En la plaza madrileña de Nelson Mandela, antes de los Cabestreros, había este viernes a media tarde un grupo de senegaleses sentados en una barandilla, como siempre. Como hace casi un año, cuando sus compatriotas la emprendieron a sillazo limpio contra el restaurante de cocina africana en el que se había refugiado su embajador, con quien estaban furiosos. Entonces, faltaban pocas horas para la manifestación que habían convocado por la muerte de uno de sus compatriotas, un mantero que cayó fulminado de un infarto mientras huía de la policía. Esta tarde primaveral de 8 de marzo tenían a su alrededor varios grupos de adolescentes que pintaban los carteles para la huelga feminista mientras bebían latas verdes de Mahou. Los 'lateros', encantados.
Un hombre negro los miraba desde la calle del Oso, en los 90 conocida porque allí operaban los miembros más distinguidos de la 'banda del pegamento'. Muchachos marroquíes enganchados al adhesivo que atemorizaron durante una temporada a los vecinos del barrio con atracos en los que empleaban sábanas y navajas. Lavapiés, el Madrid histórico, hoy sinónimo de inmigración, tascas reformadas, olor a fritanga y a incienso; y alquileres por las nubes de pisos que tienen muchos más años que metros hábiles. Por esa calle, descendía una muchacha de unos 20 años con una pancarta que decía “ni Casado ni coletas, en el Gobierno quiero tetas”. En el edificio 'okupado' de la plaza se escuchaba un grupo de punk femenino. Rotundo, muy rotundo.
Es el Día Internacional de la Mujer y la marea humana se extiende desde Atocha hasta Cibeles y desde la Puerta de Alcalá hasta Sol. Frente al bar El Brillante -popular por sus bocadillos de calamares a precio de caviar beluga-, una mujer espigada porta una reproducción en cartón-piedra de un clítoris gigante. A su lado, pasa un vendedor de pulseras moradas. En su mano, tiene medio centenar, a un euro la unidad. La idea parece buena, pero lo cierto es que no tiene mucho éxito porque, quien más, quien menos, ha venido ataviada con su camiseta morada y su pancarta.
El movimiento feminista reclama igualdad efectiva y más medios para luchar contra la brecha salarial, contra la violencia de género y contra esas múltiples formas de agresión que -consideran- existen en la relación entre hombres y mujeres. Si usted acude a un restaurante, con su pareja, y el camarero le sirve a usted la cerveza y a ella la naranjada, ha sido machista. Los académicos de la lengua también lo son por no mostrarse receptivos ante la posibilidad de incluir en el diccionario el término "miembra". Y el señor que fabricó ese cartel para el baño de un bar, en el que aparece una mujer cambiando el pañal a un hijo, también. ¿Por qué no puso un hombre?. Todas estas inquietudes forman parte del discurso de quienes este viernes se han ataviado la camiseta morada.
El trío de 'asas'
Detrás de la misma pancarta se encontraban a media tarde Isabel Celaá, Carmen Calvo y Begoña Gómez. Trío de ases. O asas. La primera, en su esfuerzo por ser lo menos discriminadora posible, deseaba en la rueda de prensa tras el Consejo de Ministros una buen Día Internacional de la Mujer a los periodistas, de la forma con la que el alumno torpe recitaba los pronombres al profesor de lengua en 3º de básica: “Espero que ustedes pasen, ustedes, vosotros y vosotras; ustedes, ellos y ellas, un buen día”. La esposa del presidente del Gobierno apelaba a la igualdad de oportunidades de las mujeres pocos meses después de pegar un buen pelotazo. Ocurrió en agosto, después de que su marido llegara a la Moncloa, y tuvo forma de contrato de postín en el Instituto de Empresa.
Carmen Calvo, por su parte, lleva encadenando puestos políticos desde principios de los 90. Hace unas horas, volvía a hablar de la necesidad de reformar la Constitución para que recoja, de una vez, la igualdad entre hombres y mujeres. Artículo 14, textual: “Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”. Mientras una gran parte de las mujeres – hombres- tratan de sobreponerse a los efectos de una larga crisis, en la que se han empobrecido, hay cargos públicos que, desde la comodidad de su asiento, abanderan causas sociales en auge y dan auténticas lecciones de estupidez galopante.
Es media tarde y el grupo de amigas -la más mayor tendría 17 años- que viajaba en metro apelotonado -había servicios mínimos del 60%- se reúne con otras dos en la plaza de Antón Martín. A su lado, una muchacha porta un cartel que dice “Más infravaloradas que las bragas de la regla”. Un grupo de padres, en el Paseo del Prado apela a cambiar las leyes para garantizar la conciliación laboral y familiar; y hace una curiosa danza con los carritos de los niños: para adelante, para atrás, stop, vuelta a empezar. Otra manifestante lleva una pancarta que afirma -para desinformados- que “la regla es roja porque es sangre y el patriarcado, una mierda”. Y un grupo de estudiantes, se hace una fotografía selfie encima de un banco, con dos carteles: “El patriarcado me da patriarcadas” y “Si Dios es patriarcal, homófobo y antiaborto, quizá el diablo no es tan malo”. La lírica más sutil acompaña al movimiento feminista.
El clímax se alcanza a la altura del Museo Naval, donde una chica con el pelo rizado y un micrófono recita cánticos en realismo sucio. Como el Bukowski más desnortado. “Manolo, Manolito, la cena tú solito”; “Estoy hasta las tetas de hacerte las croquetas”. Y sigue: “A ver, éste nos lo tenemos que aprender: Mi cuerpo, mi vida, mi forma de follar no se arrodilla ante el sistema patriarcal. Venga, que no me seguís, no repetís”.
Y, a pocos metros, dos señoras se escandalizan: “No te seguimos porque no nos gusta. Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa”. Y no hay mayor verdad.