Joaquim Torra i Pla nació en Blanes (el “portal de la Costa Brava”, en Girona), en diciembre de 1962, en el seno de una familia de clase media. Sus primera educación la recibió de los padres jesuitas de Sarrià, en Barcelona, lo cual es significativo porque los jesuitas, a finales de los 60 y principios de los 70, mantenían dos cosas: un nivel de exigencia académica muy alto, que buscaba casi la enseñanza personalizada, y a la vez un inocultable progresismo tanto ideológico como religioso. Eran la “vanguardia del Concilio” que acababa de terminar. Por eso resulta curioso que Torra saliese de allí, y haya mantenido hasta hoy, un acendrado catolicismo y una opción política claramente conservadora, aunque eso se haya desleído en todo lo demás.
Es un hombre de trato agradable y cordial, pero no es simpático ni tiene don de gentes. Es una persona gris con un punto de amargura que los años no han hecho sino acentuar. Estudió Derecho (se licenció en la UAB en 1985) pero ha trabajado en varias cosas. La más duradera fue una empresa de seguros, Winterthur, donde permaneció desde los 25 hasta los 45 años. Víctima de una “reestructuración empresarial”, se dedicó luego a la edición de libros: fundó en 2008 la editorial A Contra Vent, que tenía la vocación de recuperar la obra de periodistas catalanes de las primeras décadas del siglo pasado (uno de ellos, Eugeni Xammar, es uno de sus referentes educacionales), pero también publicó a autores de hoy como Montserrat Roig, Paco Madrid, Domènec de Bellmunt, Enric Vila y Salvador Sostres. Estos dos últimos, que proceden de posiciones ideológicas muy distantes entre sí, recuerdan su experiencia con el editor Torra con una mezcla de nerviosismo e indignación. A ninguno de los dos les pareció una persona seria y dedicada a su trabajo. Parecía tener la cabeza en otra cosa.
La tenía en la actividad política, en la que comenzó desde jovencito. Comenzó como seguidor del liberal catalanista Ramón Trías Fargas, cuyo pequeño partido, EDC, acabaría fusionándose con la primitiva Convergència Democràtica de Catalunya. Torra se aproximó luego a la Unió Democràtica de Duran i Lleida, democristianos que se extinguieron rápidamente después de romper con CDC (aquel duradero matrimonio político que se llamó Convergència i Unió, CiU). Pasó después, brevemente, por los aledaños más conservadores de Esquerra Republicana. Tras aproximarse luego a CDC, fue nombrado gerente de la empresa municipal Foment de Ciutat Vella, donde no duró demasiado. Después le hicieron director del Born, centro cultural barcelonés muy querido por los convergentes, en el que permaneció algún tiempo. En 2015 se le nombró director del Centre d’Estudis de Temes Contemporanis, un think tank de la Generalitat que tuvo que abandonar para presidir –inesperadamente– Òmnium Cultural, puesto en el que, a los pocos meses, fue sustituido por Jordi Cuixart.
Lo esencial de Torra es un independentismo absoluto, radical, intransigente y que no hace sino aumentar
Quiere esto decir que Torra es un esforzado activista cultural, eso sin duda, pero una de dos: o bien su virtud no es la perseverancia, o siempre encuentran a otro mejor para reemplazarle. El tímido, mate, algo anticuado –lo que hoy se llamaría vintage– y siempre apagadizo Quim Torra era también conocido por la radicalidad de sus posiciones independentistas, que no hizo sino crecer con el paso del tiempo, y por algunos esporádicos raptos de cólera, o mejor fuera decir de intransigencia, que llamaban la atención de quienes los veían, porque no encajaban bien con su carácter más bien comedido. Quizá porque vino al mundo un 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes.
Escribía mucho. Seis libros entre 2007 y 2013, los dos últimos en su propia editorial, y una inmensa cantidad de artículos que publicaba donde podía, muchísimos de ellos en el diario digital El Món. Es en esos textos en donde se ve la evolución ideológica de Quim Torra. Lo que importa en él no es su conservadurismo, su catolicismo, su licenciatura en Derecho ni ninguna otra cosa, incluida la poca duración de sus trabajos (salvo aquello de los seguros). Lo esencial de Torra es un independentismo absoluto, radical, intransigente y que no hace sino aumentar; ese sentimiento, porque no es otra cosa, se traduce en algo que inevitablemente hay que llamar odio hacia España –que se ha manifestado infinidad de veces en sus textos– y hacia los españoles: “Carroñeros, víboras, hienas. Bestias con forma humana, sin embargo, que destilan odio. Un odio perturbado, nauseabundo, como de dentadura postiza con moho, contra todo lo que representa la lengua. Están aquí, entre nosotros. Les repugna cualquier expresión de catalanidad. Es una fobia enfermiza. Hay algo freudiano en estas bestias. O un pequeño bache en su cadena de ADN. ¡Pobres individuos!". Es un ejemplo entre cientos.
Hay más: “España, esencialmente, ha sido un país exportador de miseria, material y espiritualmente hablando. Todo lo que ha sido tocado por los españoles se ha convertido en fuente de discriminaciones raciales, diferencias sociales y subdesarrollo”. “Ahora ya sencillamente [España] eres una sombra grotesca, que sueltas los últimos espasmos en forma de requerimientos, diligencias y confiscaciones. No das ningún miedo, bestia inmunda. Y por eso ya podemos mirarte a los ojos, sin bajar la cabeza, sin desviar la mirada, y decirte: ¡saca tus garras de nuestras urnas!”. Esa virulencia verbal a la hora de hablar del “enemigo” la tienen muy pocos políticos en Cataluña. Y es que Torra, como dice alguno de sus amigos, “no es un político. Es un activista”. Reacciona con la furia de quien cree que están amenazando su casa, su nido, “lo suyo”.
Esta doble condición: la de “tragaespañoles” furibundo (con un estilo algo decimonónico, eso es verdad) y la de persona que parecía inventada para ser número dos, pero no número uno de nada, fueron las que convencieron a Carles Puigdemont para elegirle como sucesor, sustituto o vicario suyo al frente de la Generalitat, cuando él, que sí tenía carisma y don de gentes, decidió huir de la justicia y ponerse a salvo en Bélgica. Con Torra al frente de la Generalitat había pocas posibilidades de que a él le olvidasen, debió de decirse el fugado. Lo de “otro vendrá que bueno me hará” sería difícil en este caso. Tenía razón.
Torra apenas cambió tras ocupar el despacho presidencial. Entre otras cosas porque no lo ocupó. Gran conocedor del poder de los símbolos, lo convirtió en una especie de santuario del president ausente. Tampoco se colgó nunca al cuello la vieja y hermosa medalla de los presidentes catalanes. Él se sentía, como tantas otras veces en su vida, ocupando un puesto provisional, guardando ausencias, haciendo una suplencia. Muy probablemente esa es la razón por la que, dentro del independentismo, Quim Torra tiene pocos detractores, pero también pocos partidarios. No es un líder, no es un conductor de masas, no se parece en nada a su admirado Francesc Macià. Torra es, simplemente, lo que hay.
Como activista, mucho más que como político, Torra suele confundir su propia concepción de la realidad, o su propia utopía, con la realidad misma. “La discusión ideológica no puede ser en ningún caso el eje que nos separe, por encima de ella está el destino de Cataluña. Mis adversarios políticos son todos aquellos que no quieren la soberanía plena de nuestro país”, ha escrito. Esto explica que, en su manera de ver las cosas, todo lo que ayude en la lucha por la independencia es bueno, sea lo que sea. La “Patria” lo justifica todo. Desde las algaradas callejeras de los CDR hasta las patrañas que difunden farsantes como Jordi Bilbeny, que manipulan la historia de Cataluña y de España (y de lo que haga falta) con una desvergüenza asombrosa. Y a los que el “presidente accidental” mira con simpatía. Lo último ha sido denostar a los funcionarios, también a los de la Generalitat, incluidos los Mossos d’Esquadra. Porque los funcionarios tienen la estúpida manía de cumplir la ley: para eso están. Pero si ese cumplimiento perjudica a la causa independentista, pues abajo los funcionarios…
Ese fanatismo explica también una actitud aparentemente opuesta: la quejumbre, el lamento, el gemido constante cuando cree que se le ataca o cuando su incumplimiento de la ley (ley que conoce perfectamente: es abogado) descarga sobre él las inevitables consecuencias. Invariablemente las penalidades, disgustos o sanciones que pasa Quim Torra son ataques a Cataluña. Siempre. Probablemente es sincero cuando dice eso (y lo dice constantemente), es muy posible que lo crea de verdad. Y lo que parece sobreactuación a la hora de quejarse no es sino fruto de su carácter, de su manera de ser algo antigua, de su querencia (y de sus abundantísimas lecturas) de los escritores y periodistas de hace cien años.
Apeado de la presidencia de la Generalitat por una decisión del Tribunal Supremo, en escrupuloso cumplimiento de la ley, no deja –en su mundo ideológico– apenas enemigos, pero tampoco fervientes partidarios. Abre, eso sí, un interrogante muy espinoso: quién le sustituirá. Porque es difícil encontrar a alguien como Quim Torra.
El ganso del Nilo (Alopochen aegyptiaca) es una anátida que se ha vuelto peligrosa por su naturaleza colonizadora e invasiva: allí donde vive, acaba con otras especies que pueden competir con él y su radicalismo reproductivo no deja sitio para nadie más. Cosa que parece importarle muy poco, desde luego. Tiene un carácter extraño y casi contradictorio. Cuando algo o alguien, sea lo que sea, se acerca a su nido, o al menos el ave cree que se acerca y se siente en peligro (lo cual ocurre constantemente), muestra una agresividad extraordinaria. Pájaro vocinglero, mide el tamaño del supuesto invasor y, si cree que puede hacerle frente, echa a correr, agita las alas para parecer mayor de lo que es y se abalanza sobre él a picotazos, o por lo menos a gritos espeluznantes.
Pero si el presunto invasor o atacante es demasiado voluminoso, el ganso del Nilo cambia completamente de táctica. Gime, se queja, lanza gemidos lastimeros y finge que está herido mientras se aleja poco a poco del nido. Cojea, solloza, hace ver que tiene un ala rota, lo que sea. El presunto agresor (que a veces lo es y a veces no) se muestra sorprendido por las dotes teatrales del ganso, le pica la curiosidad y, si acaso tuviese algún interés en los huevos o en los pollos, se olvida de ellos para contemplar el espectáculo de tan consumado actor. Es entonces cuando el ganso, que está perfectamente sano, deja de fingir y echa a volar, entre graznidos que tienen un punto de burlones.