Asociado con Angela Merkel, Nicolas Sarkozy, el jefe de Estado francés de aspavientos hiperactivos y reacciones impredecibles, presentó el pasado lunes el enésimo plan para sacar a la UE del atolladero: terminar con el Tratado de Lisboa e impulsar uno nuevo. Desde que estalló la crisis, por el camino queda una letanía bárbara de despropósitos, todos ellos presentados en su día con ínfulas bonapartistas por el eje franco-alemán: rescates a la banca continental, tres países de la periferia europea intervenidos, un Fondo de Estabilidad hinchado cumbre tras cumbre, un pacto sobre el euro, una quita a la deuda soberana griega…
Pero París no siempre cumple o, mejor dicho, no cumple casi nunca: Francia arrastra continuos déficits desde 1974 y su deuda (76,5%) sobrepasa ampliamente el tope del 60% fijado por Maastricht. Últimamente, las agencias de calificación anglosajonas (S&P, Moody´s y Fitch) amagan con degradarla la nota, algo que hizo ayer la china Dagong (de AA- a A+). A diferencia de las tres grandes agencias, que priman factores como las privatizaciones o la flexibilidad, Dagong atiende a otros criterios, tales como la productividad de los países.
La escasa flema de Sarkozy desconcierta a todos. En 2008 llamó a "refundar el capitalismo". Hoy es evidente que, más allá de los juramentos grandilocuentes, no se ha refundado nada. Eso no es óbice para que Monsieur le Président emplee un tono igual de apocalíptico para con la UE. "El riesgo de explosión de Europa nunca ha sido tan grande", dijo esta semana
“En algún momento, pudimos albergar la ilusión de que los Gobiernos habían aprendido de los errores del pasado, especialmente de la Gran Depresión. Pero, ¡qué narices!”, escribe el economista Fréderic Lordon en la edición francesa de Le Monde Diplomatique de diciembre. El nuevo tratado propugnado por el binomio al que las lenguas viperinas empiezan a referirse como Merkozy reincide en los postulados previos: pagar la deuda y contener el déficit antes que todo lo demás. La “regla de oro”.
Pecados galos presentes y pasados
La guinda del pastel que hoy se cocina en Bruselas la pusieron en 2003 los predecesores de Merkel y Sarkozy, Gerhard Schröder y Jacques Chirac. Por aquel entonces, Alemania y Francia rebasaron el límite deficitario del Pacto de Estabilidad, del 3%. "Somos unánimes en el rechazo de cualquier dogmatismo en cualquiera de los objetivos", aseguraron los dos líderes. Un mero vistazo al desequilibrio presupuestario francés da fe de que el hexágono padece un mal crónico: desde la entrada en vigor de Maastricht (1993), Francia ha violado el tratado más de una decena de veces.
Los pecados galos del pasado chocan con el tono empleado por Sarkozy sobre los demás estados miembros. “Qué te has pensado que es ser miembro de la Unión Europea”, le espetó hace un mes a la primera ministra de Eslovaquia por cuestionar el fondo de ampliación. El presidente de Chipre, Dimitris Christofias, y el ‘premier’ británico David Cameron también han recibido sendos rapapolvos del inquilino del Elíseo por diversos motivos.
Francia es el país político por excelencia, y su peso –histórico, demográfico, económico, nuclear- en Europa siempre se ha hecho valer por anuencia del resto. Pero el jarabe francés de austeridad expansiva contrasta con la realpolitik asumida de puertas adentro: la economía gala está altamente intervenida (más del 50% del PIB es gasto estatal, frente a menos del 30% en España) y cuenta con unos sectores bien cuidados (educación, defensa y sanidad se llevan la palma en gasto público) y una deuda privada no descomunal (200% entre ésta y la deuda pública) pero sí infectada de activos bancarios helenos e italianos.
El inédito debate en torno a las perspectivas de crecimiento francesas es un ejemplo de la inestabilidad del país. El Gobierno mantiene un 1% para 2012. El FMI, un 1,4%. La Comisión Europea, un 0,6%. Y, por último, la OCDE, un 0,3%. “Tenemos previsiones de todas las clases”, reconoció hace unos días en France 2 la ministra del Presupuesto, Valérie Pécresse.