Basta observar la fotografía que encabeza este artículo para perder cualquier esperanza en que el estado de emergencia que decretó la pasada noche el Gobierno dure tan sólo 15 días. La imagen se ha tomado pasado el mediodía del domingo en la Puerta del Sol madrileña. Se aprecia a dos turistas con mascarillas inmortalizándose junto a la estatua del oso y el madroño; a otros dos a la espera, a un hombre de paseo con dos niñas y a dos ciclistas. Sólo una de las nueve personas de la instantánea no se salta a la torera la 'cuarentena'. Es el repartidor de la empresa Glovo, que puede estar en la vía pública porque se encuentra en su turno de trabajo.
Temía un historiador -en una reciente conversación- que España volviera a pegarse un tiro en el pie con la gestión de esta crisis sanitaria, que, de momento, ha causado 288 muertos y 7.750 contagiados, aunque estos últimos son más, pues las pruebas se han realizado de forma selectiva, y no masiva. Este profesor recordaba un episodio que define muy bien las dinámicas por las que se ha regido España durante siglos. Se produjo durante el reinado de Fernando VII, cuando el rey y su camarilla de inútiles consejeros -Escóiquiz, Ugarte y Chamorro- decidieron comprar 11 buques al zar Alejandro I que iban a ser utilizados para hacer frente a Bolívar. Ocurrió que las naves estaban fabricadas en madera de pino, y no de roble, por lo que difícilmente podían cruzar el Atlántico. Pero es que además una parte del material estaba podrida, lo que implicó tirar a la basura casi 70 millones de reales. Sobra decir que el embajador de Rusia participó en la operación y que el ministro de Marina fue desterrado por protestar.
Como esta patética anécdota podrían contarse decenas para explicar esa singular corrosión que afecta a este país desde hace tanto tiempo. Hace algo más de un día, el vicepresidente del Gobierno Pablo Iglesias se saltaba la cuarentena que se había impuesto tras el positivo por coronavirus de su mujer, Irene Montero, y acudía al Consejo de Ministros para sentarse a la derecha del presidente, Pedro Sánchez. Mientras eso ocurría, desde Sanidad se pedía a los ciudadanos a que fueran responsables y se quedaran en sus casas. Entre otras cosas porque, cuanto más tarde se frene esta infección, más personas morirán y más padecimientos económicos sufrirán los españoles.
La carcoma no afecta sólo a los dirigentes, sino también de los ciudadanos, como puede apreciarse en la citada fotografía. Ocho de las nueve personas incumplen lo previsto en el Real Decreto sin aparente cargo de conciencia. A pocos metros de allí, una patrulla de la Policía Municipal solicitaba a un hombre que se levantara de la fuente de la plaza. En calle Montera, un hombre circulaba en bicicleta con ropa de deporte mientras dos turistas hacían fotografías a los tres cerdos de bronce que adornan una jamonería.
El domingo por la mañana no suele ser un buen momento para medir la actividad de una ciudad, pero eran varias cosas las que llamaban hoy la atención en la capital madrileña. La más evidente es que no se había conformado el hormiguero humano que habitualmente discurre desde la plaza de Cascorro, el final de Ribera de Curtidores y las calles aledañas. Lo que se conoce como El Rastro. Allí se podía apreciar una unidad móvil de Televisión Española, dos punkis sentados en una acera, algún paseante imprudente y varios dueños de perros. Porque tener ese animal equivaldrá durante los próximos 15 días poco menos que a disponer de un tercer grado penitenciario.
La 'cuarentena' masiva se ha notado también en el Metro. Según datos oficiales, el número de viajeros descendió en los medios de transporte públicos de la EMT más del 80% con respecto al mismo día de la semana anterior, y eso que todavía no se había decretado el estado de alarma. Este domingo los vagones estaban semi-vacíos, aunque no del todo. Y rara vez alguien acude al barrio de al lado para encontrar una farmacia o un supermercado. Algunos, eran turistas; otros, ciudadanos que habían hecho caso omiso de las medidas del Gobierno.
Dos simpáticas empleadas del servicio de limpieza de la Estación de Chamartín reconocían que su trabajo ha cambiado en algunos aspectos importantes durante los últimos días. Entre otras cosas, porque deben esforzarse por limpiar con cloro y lejía los botones de los ascensores, las barandillas y otros elementos metálicos.
Esta mañana, la policía había tomado la matrícula de sus vehículos al llegar a la estación para asegurarse de que iban a trabajar; y no a otra cosa. El recibidor de esta instalación estaba casi vacío y el silencio sólo era roto, de vez en cuando, por la megafonía, pues no había ni gritos ni carreras. En el metro, se veían gestos forzados por parte de personas que trataban de mantener la distancia de seguridad con otras, con frialdad nórdica.
Un paseo por el centro de la ciudad permitía descubrir otro Madrid, muy distinto al de cualquier domingo. En la calle de Fuencarral apenas si había abierto -además de un supermercado- un quiosco, pues pese a la imparable expansión de la economía digital, todavía venden periódicos en papel y se consideran como un producto básico.
Algunos ancianos, que son población de riesgo -especialmente si arrastran patologías o unas cuantas decenas de años- leían sus ejemplares en el Puente de Toledo, como si la cosa no fuera con ellos.
En la plaza de Agustín Lara, a la estatua del susodicho le habían puesto mascarilla verde. Allí, como en la plaza de Nelson Mandela y la de Lavapiés, grupos de negros conversaban sin preocupación aparente de ser identificados por la policía. En la calle de Argumosa no había ni terrazas ni bullicio e incluso se escuchaban las conversaciones, en voz alta, de algunos de sus vecinos, cosa rara. Al final de esa vía, tres muchachos jóvenes habían sacado un sofá al balcón y dos de ellos bailaban al son de la música electrónica. Como en Italia, el tiempo aquí es bueno y parece que también se adoptará la costumbre de aliviar la cuarentena en las terrazas de los edificios.
Como el Gobierno ha llamado a los ciudadanos a recluirse en sus casas, quienes carecen de ella se veían este domingo mucho más que ninguno de los días anteriores, cuando aún había algún atisbo de normalidad. Al lado del Arco de Cofreros, tres vagabundos almorzaban mientras escuchaban un transistor. Otro pasaba la mañana metido en un saco de dormir frente a la estatua de Carlos III; y uno, en uno de los recovecos del Museo Reina Sofía, se había refugiado en una especie de tenderete improvisado y escuchaba música caribeña. Como ocurre con las especies noctámbulas, se les veía mejor que nunca con la ciudad vacía. Son ciudadanos que no pueden recluirse en su hogar, pues no lo hay.