pero el Atlético sólo sabe prosperar por el trayecto más largo. Subir y bajar de las nubes, sentir y sufrir. Es su ADN.
Así que el Atlético está otra vez ante una encrucijada histórica, de las que marcan la biografía de una camiseta y el alma de quienes la protegen. O el curso de su vida, para el que ya se preparaba hasta Neptuno, o la fatalidad de todos los tiempos. Lo tuvo todo a merced para pegarse un homenaje, pero se condenó a jugarse la bolsa y la vida en el Camp Nou frente a un rival que vive la curva contraria. Estaba cadáver, hasta dejó públicamente firmada su partida de defunción, y sin embargo los acontecimientos le han reanimado. Ya no hay término medio ni mérito que valga. O la felicidad infinita colchonera o la tristeza extrema. Contra dejar escapar este título no hay religión que encuentre consuelo.