Cuando el 26 de agosto de 1936 el capitán Fernando Lizcano de la Rosa escuchó la orden de fuego que acabaría con su vida en Barcelona, por haberse sublevado contra la República, aún tuvo fuerzas para lanzar un último grito de: “¡Viva España!”. El ruido de los disparos se confundió con la respuesta entusiasta de los mismos que lo fusilaban, milicianos anarquistas, socialistas y comunistas, que gritaron sin dudarlo: “¡Viva!’
En esta escena, referida “con precisión matemática” por un político que asistió a la ejecucion, Jaume Miravitlles, quedaba reflejado el paradójico drama de españa, el trágico sarcasmo de 1936, cuando sus ciudadanos pretendieron que viviera la Nación… matándose a sí mismos.
Aunque a la sazón Miravitlles había pasado a engrosar las filas de Esquerra Republicana de Cataluña, apenas una década antes había iniciado su militancia política en las filas del Partit Comunista Català. Ni aquello ni su condición en el verano de 1936 de secretario general del Comité de Milicias Antifascistas, que en aquel momento plenamente revolucionario constituía el verdadero poder ‘de facto’ en Cataluña, le había impedido resistirse a la súplica de uno condenados: que le acompañase en el momento de la muerte “para poder morir mirando un rostro amigo”, aunque fuera comunista. Fue precisamente este amigo de Miravitlles, el militar condenado Lizcardo de la Rosa, quien lanzó el "¡viva España!" que fue respondido por los ejecutores.
“Todos pertenecíamos a la misma familia humana, al fin y al cabo todos éramos españoles”, trató de explicar Miravitlles décadas más tarde al relatar esta experiencia, que había sido “la más fuerte de su vida”.
Paz, piedad y perdón
Tan sólo dos años después de aquel suceso, el mismo presidente de la República, Manuel Azaña, reconocía que aquellas “banderías obtusas, fanáticas y cerriles” que habían desencadenado la peor matanza de la historia del país, no conducirían a ningún sitio.
Azaña inició su famoso discurso ‘Paz, piedad y perdón’ con una frase que entonces resultaba audaz pero que 40 años después se mostró simplemente profética: “Donde haya un español o un grupo de españoles que se angustian pensando en la salvación del país, ahí hay un ánimo y una voluntad que entran en cuenta”.
Carrillo era perfectamente consciente de que la supervivencia de su formación pasaba por convencer a los españoles que el PCE no era el mismo que había protagonizado episodios lamentables de la guerra
Dos años después de la muerte de Franco, ese ánimo y esa voluntad dominaba el pensamiento de los principales líderes españoles, en su mayoría hijos de quienes habían vivido la guerra en uno u otro bando. Habían aprendido, como vaticinó Azaña, que el futuro del país no sería posible sin paz, piedad y perdón.
Santiago Carrillo, secretario general del PCE en 1977, era uno los pocos políticos españoles de la Transición que no había vivido la guerra como espectador sino como protagonista de primer orden. Conocía, por tanto, la fortaleza del adversario al que se enfrentaba y la ferocidad que era capaz de desplegar. De ahí que, cuando murió el dictador, Carrillo era perfectamente consciente de que la supervivencia de su formación, su integración en la vida política del país y la posibilidad de la democracia -que no sería auténtica ni creíble sin el concurso del Partido Comunista- pasaba por convencer a los españoles que el PCE no era el mismo que había protagonizado episodios lamentables de la guerra.
Una sociedad distinta que en la Guerra Civil
No fue casualidad que su mensaje electoral en 1977 se resumiera en esto: “Lo que más deseamos los comunistas españoles es que no vuelva a haber en España una Guerra Civil”.
Franco había muerto, pero Carrillo sabía que el franquismo no: para empezar, el rey Juan Carlos, al que muchos se anticiparon a apodar ‘el breve’, había sido colocado en la Jefatura del Estado por Franco. El ejército seguía siendo franquista. Sus principales mandos habían combatido en la Guerra Civil a las órdenes de Franco. Habían accedido a su responsabilidad por voluntad de Franco. Y si habían jurado lealtad al rey, había sido no tanto por simpatía personal hacia la dinastía borbónica como por lealtad a las disposiciones que Franco había establecido acerca de su sucesión y que habían quedado ratificadas en referéndum.
Por otro lado, la sociedad española de mediados de los 70 era muy distinta a la que protagonizó la guerra. El franquismo, que nació con una voluntad de resistir a las presiones de las democracias vencedoras de la II Guerra Mundial, derivó años después en una voluntad de prosperidad material, que en buena parte logró gracias a las reformas aperturistas del régimen en el orden económico. Por otro lado, varias leyes de inspiración falangista habían garantizado una protección social parecida a las que gozaban países desarrollados de nuestro entorno. A finales de los 60 ya no existían en España las “contradicciones internas” ni la “condiciones objetivas para la revolución” que describían entonces muchos opúsculos habituales en las universidades.
El PCE era la verdadera oposición
La verdadera oposición al franquismo estaba liderada por el PCE, y no por el PSOE, de relevancia mucho menor. Pero en aquel PCE de los 60 y 70 convivían sensibilidades muy distintas, aglutinadas por el comprensible deseo de acabar con la dictadura y traer libertades y democracia a España, y no tanto por convicciones marxistas o por la admiración hacia las políticas del bloque soviético.
Carrillo, al igual que Suárez, sabía que los españoles nunca creerían en una democracia sin partidos (u orgánica, como la denominaban los franquistas) o de partido único, como imperaba en la URSS, China o Cuba.
Fue uno de los franquistas más acérrimos, Blas Piñar, quien supo definir con más acierto en las Cortes qué clase de cambio estaba impulsando el Régimen: “Esto no es una reforma, es una ruptura”
La Ley de Reforma Política de 1976 fue el embrión de esa democracia liberal que tanto había repudiado el franquismo en España y buena parte de la izquierda durante la guerra. Fue de hecho uno de los franquistas más acérrimos, Blas Piñar, quien supo definir con más acierto en las Cortes qué clase de cambio estaba impulsando el régimen: “Esto no es una reforma, es una ruptura”.
Efectivamente, era una ruptura.
Pero tenía una contrapartida en ‘la otra España’: la ruptura del Partido Comunista de España con sus esencias, con su historia y con sus símbolos.
El carísimo precio que pagó el PCE
El PCE veía entreabierta en 1977 la puerta de su legalización, pero tendría que pagar un elevado precio para cruzarla: aceptar el régimen monárquico como forma de Estado, algo que debía plasmarse gráficamente en su aceptación de la bandera bicolor. Ya solo la mera legalización del Partido Comunista podía provocar un terremoto en los cuarteles. Pretender que el franquismo sin Franco, aun con la reforma de 1976 aprobada, aceptase nuevas imposiciones del PCE ponía en riesgo no sólo la legalización de los comunistas sino la continuidad de la propia Transición.
De ahí que el Comité Central del Partido en pleno diese su visto bueno a las condiciones que Suárez había planteado a Carrillo en secreto. Quien años después sucedería a Carrillo en la secretaría del Partido Comunista, Gerardo Iglesias, relató aquel momento histórico que vivió en plena reunión del comité:
“Llamó Suárez a Carrillo, que dijo que tenía que abandonar la reunión y allí nos quedamos esperando. Cuando volvió, venía con una declaración ya redactada que nos leyó. Nos informó de que Suárez le dijo que el Ejército anunciaba que iba a por nosotros. Supongo que lo que negoció fue para que no vinieran a por nosotros, Monarquía, bandera y todo eso… y se votó. Se aprobó, creo que sin ningún voto en contra ni abstención, ni ninguna intervención”.
Las circunstancias de aquella aprobación pesarían en la conciencia de los comunistas españoles durante largo tiempo. Algunos no las aceptaron y se marcharon del partido o a otras formaciones.
La izquierda no comunista que observaba el proceso desde fuera no acabó de convencerse. El electorado progresista en su mayoría se entregó a un Partido Socialista Obrero Español que había ganado el apoyo de los grandes partidos de izquierda europeos. Pero a día de hoy no cabe duda de que aquella renuncia del PCE, al igual que la que habían ejecutado sobre sí mismos los procuradores franquistas en diciembre del año anterior, contribuyó a crear una democracia que pudiera contar con el crédito a nivel interior y exterior.
El difícil retorno a las raíces republicanas
Aunque el PCE aceptó la monarquía y los símbolos que consagraría la Constitución de 1978, la conciencia de los comunistas españoles siempre se sintió en deuda con la memoria republicana. A medida que avanzaron los años en democracia, la reivindicación de los valores y símbolos de la II República se hicieron más y más presentes en el discurso de los líderes del PCE e Izquierda Unida.
En el XVIII Congreso celebrado en 2009, el partido retomó oficialmente la tricolor republicana y profundizó en la revisión crítica de su pasado reciente. Pero llegó tarde. Para aquel año el Partido Comunista de España no era sino un reducto del pasado. Poco tiempo después, un partido que adoptó como color corporativo ese morado al que Carrillo renunció en 1977, pasaba por su izquierda como una exhalación. Había irrumpido Podemos.
El líder de Izquierda Unida, Alberto Garzón, un joven nacido en 1985, se unió al nuevo torrente político que había impactado en la escena política española al calor de las movilizaciones del 15M. Aún se discute si lo hizo para sumar o para sobrevivir. Lo cierto es que poco queda de aquel Partido Comunista que contribuyó a abrir un futuro en paz para España. Ni siquiera queda el reconocimiento de a quienes les precedieron en los tortuosos años 70. El juicio de Garzón, emitido públicamente, es implacable: “El PCE de la Transición se autoengañó y engañó a sus militantes”, llegó a decir el pasado abril en una entrevista de El Periódico.
“El PCE cometió el error de racionalizar su derrota. Sabía que no había conseguido lo que perseguía, pero se autoengañó y engañó a los militantes diciéndoles que la Constitución del 78 era el camino al socialismo. A partir de ahí, el partido adoptó una estrategia conservadora con un deje muy institucionalista y moderó su discurso para competir en las elecciones”, afirmó.
Para Garzón, la renuncia al leninismo y la asunción de la bandera roja y gualda fueron “derrotas” comunistas. Y la firma en 1977 de los Pactos de la Moncloa, que posibilitaron la continuidad del proceso democrático a pesar de la gravísima crisis económica de aquel año, “la primera medida neoliberal que se tomó en la España democrática”.