Cuentan que, tras pactar el apoyo del PNV al primer gobierno de José María Aznar, en 1996, Xabier Arzalluz se jactaba de que “le he sacado a este en 14 días más que a Felipe González en 14 años”. No en vano, el político vasco fallecido este jueves a los 86 años ejemplificó como nadie esa capacidad para arañarle competencias y ventajas y privilegios y lo que hiciera falta al malvado Estado a cambio de hacer de bisagra que garantizase la gobernabilidad. Prebendas a cambio de votos de investidura, en la mejor tradición nacionalista.
Él era el encargado de negociar el apoyo de su formación a los diferentes gobiernos de PSOE o PP. Por ello, por sus viajes a Madrid como negociador y porque fue diputado en el Congreso en la primera legislatura (1979-82) y porque llegó a impartir clases en la Universidad Complutense, no es de extrañar que mantuviera una sorprendente pero innegable sintonía con políticos como el ex líder socialista Alfredo Pérez Rubalcaba, otro negociador que, como su homólogo vasco, engañaría a un ladrón sin despeinarse.
El político vasco ejemplificó como nadie esa capacidad para arañarle competencias y ventajas y privilegios y lo que hiciera falta al malvado Estado
La figura de Arzalluz es tan relevante para el Partido Nacionalista Vasco que durante años el hombre y el partido parecían sinónimos. Este ex sacerdote de formación jesuita -como muchos de sus correligionarios-, licenciado en Derecho y Filosofía, casado y padre de tres hijos, políglota y ávido lector, fue el líder carismático del todopoderoso PNV durante algo más de dos décadas. Primero presidió el partido entre 1980 y 1984. Fueron años duros, en los que se peleó una y otra vez con su compañeros de filas y lehendakari Carlos Garaikoetxea. Cuando este último, en medio de una guerra interna que deja en minucias las actuales peleas de Podemos, fundó EA, escisión del PNV, Arzalluz regresó cual hijo pródigo como presidente del partido en apuros. Este advenimiento ocurrió en 1986. Y nuestro hombre se mantuvo en el cargo hasta 2004, momento en que dejó la política. Estos últimos quince años de su vida los pasó en silencio, entre su casa de Bilbao y su caserío de Galdácano, sin hacer ruido contra esas siglas que amaba por encima de todo.
Su principal mérito fue reconstruir la formación y consolidarla como primera fuerza. Lo hizo con mano de hierro. Tanto mandó que el PNV no se entendía sin él, que simbolizaba la imagen del partido. Había lehendakaris, como José Antonio Ardanza y Juan José Ibarretxe, y había diputados famosos en Madrid, como Iñaki Anasagasti, pero la sensación siempre fue que el que cortaba, salaba y freía el bacalao en el partido era Arzalluz. Lenguaraz, directo y con un aire autoritario en el rostro, era el poder del partido. Era el que marcaba el ritmo y el tono a todos los demás. Era el que rememoraba la peor herencia de Sabino Arana y el que hablaba, en su frase más famosa, de que en el nacionalismo vasco “unos agitan el árbol y otros recogen las nueces”. Era el que llamó “chicos de la gasolina” a los jóvenes que perpetraban la 'kale borroka'.
Era el que llamó “chicos de la gasolina” a los jóvenes que perpetraban la kale borroka
Era el que negociaba apoyos a los gobiernos centrales de PSOE o PP y suscribía el Pacto de Ajuria Enea (1988) para después firmar el Pacto de Lizarra (1998) con el resto de formaciones nacionalistas precisamente para aislar a esos partidos constitucionalistas. Era el que lanzaba guiños a la izquierda 'abertzale' por su independentismo compartido y el que más la atacaba en los mítines por su discrepancia en el modelo social (y por su competencia electoral, claro). Era el que podía espetar contra “los españoles” cualquier barbaridad, incluso rayana en el delirio -como aquello del RH negativo-, pero al mismo tiempo era el que defendía, para sorpresa de algunos de sus compañeros, que no se podía considerar vascos solo a los nacionalistas y había que respetar a quienes no lo eran. Era el que apoyaba sin ambages el Plan Ibarretxe para “liberar a nuestro pueblo” de las opresoras garras estatales. Era el más pragmático, en principio, y era el más independentista, al final de su carrera.
Era el que podía espetar contra “los españoles” cualquier barbaridad -como aquello del RH negativo-, pero al mismo tiempo era el que defendía que no se podía considerar vascos solo a los nacionalistas
Pero era, sobre todo, el rostro del PNV. Su icono. Su jefe. Su amo. Y eso es mucho decir en una comunidad autónoma donde ese partido es algo así como una religión para miles y miles de vascos. Sin embargo, Arzalluz no consiguió que sus tesis se impusieran cuando se marchó. Al dejar la presidencia del PNV, intentó colocar como sucesor a su delfín, Joseba Egibar, líder del PNV guipuzcoano, que se enfrentó en una competición interna a Josu Jon Imaz, cabeza visible del PNV vizcaíno.
Egibar y Arzalluz representaban la vertiente más independentista. Imaz, ahora consejero delegado de Repsol, y su buen amigo Íñigo Urkullu, hoy lehendakari, lideraban el sector más moderado (o menos radical) del partido hegemónico entre los nacionalistas vascos. Fue una pugna dura. Las famosas dos almas del PNV, frente a frente otra vez. Ganó, como se sabe, el ala más posibilista. La derrota más dura para Arzalluz, que tras tanto mandar vio cómo otros se quedaban con su partido, cómo su querido Ibarretxe desaparecía del mapa y cómo sus compañeros no terminaron de atreverse a emprender la ruptura con España que él ansiaba por encima de todas las cosas.