José Manuel Albares Bueno nació en Madrid, en el barrio obrero de Usera, el 22 de marzo de 1972. De familia humilde, era un niño raro. Muy inteligente, mucho más que la media, era el crío que, cuando los chiquillos de su edad soñaban con ser futbolistas, médicos, cantantes de un grupo pop o cosas así, él decía que quería ser diplomático. Eso y su corta estatura, además de sus gafas y de su voz quizá un pelín aguda, le convertían en un “rarito”. Todavía no se había inventado la palabra nerd.
El pequeño José Manuel tuvo claro desde el principio que nadie le iba a regalar nada. Si quería estudiar, y sobre todo si pretendía ingresar en un mundo tan elitista y tan clasista como la carrera diplomática (a la que se llama La Carrera, por antonomasia), habría de lograrlo a base de becas y de un trabajo extenuante.
Fue lo que hizo. Tenía catorce años cuando se fue a vivir a Boston, a hacer el bachillerato en un prestigioso internado. ¿Cómo lo consiguió? Pues como conseguiría tantas cosas: gracias a una beca. Lo pasó mal porque no le gusta la soledad y a mediados de los años 80 internet y los teléfonos móviles todavía no habían dejado de ser ciencia ficción. Otra beca lo llevó durante un año al Colegio Americano de Tánger. Luego volvió a Boston y se graduó como primero de su promoción, lo cual no está al alcance de cualquiera.
Una nueva beca le llevó a la Universidad de Deusto (casi podría decirse que las becas decidían por él, dónde iba a estudiar, qué iba a hacer), y allí se licenció en Derecho, especialidad en empresariales. Sus amigos de entonces le recuerdan como un hombre ya apasionado por la política (se afilió al PSOE en 1999), por la geopolítica y por muchas otras cosas que no contribuían a eliminar su fama de chico rarito y sabelotodo. Se hizo socialdemócrata, europeísta apasionado y además era una persona leal, algo peligroso en la política dentro de los partidos.
Mucha gente piensa que la carrera diplomática es una especie de casta de privilegiados en la que no entras si no tienes padres, padrinos, apellidos, dinero e influencias. Una especie de aristocracia de la Administración. José Manuel Albares se empeñó en demostrar que eso no era cierto, o que al menos no lo era siempre, y se puso a estudiar el acceso a la Escuela Diplomática con un rigor draconiano. Lo consiguió. Sin ayuda, como todo. No dejaría de estudiar: hizo un Erasmus jurídico en la Sorbona de Paría cuando tenía 22 años y más tarde ha hecho cursos de Defensa nacional (en el CESEDEN) y de gestión cultural en el exterior, en la universidad Carlos III. Habla inglés y francés tan bien como el español, lo cual sigue siendo una rareza en nuestra clase política.
Primero fue “diplomático en prácticas”, que viene a ser algo así como novicio en el edificio de la calle Juan XXIII (sede de la Escuela Diplomática). Con el cambio de siglo lo destinaron a los servicios centrales, pero en 2001 alguien tuvo la idea de que aquel chico de Usera se foguease un poco y lo enviaron de cónsul de España a Colombia. Allí estuvo dos años y nació su hija mayor: Albares se había casado con la francesa Hélène Davo, jueza, enlace entre Francia y España en la lucha contra ETA. La pareja tendría tres hijos más antes de separarse.
La trayectoria de Albares en La Carrera fue firme y segura. En 2003 le hicieron consejero en la Delegación Permanente de España en la OCDE, puesto en el que estuvo cinco años largos. Después, en 2008, jefe del Departamento de Cooperación de la AECID (agencia de Cooperación para el Desarrollo) y por fin, en agosto de 2010, subdirector general del Ministerio de Exteriores para el África Subsahariana. Ya estaba en la elite. Ya deberían dejar de decir los envidiosos que “Albares es un diplomático raro porque le gusta demasiado la política, se le ve mucho la oreja”.
Eso, naturalmente, lo decían en La Carrera los conservadores, que son legión. Pero sí, le gustaba la política. Ha sido sanchista desde que conoció a Sánchez, hace bastantes años. Le asombraban su audacia y su capacidad de supervivencia: aquel tipo no se hundía ni a cañonazos, y de esos ha recibido (y recibe) muchísimos. Empezó a hacer con él las funciones de lo que los diplomáticos conocen como sherpa: el asesor que prepara al jefe, el que le dice qué es lo importante y qué no lo es tanto, el que llega antes y hasta el que, a veces, le sustituye en alguna reunión. El que tira de la cuerda, vamos, para que el jefe quede bien ante los dignatarios de otros países. Algo parecido a lo que hicieron McNamara y Sorensen con Kennedy o a lo que Anthony Eden hizo con Churchill.
Hombre apasionado y a la vez leal, pero sobre todo discreto (y un poquitín repipi, eso desde pequeño), Albares asesoró durante unos meses al Grupo Parlamentario del PSOE en el Congreso, pero por fin logró irse a París, que era lo que quería después de una vida entera dando tumbos y llevado, como quien dice, por las corrientes, por las becas o por las decisiones de otros. Se fue a la ciudad en que vivía su mujer en calidad de consejero cultural, que no era gran cosa ni para su currículo ni para sus ambiciones, aunque aquello le gustaba.
Pero no duró mucho, menos de un año. Sánchez logró tumbar a Rajoy en 2018 y llamó a Albares. Le quería como secretario general de Asuntos Internacionales. Y Albares, como Sánchez le había dicho “ven”, lo dejó todo y se volvió a Madrid. Su ilusión era (compartida por muchos: su nombre sonaba) ser ministro de Exteriores, quizá no al principio porque el presidente tenía una clarividente debilidad por Josep Borrell, que era un peso pesado absoluto. Pero quizá después de él, porque Borrell tenía sus ojos puestos en Europa más que en el palacio de Santa Cruz, sede del Ministerio de Exteriores.
Pero no le salió bien. No hay forma de saber por qué. Cuando los amigos, enemigos y compañeros de partido ya felicitaban a Albares por su “próximo nombramiento”, Pedro Sánchez eligió a Arancha González Laya. Sus razones tendría pero Sánchez, cuando quiere o cree que le conviene, no suelta palabra. Y en esta ocasión no la soltó. La decepción, el disgusto, el cabreo de José Manuel Albares fue como de 7,9 grados en la escala de Richter. Se enfadó de verdad… ante lo que no dejó de ser un golpe de suerte, porque dos meses después del nombramiento de Laya reventó la pandemia y la mar política se embraveció extraordinariamente.
De todos modos, el presidente otorgó a su fiel amigo Albares un “premio de consolación” sencillamente extraordinario: la embajada en Francia. Eso eran palabras mayores. Es una de las sedes más importantes del mundo y se destina, por lo común, a diplomáticos muy veteranos, con una larga experiencia y a punto de jubilarse. Albares tenía 47 años y todo el mundo sabía lo bien que se llevaba con Sánchez. Los refunfuños (de nuevo la “aristocracia” de La Carrera) fueron mayúsculos, pero sirvieron de poco.
Nadie podía saber que la ministra Laya reaccionó como cabía esperar de una persona progresista de toda la vida cuando Brahim Ghali, líder del Frente Polisario, pilló la covid-19 y estuvo a punto de morirse. Le hospitalizaron en Madrid. El rey de Marruecos, al enterarse, montó en cólera, retiró a su embajador en España y se apresuró a lanzar sobre las vallas de Ceuta y Melilla enjambres enteros de inmigrantes dispuestos a todo. Ese fue el final de González Laya como ministra.
Y llegó la hora de José Manuel Albares. El hombre discreto, el tipo que tanto recordaba al joven Marcelino Oreja Aguirre de los años de la Transición (por su estatura, por su voz, por sus gafitas y por sus maneras; solo le falta decir aquello de “cordial, muy cordial”), el caballero que llevaba treinta años demostrando una asombrosa flotabilidad y una gran capacidad de adaptación a los entornos más dispares, fue nombrado ministro de Exteriores en julio de 2021.
Albares tenía ideas propias sobre el lío de los saharauis. Pensaba que un conflicto que se mantiene durante 50 años no es un conflicto, es un anacronismo que no sirve para nada. Los hombres de Mohamed VI presionaron al gobierno español. Albares convenció a Pedro Sánchez de que lo mejor era dejarse presionar y cambiar una actitud fundamentalmente inútil (el apoyo al Polisario) por otra en la que todo parecía indicar que España saldría ganando. Y así se redactó, con Alemania como ejemplo y casi al dictado de Rabat, la famosa carta de Sánchez al rey marroquí, que se escribió en francés y más tarde se tradujo (muy mal) al español. En ella, Sánchez aseguraba que se creía el, a todas luces, ilusorio plan de “autonomía” que Rabat promete que va a conceder al Sahara. En uno de aquellos nerviosos días, Albares tuvo la intuición de llamar al ministro de Exteriores argelino, Ramtane Lamamra, para avisarle y asegurarse de que Argelia se iba a quedar tranquila, como todos esperaban; al menos lo suficiente. No se sabe si llegaron a hablar. A la vista de lo que ha ocurrido después, es probable que no.
Al ministro Albares le han caído encima la guerra de Putin, ante la que España ha cerrado filas con las democracias occidentales (y cuenta, además, con el poderoso apoyo de Borrell, “ministro” de Exteriores de una Unión Europea revitalizada), y al mismo tiempo este avispero magrebí en el que no se adivina cuál va a ser la solución porque, si bien es cierto que dos no riñen si uno no quiere, también lo es que dos nunca se llevarán bien si ninguno de los dos quiere. Es lo que pasa con Marruecos y Argelia. España está en el medio y parece que, haga lo que haga, va a acabar teniendo parte de la culpa. Es la célebre “trampa saducea”: se haga lo que se haga, estará mal.
Si Argelia, que acaba de romper un acuerdo de amistad con España que llevaba funcionando veinte años, decide aumentar la presión sobre nuestro gobierno y nos corta el suministro de gas (el 40% del que consume nuestro país procede de allí), se abrirá una crisis de dimensiones impredecibles y es probable que la cabeza de José Manuel Albares baje muchísimo de precio, políticamente hablando. Un error de cálculo que no es solo suyo (el responsable último es el presidente) puede acabar con su carrera, que iba a ser, como todo indicaba, larga. Si eso sucede, veremos cómo funciona y para qué sirve la célebre flotabilidad de José Manuel Albares.
La flotabilidad del nautilus
El nautilus (nautilus pompilius) es un molusco cefalópodo de la viejísima familia de los nautílidos, hoy reducida a cinco especies. El pompilius es la más conocida y también la mayor, aunque no hay que hacerse ilusiones: casi nunca llegan a los 40 cm.
Como la diplomacia y las relaciones con otros países, los nautilus son antiquísimos. Ya estaban en el mar hace 400 millones de años; es decir, tienen el doble de edad que los dinosaurios más antiguos y son mucho más viejos que las aves, un poco más que los tiburones y casi tanto como el programa Saber y ganar.
Hay una característica curiosísima de los nautilus: su concha. Es de nácar y, si se la secciona longitudinalmente, ofrece una espiral casi exacta a la representación gráfica de la serie de números de Leonardo de Pisa, llamado Fibonacci. El nautilus es, por tanto, una de las pruebas físicas de que el número áureo existe en la naturaleza. Otras son los girasoles, las galaxias, las hojas de algunos árboles y varios ejemplos más.
Pero la razón de la pervivencia del nautilus no es su propensión a la geometría. Es su capacidad de adaptación. Es capaz de ir de un sitio a otro por propia voluntad, pero prefiere dejar que sean las corrientes, las mareas y los acontecimientos los que lo lleven. Vive en muchos mares, pero prefiere el Índico y el Pacífico.
¿Que el agua está demasiado caliente cerca de la superficie? Pues llena de agua los compartimentos interiores de su concha y baja, puede bajar hasta más de 300 metros. ¿Que en las profundidades aparecen calamares demasiado pelmazos y con demasiada hambre? Pues hala, para arriba otra vez. ¿Hacia Colombia? No lo sé. ¿Hacia Marruecos? Chi lo sà. Lo importante son las buenas maneras, la cordialidad y sobre todo el no hundirse. ¿Que se comete un error de cálculo? Para abajo. ¿Que se acierta? Para arriba. ¿Qua nombran Molusca Mayor a la señora Laya? Para abajo. ¿Que la cesan? Para arriba.
Y así, subiendo y bajando según conviene, arrastrado por las corrientes y sin ninguna prisa (es que las prisas son malísimas para todo), el nautilus lleva ahí, tan tranquilo, desde el Paleozoico superior, que se dice pronto. Y lo que le queda. Porque sabe bien la regla de oro de la supervivencia: lo más importante es no discutir.