Pues sí, se confirma, Europa es la solución. Es duro reconocer el acierto de aquel aserto barojiano según el cual España nunca ha tenido suerte con su clase política, grupo o especie en el que habría que incluir a la clase dirigente en general. Y porque ha tenido la mala fortuna de toparse con la peor clase política en el peor momento imaginable, lo que queda de liberal por estos pagos se ve en la tesitura de tener que reconocer a Europa como el remedio a los males españoles, el sanatorio en el que abordar el saneamiento integral de los errores de diseño de nuestro Estado. Tuvo que llegar el miércoles 29 para que por fin se desvaneciera el artificio argumental que desde junio de 2012, cuando Europa concedió a España la ayuda financiera necesaria para el rescate bancario, ha venido manteniendo el Gobierno, según el cual aquéllo era solo un crédito en condiciones muy favorables (que lo era), pero que no implicaba el sometimiento de nuestra economía al estricto control de Bruselas. Desde el miércoles sabemos, por eso, que la economía española está intervenida y, porque lo está, la Comisión Europea (CE) nos acaba de imponer hasta 30 reformas que deberán ser completadas a plazo fijo, para tratar de dinamizarla de una vez.
Lo cual equivale a reconocer el fracaso del Gobierno Rajoy para acometer la tarea por sí mismo, sin que el guardián de la porra le imponga deberes específicos con plazos de entrega concretos. A pesar del aval de la mayoría absoluta, este Ejecutivo -siempre medroso, nunca valiente, a todas horas melifluo hasta rozar lo cobarde, todo a trancas y barrancas- se ha mostrado incapaz de acometer cabalmente la tarea de saneamiento radical para la que fue elegido. El resultado es que, camino de la mitad de la legislatura, seguimos enfangados en las mismas cosas, escuchando los mismos sermones, cansados de oír hablar de proyectos de Ley que no terminan nunca de ver la luz del BOE. Del sesteo del Gobierno nos saca la dura realidad de los datos estadísticos, como el conocido el martes sobre el déficit público del primer cuatrimestre, o la friolera de 25.007 millones, 244 más que en el mismo periodo de 2012, lo que nos devuelve a la desasosegante realidad de que, a pesar de los recortes y la subida de impuestos, el Ejecutivo sigue sin ser capaz de controlar el déficit, la madre del cordero del drama que nos aflige, y ello porque la crisis continúa disparando los gastos en intereses, desempleo y Seguridad Social, y porque, por el lado de los ingresos, está cayendo la recaudación. Aumento de los gastos y caída de los ingresos.
Las cifras nos sitúan ante el desafío de meterle mano al tamaño del Estado, al perímetro del sector público, y a las prestaciones del Estado del Bienestar
El gasto público, en efecto, se elevó en 2012 hasta los 493.600 millones, cifra record equivalente al 47,5% del PIB. Teniendo en cuenta, como el viernes advertía Francisco de la Torre en Vozpopuli, que ni en el cénit de la burbuja el Tesoro fue capaz de recaudar más de 434.000 millones, ello quiere decir que con los niveles de gasto del año pasado y aun en el caso de igualar aquella recaudación máxima estaríamos ante un déficit cercano al 6%, lo que es simplemente un desastre, adjetivo compartido por unas CCAA que en 2012 dedicaron a gasto corriente la friolera de 164.361 millones, con aumento de casi 5.000 millones, comportamiento igualmente inasumible. La terquedad de las cifras nos sitúa ante el desafío inaplazable de meterle mano de una vez por todas al tamaño de nuestro Estado, al perímetro de nuestro sector público, y a las prestaciones de nuestro Estado del Bienestar. No es de recibo, como el jueves aseguraba aquí Federico Castaño, que los Gobiernos autonómicos sigan cobijando todavía más de 1.400 empresas públicas, a las que hay que sumar otras 2.000 de la Administración central. Los recortes de empleo en este enjambre de empresas ineficientes, máquinas de dilapidar recursos públicos utilizadas por los partidos como panal clientelar para premiar a sus fieles, apenas han llegado a los 1.500, un aperitivo para la poda que sería preciso acometer.
La caída de los ingresos, por su parte, no hace sino poner en evidencia el fracaso de la política fiscal del Ejecutivo. España es, en efecto, el único país de la UE y la OCDE que ha recurrido a subidas de la fiscalidad directa –renta, sociedades y plusvalías- para reducir el déficit público, hasta el punto de que los tipos impositivos del IRPF son superiores ahora mismo en todos sus tramos a los de Alemania, Francia, Italia y Reino Unido, las otras grandes economías de la UE. En cuanto a los tipos marginales, sólo Suecia y Bélgica superan a los españoles, hasta el punto de que España es el tercer país europeo con un tipo marginal más alto, a pesar de que su PIB per cápita es el decimosegundo de la UE.
Laffer y su curva tenían razón
Antes de la subida del IRPF decretada por Cristóbal Montoro, entre el tipo marginal más alto y el más bajo había una diferencia de 21 puntos, distancia que ahora se ha ampliado a 27,25 puntos. Las rentas que ganaban entre 33.007 y 53.407 euros, antes gravadas un 37%, ahora lo están un 40%, y las que oscilan entre los 53.407 y los 120.000 euros, han pasado del 43% al 47%. Un castigo en toda regla a las rentas comprendidas entre 36.000 y 168.000 euros, pura clase media cuya fuente de ingresos es la nómina. Los resultados, sin embargo, no pueden ser más decepcionantes. Tras la subida de tipos de diciembre de 2011, la recaudación por IRPF creció un modesto 1,2% en 2012 sobre 2011, para caer un 9,1% en enero, un 5,2% en febrero, un 4,3% en marzo, y un 4,2 en abril de este año, con una caída media del 5,7% para el cuatrimestre. En el primer trimestre del año, la Agencia Tributaria (AT) recaudó 853 millones menos que en el mismo periodo del año anterior, lo que significa que la subida del IRPF ha debilitado el consumo privado y ha incentivado la elusión fiscal. Laffer en estado puro.
Rebajar la carga tributaria parece una cuestión de justicia y de sentido común, sobre todo para dar oxígeno a un sector privado machacado por la crisis
Al margen de las polémicas que la famosa curva suele provocar, rebajar la carga tributaria parece una cuestión de justicia y de sentido común, “y no porque con ello vayamos a aumentar la recaudación (cosa que no sucedería a corto plazo), sino para dar oxígeno a un sector privado extraordinariamente machacado por la crisis”, en palabras de Juan Ramón Rallo en este diario. La propia AT reconoce que las bases imponibles se están desmoronando, de modo que los datos de abril no hacen sino anunciar una caída de la recaudación todavía mayor “porque cada vez hay menos de dónde ordeñar”, en feliz expresión de Antonio Maqueda ayer sábado en Vozpopuli. En el propio Gobierno abundan los ministros que reconocen que “el sistema tributario no funciona y hay que rediseñarlo”, pero Montoro, que le tiene tomada la medida a un Presidente que asiente, se niega en redondo, argumentando que en el actual contexto de contracción de la demanda los ingresos se derrumbarían aún más. Don Cristóbal contra el mundo, incluso contra una CE que acabar de conminar a España a revisar todo su sistema fiscal.
Ante semejante panorama de nuestras cuentas públicas, cualquiera hubiera podido esperar un duro correctivo de la CE poniendo de manifiesto que nuestro nivel de gasto público sigue siendo insostenible y que estamos, por tanto, obligados a realizar nuevos y profundos recortes. Bruselas se ha apiadado, pues, de nosotros, o no es tan fiero el león como lo pintan. En todo caso, y a cambio de relajar el objetivo de déficit para los próximos años, la CE nos ha impuesto esa batería de medidas que deberán estar completadas a fecha fija, lo que, además de una enmienda a la totalidad de la política de este Gobierno, supone el recordatorio ominoso de que los españoles no somos capaces de arreglar los problemas de casa por nosotros mismos, de modo que deben venir de lejos a ponernos deberes y vigilar su cumplimiento. La relajación del objetivo de déficit no significa, sin embargo, menos sacrificios por delante. Al contrario, la subida de algunos impuestos a los que directamente alude la CE (tipos reducidos del IVA, gasolinas, luz, pensiones, entre otros) auguran una nueva pérdida de poder adquisitivo, en línea con ese proceso de devaluación interna que resulta imprescindible para volver a ser competitivos, algo que, en román paladino, José Luis Feito ha definido como la necesidad que tienen los españoles de “hacer un ajuste brutal de su nivel de vida, para posibilitar que la economía crezca sin recurrir al endeudamiento externo”.
¿Cómo superar la crisis política sin que lo mande Europa?
Y esto es lo que hay: un Gobierno que por ideología, prejuicios, miedo a perder votos y/o pura incapacidad técnica para hacer frente con solvencia a la magnitud de los problemas que enfrenta, hace mal su trabajo, lo hace a medias o simplemente no lo hace, lo manosea, lo posterga, motivo por el cual los españoles deben pagar un precio extra, en términos de coste de oportunidad, por unas reformas que llevan tiempo identificadas. Va a ser interesante, por eso, asistir al cumplimiento de los deberes que, con fecha fija de entrega, ha impuesto Bruselas y, en particular, ver cómo lidia, pusilánime cual es, un astifino tan peligroso como el recorte de las pensiones, y cómo lo hace sin apoyos, porque está claro que el PSOE le va a obligar a comerse ese marrón en solitario.
Todo lo cual parece dar la razón a quienes califican el euro como “una bendición para España”, porque gracias a nuestra pertenencia a ese selecto club vamos a poder ver realizadas unas reformas que seríamos incapaces de acometer por nosotros mismos. Unas mejoras que deben resultar decisivas para que, cuando se produzca el ansiado cambio de ciclo, un cambio que está aquí, está llamando a la puerta, y promete llegar con más fuerza de la que muchos piensan, el despegue no se quede en un golpe de efecto capaz de desinflarse con rapidez, sino que se convierta en un crecimiento fuerte y sostenido, con capacidad suficiente para crear empleo. Unas reformas que, en todo caso nunca haría el decepcionante Gobierno que sufrimos. Europa, pues, vuelve a ser la solución para España, la estricta gobernanta capaz de obligarnos a disciplinarnos en lo económico. La voz pasiva del aserto, sin embargo, no puede ser más frustrante: ¿Quién de fuera vendrá con autoridad bastante para obligar a nuestra clase dirigente a abordar la solución de la otra gran crisis, la madre de todas las crisis, la crisis política derivada del final del Régimen de la Transición? ¿Quién se apiadará de nosotros?