Meritxell Batet Lamaña nació en Barcelona, en el barrio de Vallcarca, el 19 de marzo de 1973. Es hija única de padres que se separaron cuando ella era muy pequeña, y Meritxell vivía con su madre. Fueron tiempos difíciles. La madre entraba y salía del paro con cierta frecuencia y las pasaron, por decirlo claramente, canutas. La propia Meritxell contó hace algunos años cómo se encontró, de un día para otro, con un candado en la puerta de su casa: las habían desahuciado por no pagar la hipoteca. La jovencita que aprendía a tocar el piano y que soñaba con ser bailarina (lo intentó durante años pero se fastidió un tobillo) tuvo que aprender a renunciar a muchas cosas casi desde el principio. Lo primero que aprendió fue que nadie le iba a regalar nada.
Estudió en las Escolas Gravi de Barcelona. Como lo de la danza no pudo ser, se decidió por el Derecho. No hay muchos políticos en la España de hoy que puedan decir que han hecho toda su formación académica a base de becas, como Batet: “Eran las becas de Felipe González”, dice ella, y menos mal porque la familia “no estaba para muchas piruetas”.
Se le atragantó el Mercantil, por ejemplo, pero lo que más se le atragantaba era la falta de dinero. A veces los únicos ingresos de madre e hija era lo que Meritxell sacaba poniendo copas en bares de moda, como el Nick Havanna o el Bikini. Pero se licenció en Derecho en la Pompeu Fabra en 1995, hizo posgrados y cursos de doctorado y preparó una tesis doctoral sobre algo tan apasionante como El principio de subsidiariedad en España. Obtuvo más becas, alguna en EE UU. Casi inmediatamente después de licenciarse ya daba clase de Derecho Administrativo en su Universidad. Y desde 2001 es, también en la Pompeu Fabra, profesora de Derecho constitucional.
Era llamativamente guapa (no puedes poner copas en el Bikini si no llamas la atención), seria pero de sonrisa fácil, segura de sí misma pero tímida evidente, peleona y obstinada. La política llamó a su puerta de una manera algo extraña: el director de su tesis doctoral, Josep Mir, le dijo que el primer secretario del PSC, Narcís Serra, buscaba alguien que coordinase su oficina, pero que fuese independiente, no militante. Batet dijo que sí. Debió de hacerlo bien porque después de lo de Serra la nombraron directora de la Fundación Carles Pi i Sunyer de Estudios Autonómicos y Locales; ahí estuvo hasta 2004, cuando José Montilla le propuso, ya a las claras, ir en las listas del PSC para el Congreso de los Diputados. Aceptó. No tenía carné del PSOE, tardaría cuatro años más en tenerlo, pero aceptó y de pronto, a los 31 años, se vio sentada en un escaño en Madrid.
Ahí cambiaron muchas cosas. Le gustó la ciudad. Le gustó menos aparecer en las revistas del corazón, pero no hubo más remedio porque Meritxell Batet, que había tenido un novio o noviete escritor e indepe, dio en enamorarse de un diputado… del Partido Popular: José María Lassalle, secretario de Estado de Cultura con Mariano Rajoy. Siete años mayor que ella, pero eso tampoco importaba. Fue el primer sonoro cacareo de Batet: la barcelonesa puso verdes de envidia a no pocas diputadas de varios partidos, que miraban a Lassalle con ojos golositos. Se casaron en Santillana del Mar, pueblo del novio, en el verano de 2005. Ella, de blanco. Él, de chaqué. Más tradicionales, imposible. Tuvieron dos hijas mellizas. Se separaron once años después, en mayo de 2016. Lassalle dejó la política y el PP. Batet, por el contrario, iba hacia arriba. Ahora su pareja es el también jurista y exministro de Justicia (esta vez del PSOE) Juan Carlos Campo.
Cometió errores, como todo el mundo: es imposible no cometerlos si estás en el PSOE. Batet, que en sus primeros tiempos se había admirado de lo transparente y democrático que era el partido, rompió en 2013 la disciplina de voto del PSOE y apoyó la petición de que se permitiese un referéndum legal para la autodeterminación de Cataluña. Le costó 600 euros de multa y un serio disgusto. El segundo cacareo salió, pues, desafinadísimo. El tercero también: en las primarias para la Secretaría General que se celebraron en 2014 se puso de parte de Eduardo Madina, que a quién se le ocurre, porque ganó Pedro Sánchez. Por mucho menos que eso hay gente que está, políticamente, comida por los gusanos, pero Batet sobrevivió. Más que eso: el nuevo secretario general la nombró secretaria de Estudios y Programas de la Ejecutiva Federal del PSOE. Y la presentó nada menos que como número dos de la lista socialista por Madrid en las elecciones de 2015. Nadie se lo explicaba pero se convirtió en una de las personas indispensables para Sánchez. Este le encargó que negociase con Ciudadanos para formar una mayoría que sacase al PP del Poder. Pero Albert Rivera (recuerde el alma dormida) estaba entonces ofuscado con la idea de fagocitar al PP, lo mismo que ahora le pasa a Vox, y aquello no salió bien.
Luego llegó la conspiración palaciega del PSOE que derribó a Sánchez. Ella se negó a dimitir. Batet (otra sonora “cantada” a destiempo) volvió a romper la disciplina de voto del partido. La echaron de la dirección del grupo parlamentario. De nuevo algo confusa, recomendó a Sánchez que no volviera a presentarse. Este lo hizo y ganó. E, increíblemente, siguió contando con Batet. Después de la moción de censura contra Rajoy, Sánchez la hizo ministra de Política Territorial y Función Pública en un gobierno que duró apenas nueve meses. Y tras las dos elecciones generales de 2019, Meritxell Batet fue elegida presidenta del Congreso de los Diputados. Las dos veces. Por los pelos y en la segunda votación, pero las dos veces.
El trabajo de Meritxell Batet al frente de la Cámara ha sido, seguramente, el más difícil que le ha tocado a nadie que haya ocupado ese puesto desde Landelino Lavilla, que vio a medio metro de su nariz el pistolón de Tejero. La política española ha cambiado mucho y no precisamente a mejor. El gobierno permanece en pie, pero en un perpetuo equilibrio inestable y obligado a pactar con grupos y partidos que buscan la desmembración de la nación y que trabajan por el descrédito de la Constitución. Las peleas en la coalición de gobierno son constantes y eso se nota en la Cámara. La oposición conservadora parece haber decidido que vale absolutamente todo para echar a Sánchez, independientemente de lo que se ponga en riesgo. La extrema derecha, que ahora se llama “populista”, usa descaradamente la demagogia y contribuye, como casi todos los demás, a que el Congreso parezca un circo lleno de gritos, aspavientos y bilis. La única que no ha perdido los papeles ni una sola vez, imperturbable y (hasta donde puede) conciliadora, es la presidenta de la Cámara, que tiene que lidiar con ese espectáculo asentada en su pupitre como si estuviese en las bardas de un lamentable corral.
Hasta ahora.
La votación del decreto de la reforma laboral fue un espectáculo en el que se vieron cosas que no se habían visto nunca en el hemiciclo, y eso era difícil, desde luego. La ley salió adelante por un solo voto. Dos diputados de UPN incumplieron las órdenes de su partido y votaron que no en vez de votar que sí, como se habían comprometido a hacer. Eso puso pálidos de terror a los diputados del PNV y de ERC, incluido el bravucón señor Rufián: los dos grupos habían decidido votar también que no para alardear ante sus electores de que no dicen amén a todo lo que les propone, pide o suplica Sánchez; pero votaron que no, desde luego, dando por hecho que el gobierno iba a ganar porque tenía los votos necesarios. De haber sabido lo que iban a hacer los dos “tránsfugas” navarros, se habrían abstenido y el gobierno habría ganado. Pero no lo sabían y lo pusieron todo en peligro. De ahí su pánico.
Y en esto sucedió que un diputado del PP por Cáceres, Alberto Casero, que votó desde casa porque estaba con gastroenteritis (hay cosas que ni Miguel Gila habría logrado imaginar), se equivocó y votó que sí en vez de votar que no. Las dos veces, porque el sistema informático exige que primero se vote y luego se confirme el voto. La fiebre sería, el mareo. Porque se equivocó, en el mismo pleno, en dos votaciones más. Ese voto gastroenterítico sacó adelante el decreto.
Y los cielos se abrieron sobre Meritxell Batet, y los rayos y los truenos se precipitaron sobre su cabeza. Primero porque, en otra de sus inimitables “cantadas”, proclamó en voz alta que el decreto quedaba derogado. Júbilo y abrazos en los bancos de la oposición. Un momento después rectificó y dijo que no, que se había equivocado, que el decreto había sido aprobado. Júbilo y abrazos en los bancos de los partidos que apoyan al gobierno. Y la oposición, tanto el PP como la ultraderecha, entraron en erupción como nunca antes, porque sostenían que el diputado Casero no se había equivocado (las dos veces) sino que el sistema informático había fallado, cosa dificilísima de creer incluso para quienes la decían. Exigieron que se permitiese entrar al diputado (al que habían llevado allí con su gastroenteritis) para que volviese a votar. Y la presidenta del Congreso dijo que no. Que eso no se podía hacer.
Gritos, insultos, amenazas. La diputada de Vox Macarena Olona, justamente célebre por su carácter apacible, dialogante y sosegado, llamó a Batet mentirosa y prevaricadora. El líder del PP aseguró que recurrirían a los tribunales; a todos, hasta al Constitucional. Ni en el Parlamento británico ni en el italiano, famosos por sus grescas, se había visto nunca nada semejante. Lo de aquella sesión solo lo superan las Cámaras legislativas de Perú, México o Bolivia, en las que no es la primera vez que sus señorías resuelven sus diferencias de opinión a puñetazo limpio. Es lo único que no se produjo en el pleno del decreto de la reforma laboral.
Meritxell Batet está viviendo, pues, su momento más difícil como presidenta del Congreso. Seguramente el más difícil que ha vivido ningún otro presidente desde el ya citado caso del leridano Landelino Lavilla, 41 años va a hacer. Solo el tiempo y los juristas dirán si esta última “cantada” está respaldada por la ley y por el Reglamento de la Cámara o si se trata de un descomunal error. En el primer caso, es posible que Batet sobreviva políticamente como ha hecho otras veces, aunque el odio de los haters del Congreso ya no se lo va a quitar nadie. Pero si se ha equivocado, o si ha forzado las normas en beneficio de su partido, nadie sabe ya lo que puede pasar en el hemiciclo. Ni en la carrera de su presidenta.
Las confusiones del gallo
El gallo (Gallus gallus domesticus) es el nombre que recibe el macho de la especie de aves más numerosa del planeta: se calcula que hay más de 16.000 millones. Pertenece a la familia de los faisánidos y su origen está en el sudeste asiático, pero quién se acuerda de eso ya, ¿verdad?
La domesticación de gallos y gallinas comenzó hace alrededor de 5.000 años, aunque hay quien añade a esa cifra un par de milenios más. El hecho es que cambiar la vida libre por la doméstica privó al gallo (dependiendo de las razas, también eso es cierto) de buena parte de su facultad de volar. Que la tenía, ¿eh? Vaya si la tenía. Puede hacerlo, pero seguramente piensa que se está mejor en casa, protegido y amparado por el granjero humano.
El gallo es, por así decir, el presidente del gallinero. El sistema jerárquico está genéticamente establecido y se muestra desde las primeras semanas de vida del animal. Las gallinas, mucho más numerosas, pueden pelearse entre ellas, pueden formar bandos y organizar conspiraciones unas contra otras, y llegan a mostrar, en ocasiones, comportamientos muy violentos, demagógicos y hasta teatrales, que a la gente del común le dan mucha risa. Pero todas respetan al gallo, que está allí para poner orden y evitar que el corral se convierta en un circo sin orden ni concierto. Bueno, por lo general lo respetan. A veces, pues no tanto.
Es sabido que el gallo canta. Mucho. La mitología y hasta los textos sagrados de varias religiones lo atestiguan. Suele decirse que el gallo está predispuesto genéticamente para cantar al amanecer. Pues bueno, pues serán algunos gallos particularmente cronométricos, pero lo cierto es que el gallo, por lo común, canta al amanecer, al anochecer, a media mañana y a media tarde, a las tres de la madrugada y, en fin, cuando le da la real gana. Nunca se sabe cuándo canta el gallo, animal sin duda proclive a la confusión horaria entre otras confusiones igualmente incómodas. Tampoco está claro por qué ni para qué canta, ni qué rayos va a decir cada vez que se sube a las bardas del corral y empieza a emitir sonidos que, reconozcámoslo, muchas veces están desafinados y contradicen claramente la opinión mayoritaria en el resto del corral, o del partido, o del grupo parlamentario de las faisánidas, o de donde sea que le dé al animalito por cantar.Sobre ser el animal emblemático de Francia y de Portugal, el gallo uno de los símbolos más antiguos de la vigilancia y la perseverancia. Y es cierto que la carne del gallo adulto es más dura y menos sabrosa que la de los pollos y gallinas, pero si hay que comérselo, pues le sucede lo que vimos en la película Lo que el viento se llevó: que se lo comen. Ese es el temor más profundo del gallo, lo que más le confunde: la posibilidad de que, en cuanto se presente la ocasión, lo desplumen y lo metan en el horno. Y que luego elijan a otro gallo. Y así siempre.