La decisión de un juez instructor madrileño de meter por las bravas en la cárcel al antiguo presidente de Caja Madrid ha desencadenado una ola de comentarios que van desde el entusiasmo de algunos a la perplejidad de otros, pasando por escepticismo de no pocos. Ha sido un espasmo más de los que viene sufriendo una sociedad angustiada como la nuestra que, consciente de la orfandad institucional en la que vive, trata de hallar en una demostración de impotencia a los responsables de sus desgracias. En una crisis financiera como la que estamos viviendo, los banqueros o los antiguos administradores de cajas de ahorro se han convertido en el blanco de la hostilidad de una opinión pública que detesta las trapacerías cometidas por un puñado de ellos. Es algo innegable y no seremos nosotros los que pongamos en duda esa realidad anímica y social, pero en la defensa del valor de lo público y de las instituciones que conforman el Estado creemos que es a éste y a los organismos que de él dependen a los que corresponde dar respuesta clara y terminante a los problemas, denunciar las negligencias y condenar los abusos que nos han conducido hasta aquí. Nada sería más negativo que el Estado abdicara, como parece, de sus obligaciones y lo fiara todo a lo que, en su caso, decidiera resolver este o aquel juez.
Para nosotros es evidente que las decisiones de unos pocos administradores y altos ejecutivos de bancos y cajas de ahorro han causado un daño inmenso a millones de españoles, a esa legión de preferentistas, hipotecados, empleados que han perdido sus trabajos y empresas que han cerrado por falta de crédito. Junto a esa evidencia, es preciso insistir hasta la saciedad en el incumplimiento de sus obligaciones por parte de los organismos supervisores, básicamente el Banco de España y la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV), así como de los gobiernos que, como mínimo, permitieron durante años todo tipo de excesos en el sistema financiero, laissez-faire criminal culminado después con la falta de exigencia de responsabilidades a quienes ocuparon la dirección de tales organismos. Quienes ahora están en el Gobierno se han apresurado a correr un velo de silencio sobre el pasado y, salvo que un juez con arrestos o un poco loco –que de todo hay en la viña del Señor- decida tirar por la calle de en medio, no existe la menor posibilidad de que los culpables de lo ocurrido paguen sus culpas, lo que no contribuye sino a incrementar la sensación de que los poderes públicos se han convertido en cómplices y/o encubridores de aquellas prácticas bastardas.
Es tarea de las instituciones, no de los jueces
Desde nuestro punto de vista, la polémica decisión del juez instructor de los juzgados de Madrid que, al parecer, no ha contado con el celo colaborador del ministerio público, pone de manifiesto que el desinterés institucional termina por convertir a los jueces en responsables únicos de desentrañar asuntos o negocios que nunca debieron ser permitidos por las autoridades encargadas del control de las entidades crediticias. No basta, a toro pasado, decir que se detectó este u otros problemas sin aclarar por qué se dejó hacer y por qué ha habido distintas varas de medir, según el poder o la influencia de las entidades supervisadas. La novela no finalizada de la reestructuración crediticia española está llena de fallos clamorosos, algunos de ellos, caso de las preferentes, con capacidad sobrada para encrespar a una opinión pública que pide respuestas a los gobernantes, no a los jueces.
Desde este diario intentamos otear por encima del espectáculo mediático provocado por el fugaz encarcelamiento de Miguel Blesa, para subrayar ese mínimo exigible a todo Estado democrático o que se hace pasar por tal: que funcione de una vez la separación de poderes y que cada una de sus instituciones cumpla con su deber, sin intentar traspasar a los jueces responsabilidades que no les competen, porque los jueces no pueden convertirse en los únicos guardianes del interés público.