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Edmundo González y la vulnerabilidad del okapi

Edmundo González Urrutia nació en La Victoria (Estado de Aragua,

  • Edmundo González y la vulnerabilidad del okapi

Edmundo González Urrutia nació en La Victoria (Estado de Aragua, Venezuela) el 29 de agosto de 1949. Es el pequeño de los tres hijos que tuvieron Pascual Alfredo González Blank, empresario, y su esposa Gilda Josefina Urrutia Argott. Es una familia de clase alta, de la “aristocracia” venezolana, descendiente de criollos y de políticos de alto fuste casi desde la independencia de la nación, a principios del siglo XIX.

Edmundo estudió en su ciudad natal: las primeras letras en el grupo escolar Rubén Darío y el bachillerato José Félix Ribas. Ya desde muchacho sobresalió su principal característica psicológica: la timidez. También su notable inteligencia, su capacidad de trabajo y su clara propensión al esfuerzo intelectual. No era popular. Carecía completamente de lo que se suele llamar “don de gentes”, algo que suplía con una educación exquisita, unos modales impecables y una clara facilidad para los idiomas: habla cuatro. No le faltaba, ni le falta hoy, sentido del humor cuando está entre amigos, pero no le gustaba hablar en público y se sentía incómodo en las reuniones de cualquier género en las que él tuviese que ser el protagonista. Odió siempre llamar la atención. Era más bien reservado y casi huidizo.

El joven Edmundo parecía destinado, por su forma de ser, al solitario trabajo en bibliotecas o al funcionariado más bien rutinario. Pero por interés personal, y sin duda también por el peso y el prestigio de sus ancestros, se dedicó a las relaciones internacionales y a la diplomacia, que ahí se suele trabajar el silencio y se grita muy poco. Se licenció en Estudios y Relaciones Internacionales a mediados de los años 70, en la Universidad Central de Venezuela, y de inmediato ingresó en la que ha sido su “segunda casa” durante varias décadas: el Ministerio de Asuntos Exteriores de Venezuela. Hizo un máster en Relaciones Internacionales en Washington, en la Universidad Americana (controlada por la iglesia metodista) y ya en 1978 era primer secretario de la Embajada de Venezuela en Washington. Lo que se dice un comienzo deslumbrante.

En el Ministerio de Exteriores, Edmundo González ha hecho prácticamente de todo (salvo ser ministro) y está claro que lo ha hecho bien. Ejerció el mismo puesto de primer secretario en la Embajada de Venezuela en El Salvador, nombrado por el presidente Luis Herrera Campins: un socialcristiano de centro levemente progresista, ubicación política que muy bien podría valer también para Edmundo González. Nuestro hombre no es radical absolutamente en nada… salvo en su afición a la lectura y su debilidad por el Real Madrid. Le gustan mucho los pájaros (alimenta a los guacamayos desde la terraza de su casa) y también el béisbol.

En los años 90 del pasado siglo, Edmundo fue un hombre fundamental en el diseño de lo que podría llamarse “plan estratégico a largo plazo” de la diplomacia venezolana; plan sabiamente pensado en dos periodos distintos, pero que se quedó en nada cuando Hugo Chávez llegó al poder, se puso a dar voces, se inventó lo del “bolivarianismo” para enardecer a las muchedumbres y todo el trabajo de quienes sí sabían de diplomacia se fue al garete.

Pero antes de eso Edmundo González tuvo tiempo de ser embajador de su país en Argelia, nombrado por Carlos Andrés Pérez, que podría pasar por socialdemócrata. Y de nuevo, con el cambio de siglo, embajador de Venezuela en Argentina; lo nombró el presidente Rafael Caldera y lo ratificó… ¡nada menos que Hugo Chávez!, lo cual permite pensar que aquel militar tan brusco y tan endiosado tenía ciertas lecturas y sabía que, en política internacional, hay cosas que es mejor dejar en manos de quienes saben hacerlas: profesionales veteranos como Edmundo González Urrutia, un tipo con el que ni siquiera el atrabiliario Chávez era capaz de llevarse mal. Edmundo fue embajador, por lo tanto, durante el mandato de presidentes muy diferentes ideológicamente. Todo esto duró hasta que, ya durante el gobierno de Chávez pero sobre todo con la autocracia de Maduro, los embajadores y diplomáticos de carrera fueron paulatinamente sustituidos por “comisarios políticos”, al estilo de los soviéticos, los cubanos (y antes, los mussolinianos o los “hombres de Ribbentrop” durante el nazismo alemán). Hombres de partido, no especialistas en diplomacia.

El caso es que en el currículo de Edmundo González está el haber metido a Venezuela en el Mercosur, cuando fue embajador en Argentina. Fue ilustre profesor universitario y participante en varios foros de expertos en relaciones internacionales (el Instituto de Estudios Parlamentarios Fermín Toro, por ejemplo). También tuvo tiempo de escribir una buena decena de libros: muchos sobre relaciones internacionales y además alguna biografía, como la del diplomático e historiador venezolano Caracciolo Parra. Particularmente interesante es su ensayo Las dos etapas de la política exterior de Chávez, publicado en 2006, y cuyo título lo dice todo.

La carrera diplomática de Edmundo González se acabó bruscamente en 2002, cuando, siendo embajador en Buenos Aires, se manifestó en contra del golpe de Estado fallido que intentó derrocar a Chávez de la presidencia del país. Es decir, que se puso de parte de Chávez. Pero diríase que no lo suficiente…

González Urrutia es un hombre genuinamente de centro. Su ideología, cabe deducir, es socialcristiana, nada favorable a los extremismos. Está a favor de la escuela pública. Se encuentra en los antípodas de gente con muchísimas menos lecturas que él, como el populista argentino Javier Milei. Le ha preocupado siempre la corrupción, que es uno de los males endémicos de la política venezolana, y ha escrito mucho sobre eso. Hombre ante todo dialogante y magnífico negociador, como ha demostrado más que de sobras, también ha dedicado grandes esfuerzos a limar asperezas entre Venezuela y Colombia. Muchos dicen de él que es católico, pero le apoyan muchos pastores importantes de la confesión evangélica.

Pero no ha sido Edmundo González hombre de partido. En su tierra, eso significa andar por ahí dando mítines y besando niños, algo que él detesta. En los últimos diez o doce años, y visto el cariz cada vez más estrambótico que iba tomando el gobierno de su país, González Urrutia se sintió mucho más cerca de la oposición (en no pocos casos mucho más conservadora que él) que del “bolivarianismo” populista. Asesoró a la MUD (Mesa de Unidad Democrática), pero porque no era un partido propiamente dicho sino una coalición y, eso sí, procurando no meter demasiado ruido. Después hizo lo mismo con la Plataforma Unitaria. No es que procurase especialmente pasar inadvertido; es que es su forma de ser.

Pero el destino es implacable, sobre todo para quienes creen en él. Para la campaña electoral de las “presuntas” elecciones presidenciales de 2024, la dictadura de Nicolás Maduro hizo todo lo posible (y lo imposible) para, desde el principio, acogotar a la oposición, porque enfrentarse a una coalición de liberales, socialcristianos, socialistas y conservadores, todo junto, es peligroso si las elecciones van a ser limpias. Sin embargo, Maduro controla todos los poderes de Venezuela, salvo el militar. Sus hombres dirigen (de alguna manera hay que llamarlo) la economía, y tiene bajo su mando tanto al poder legislativo (que es una parodia de Parlamento) como al judicial, que le obedece sin rechistar.

Así, Maduro declaró “inhabilitada” como candidata, primero, a la líder carismática de la oposición, Corina Machado. Después también neutralizó “legalmente” a quien había de reemplazarla, Corina Yoris. Igual que pasa en las teocracias islámicas o en la Rusia de Putin, a las elecciones solo se puede presentar quien el Gobierno permite que se presente porque cree que le vencerá fácilmente.

¿Qué hizo la Plataforma Unitaria? Pues echaron sobre la mesa el nombre de un señor de 74 años, tímido, callado, más bien huidizo, pero un sabio como la copa de un pino con un gran prestigio tanto en el mundo intelectual venezolano como en los ámbitos diplomáticos internacionales. Un hombre dialogante que no gritaba jamás, que sonreía sin decir nada y que se sentía claramente incómodo en los mítines, pero con una cabeza perfectamente ordenada. Ese era Edmundo González Urrutia.

Costó un triunfo convencerle para que encabezase la candidatura, porque el buen anciano sabía que lanzarse a la carrera electoral contra Maduro era como meter la cabeza en la boca de un cocodrilo. Una vez que los argumentos de los miembros de la Plataforma le dejaron sin respuesta, llegó lo más difícil: “Ahora a ver cómo hacen para convencer a mi esposa”, les dijo.

Pero lo lograron. Edmundo González Urrutia se pegó una paliza de espanto en la campaña electoral, en la que habló muchísimo menos que la verdadera líder, Corina Machado. Y ganó las elecciones por goleada: las estimaciones más fiables hablan de un 70% para Edmundo González y alrededor del 30% para el dictador.

Pero Maduro, como estaba previsto aunque nadie quisiera creerlo, robó las elecciones en un caso de fraude electoral inaudito –por su descaro– en el siglo XXI. Inmediatamente hizo lo que mejor sabe hacer: desatar una represión brutal, sacar a sus escuadritas a la calle a dar palizas y… ordenar la caza y captura de Edmundo González Urrutia. El buen viejo se salvó gracias a la celeridad y a las presiones del gobierno español, que le metió en un avión militar y le puso a salvo en Madrid para evitar, sencillamente, que lo matasen.

Una vez más, la cabeza visible de la oposición tiene que huir del país, como pasó con Juan Guaidó. Una vez más, los venezolanos contrarios a Maduro (siete de cada diez) empiezan a pensar que se quedan solos y que “Superbigote”, como llaman al tirano, no caerá nunca, digan lo que digan las urnas. Una vez más, los militares callan y dejan hacer a su pupilo, por lo menos de momento.

El peor problema quizá sea que Edmundo González Urrutia pueda padecer con especial intensidad el desarraigo del exilio. No ha hecho nada para merecerlo, todo lo contrario. Hay gente que aguanta la lejanía más o menos bien. Pero hay otras personas que no…

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El okapi (okapia johnstoni) es un mamífero artiodáctilo de la familia de los jiráfidos. Parece una cebra, pero no es una cebra. Parece un burro o un caballo, pero tampoco lo es. Lo extraordinario de este bello animal es que, con sus dos metros y pico de altura y sus 250 kilos de peso, no fue descubierto por los científicos hasta 1901. A esas alturas, los naturalistas andaban buscando bichos nuevos entre los escarabajos y los peces de arrecife, pero no en un ungulado de casi un cuarto de tonelada. Nadie lo había visto, por lo menos ningún occidental.

La causa es su carácter huidizo, reservado y poco sociable. Los okapis se ocultan con la mayor habilidad en las intrincadas selvas centroafricanas y hay quien dice que también en algunos ministerios de Asuntos Exteriores. Animal extraordinariamente inteligente, es tan discreto y reservado como listo. No le gustan las multitudes, eso es todo.

En los años 70 del siglo pasado, la dramaturga española Ana Diosdado estrenó –con el mayor éxito– una obra teatral que se llamaba así, El okapi. El tema era la vida que llevan los ancianos en las residencias geriátricas o de la tercera edad, que en aquella época se llamaban asilos. Y afirmaba Diosdado que el okapi tiene una vulnerabilidad conmovedora: acostumbrado como está a la libertad y a la normalidad democrática, no soporta la cautividad y raramente el exilio. Vamos, que se muere si lo encierran o si lo sacan de su hábitat. Esto no es del todo cierto porque hay okapis en varios zoológicos, pero hay que admitir que son muy pocos y que no duran demasiado.

Esto por más inteligentes que sean, que lo son. No todos los seres vivos soportan con igual entereza la arbitrariedad de los humanos. Sobre todo de algunos.

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