La fiebre patriótica le duró al Madrid un verano. O a Florentino, para entendernos. La españolización del equipo y la apuesta decidida por la cantera duró lo que el simulacro de campaña electoral para prorrogar su presidencia, o de exposición del proyecto en aquella gira por los medios de hace un año. Por más que Nacho, Jesé y Morata fueron considerados obligatoriamente futbolistas del primer equipo y que el club se gastara más de setenta millones de euros en la contratación de Isco e Illarramendi, la tendencia anunciada nunca se concretó. El Madrid siguió siendo lo que era antes de la nueva declaración de intenciones, la suma de las individualidades más millonarias (Bale cumplió la máxima del galáctico por año) sin atender a la nacionalidad y el idioma, pero sí al mercado y al marketing. Así naufragó en la Liga y así campeonó en la Copa y la Champions. Al estilo Florentino.
Y en este curso, sin la necesidad de elaborar un programa político con el que desactivar el mal sabor y peor humor de la era Mourinho, el Madrid ha incidido en la teoría del despilfarro (el gasto no importa, porque los privilegios y los ingresos siempre son más), la ostentación y el gigantismo. Lo mejor y lo más caro del mercado, lo que ha dictado el Mundial, para casa. Ya nadie se acuerda de la bandera ni de la cantera: Morata, fuera; dentro Kroos y James Rodríguez. Da lo mismo, llegue el que llegue, es un madridista en potencia o ya lo era desde la cuna. Y el tirón y la expectación se desborda. Al menos en lo comercial la fórmula le sale todas las veces. James ha disparado la ilusión del madridismo y ha multiplicado por Colombia su ya enorme cuota de mercado.
No es el Madrid ni su forma de vivir o de gestionar lo que se discute. Sus errores, de haberlos, institucionalmente resbalan. No afectan ni arañan, por más desembolso para nada que representen. Es la elección de los damnificados, únicos culpables de su cantado destino, lo que queda en entredicho. Y en este caso otra vez todas las miradas apuntan a Isco, a quien las últimas incorporaciones degradan definitivamente a la condición de futbolista del montón. El carrito del pescado, lo llaman los castizos. El jugador español con más proyección de los últimos tiempos condenado a la inactividad de los suplentes. Ya se perdió un Mundial, su Mundial, por anteponer el dinero a su progresión. Y huele a condena su segundo ejercicio de blanco.
Con cien millones de euros a la derecha, otros 95 a la izquierda y 80 en la media punta, la línea de tres de intocables que va a jugar sí o sí, por merecimiento o por negocio, Isco no tiene sitio. Ni un agujero. Y vuelve a retumbar la frase que pronunció cuando, antes de firmar por el Bernabéu, aireaba su recelo: “Es una decisión muy importante para mi futuro y no quiero equivocarme. Tengo dudas porque quiero jugar, sea donde sea, y eso es lo más importante para mí. No quiero lamentar después el no gozar de minutos". Y eso es precisamente lo que le ha pasado y lo que le volverá a pasar. Que no va a parar de lamentarse. Escogió mal, rematadamente mal. Y el problema ahora es cómo conseguir escapar de tan mala elección personal. Porque un jugador sideral, aunque con la cuenta corriente llena, se está perdiendo.