Este miércoles se celebra en el Congreso de los Diputados el último pleno de esta legislatura. El lunes 4 de marzo el presidente del Gobierno disolverá el Parlamento, lo cual dará el pistoletazo de salida para las elecciones generales del 28 de abril.
En cualquier democracia que se precie, el hecho de que esté disuelto el Parlamento supone una clara congelación de la actividad legislativa, pues se está a la espera del resultado de las urnas. Sin embargo, en esta ocasión el Gobierno de España pretende convertir la precampaña electoral en un momento especialmente intenso en el Congreso.
La idea, anticipada estos días por varios ministros, es "seguir gobernando hasta el último día". Eso no está mal, es la obligación de todo Ejecutivo, pero siempre que se interprete en un sentido restrictivo. Sin embargo, lo que va a hacer Pedro Sánchez es seguir aprobando decretos ley en el Consejo de Ministros durante las próximas semanas, lo cual obligará a la Diputación Permanente del Congreso, que es el órgano previsto para tomar decisiones cuando las cortes están disueltas, a pronunciarse y, por tanto, a convalidarlos o rechazarlos.
Por supuesto, nada de ello es ilegal, pero bordea los límites peligrosamente por dos motivos. Por un lado, porque la figura del decreto ley es de carácter excepcional y debe ser utilizada para casos de urgencia en que no haya tiempo de esperar a que el Parlamento debata una ley. Y, por otro, porque la Diputación Permanente puede asumir todas las funciones del Congreso, pero siempre se ha entendido que este órgano está para dar tramitación a los asuntos que no pueden aguardar a que estén constituidas las nuevas Cortes.
De hecho, en toda la etapa democrática española sólo se han aprobado 33 decretos estando las cortes disueltas, y en la inmensa mayoría se trata de cuestiones urgentes que no podían esperar a la celebración de las elecciones: ha habido desde ayudas por el terremoto de Lorca hasta medidas de tipo económico exigidas por Bruselas.
Limitación de los alquileres
Todavía no está claro cuántos ni cuáles serán esos decretos, pero ya se especula de una contrarreforma laboral, de diversas ayudas sociales e incluso de la polémica limitación del precio de los alquileres exigida en su día por Podemos.
Ante este panorama, cabe hacerse una sola pregunta: ¿por qué? La respuesta es muy sencilla: porque el Gobierno quiere aprovechar "hasta el último día" para sacar tajada en las urnas. Eso es legítimo, pero muy poco ético, sobre todo porque ha tenido ocho meses para aprobar todos los decretos ley que le hayan dado la gana, y que han sido en concreto 25.
Tampoco es muy elegante empeñarse en aprobar medidas vía decreto ley que estaban incluidas en el proyecto de Presupuestos Generales del Estado, porque el Congreso de los Diputados, donde reside la soberanía nacional, ha tumbado precisamente ese proyecto hace unas semanas, nos guste o no.
Se podrá alegar que las medidas que pretende aprobar el Gobierno son beneficiosas para el conjunto de los españoles, pero no parece que sea lo más sensato aprovechar que están las Cortes disueltas y en plena precampaña electoral para aprobarlas deprisa y corriendo.
Medidas tan sensibles como la limitación de los alquileres o una contrarreforma laboral no sólo requieren un gran debate parlamentario, sino que convendría afrontarlas en otros momentos de la legislatura, sobre todo para dar seguridad jurídica a los actores económicos. España no puede caer en la improvisación permanente y en aprobar medidas que, de salir un Gobierno de otro signo político de las urnas, acabarían siendo abolidas a las pocas semanas de ser aprobadas por la Diputación Permanente. En ese caso, esas medidas sólo habrían servido para que un Gobierno oportunista arañase unos cuantos votos. ¿De verdad merece la pena retorcer las instituciones de esa manera?