La crisis siempre es una caída desde la cúspide, pues nada puede perder el que nada tiene. El Barcelona se había instalado en la arcadia feliz, una realidad en la que dominaban el mundo con mano de hierro y guante de seda. Su primacía era tan amplia y contundente que incluso habían cambiado la manera de ver el fútbol a muchos. Ya no valía algo que no fuese ese estilo, una encarnación del bien contra el mal, que era todo lo demás. Los niños no querían marcar gol, sino tener la posesión de inicio a fin del encuentro.
Aquel discurso era de una exigencia atroz. Nadie es capaz de vivir eternamente en su yo idealizado. El Barcelona, huelga decirlo, tampoco. Llegaría el día en el que los jugadores estuviesen más cansados, las filas menos prietas y el hambre se agotase. No hay equipo al que no le haya pasado. Cuentan que, en su día, Marco Van Basten terminó pidiéndole a Sacchi que se fuera a esparragar cuando éste, en medio de una comida, se le acercó para contarle detalles sobre los centrales del siguiente partido. No es que el genio holandés no quisiese ya ganar, sólo que los métodos que le habían hecho grande antes ya no le compensaban.
El Barcelona ha pasado por los estadios habituales de una buena crisis. Tocó la excelencia, empezó a desacelerar en el último año de Guardiola, se estancó en el de Tito y ahora tiene síntomas de que empieza a caer. Los cambios en el fútbol son bruscos y peligrosos, sobre todo si los resultados y el juego han ido siempre acompañados de un discurso un poco intransigente. Es difícil cambiar de parecer tan rápido sin quedar con el culo al aire.
Así, este domingo Busquets salió a los micrófonos y se le ocurrió decir que “si el árbitro no hace bien el trabajo cuesta un poco más”. Es el mismo Busquets que, hace poco más de un mes, tras ganar al Real Madrid, se atrevió a recordar que “cada vez que pierden, la excusa fácil es el árbitro”. Parece ser que es la excusa fácil para todos, sólo que algunos no están muy acostumbrados a la derrota. En poco más de un mes cambia el mundo y los discursos se llenan de herrumbre, quedan obsoletos en la nueva realidad.
Tata Martino, que no vivió los tiempos más altos, ha caído en un mundo que no puede comprender, le faltan antecedentes. Por eso cambia cada semana de discurso, buscando agradar, con poco éxito. El domingo tachaba a la prensa de resultadista, sin darse cuenta de que en realidad la brecha se había abierto mucho antes de la derrota. Porque las sospechas no aparecieron en Amsterdam, ni en Bilbao, sino bastante antes. Porque el gol de Muniain fue sólo el momento en el que algunos se cayeron del guindo.
Minguella, uno de esos hombres que parecen saberlo todo de la institución, se ha pasado un mes cerrando sus intervenciones en los medios con una coletilla que venía a decir que la paz se mantenía porque el equipo ganaba. El tumulto existía, pero era mudo gracias a las victorias. No eran los resultados, igual ni siquiera el juego, era otra cosa. Antes Martino decía que los debates eran ficticios y, mientras lo hacía, señalaba la clasificación de la Liga.
Ahora el Tata está desorientado. No sabe qué hacer con un equipo que ya no responde como un ejército, no sabe qué decir para que no se le suban a las barbas. No puede reclamar como propio el pasado, pues no es suyo, ni vender mucho el futuro, pues es incierto. No cuenta con Messi que, sorprendentemente, se recupera en Argentina; Xavi no está ni a un 30%, a Neymar le falta gol; Cesc es una sombra errante… y así hasta el final. Que puede ganar la Liga y todo lo que quiera, pues siempre hay espacio para crecer, pero la crisis, ese momento en el que el optimismo muere, ya está ahí.