Habitualmente, aprendemos a alimentarnos en un ambiente de total confianza, siendo nuestros padres los que se encargan de suministrarnos los nutrientes para nuestro desarrollo. Damos por hecho que, además de nutritivos, serán alimentos seguros, algo esencial ya que, lo que ingerimos nos puede alimentar, pero también enfermar. Un punto flaco de nuestro sistema biológico para el que, a diferencia de otros animales, carecemos prácticamente de recursos de identificación de alimentos nocivos para nuestro organismo.
Esta debilidad queda patente a lo largo de la historia de la humanidad, que cuenta con una larga lista de envenenamientos de importantes personajes. Un fenómeno que preocupaba tanto como para llegar al punto de que surgiesen “trabajos” tan ingratos como el credenciero, un siervo que se encargaba de probar la comida y bebida de su señor, para garantizar que no estaba intoxicada.
Conforme crecemos, ampliamos ese círculo de confianza y seguridad en los alimentos que nos ofrecen, siendo un reto para muchos niños comer alimentos fuera del ambiente familiar. Llegado un punto sabemos seleccionar, con el criterio que hemos adquirido, aquellos lugares donde alimentarnos con seguridad. En general, confiamos en la buena fe de los cocineros que preparan nuestra comida, al margen de que no les veamos prepararla, algo que sí podíamos ver en nuestras casas. Una actitud que implica encomendarse a un prójimo al que presuponemos honesto. Pero, ¿pecamos de ingenuidad al suponer esto?
Son muchos los factores del proceso de elaboración de un plato que desconocemos; de dónde proceden los ingredientes, con qué criterios se han escogido, cómo se han manipulado… Por eso la honestidad es de una importancia vital cuando hablamos de cocina y por eso es tan importante que un restaurante la exhiba. Hacer visibles esas partes del proceso que no vemos, es un ejercicio de transparencia que muchos restaurantes hacen para demostrar que son dignos de la confianza de sus clientes. Cocinas abiertas, referencias a los productores y distribuidores, o explicaciones sobre elaboración e ingredientes son algunos de los gestos que nos sirven para poder avalar ese principio.
Queremos, necesitamos, creer que los establecimientos que escogemos para alimentarnos son honestos y es más que posible que lo sean, porque hay grandísimos profesionales en el sector, entonces ¿me estoy poniendo un poco dramática con el tema? ¿Deberíamos tener total confianza en lo que nos dicen que nos venden? Quizás, no…
Hace una semanas, el programa Teleobjetivo de Tv1 emitía “¿Sabemos lo que comemos?”, un estudio de algunos de los fraudes más comunes que se comenten en hostelería. Un abrumador 73% de los restaurantes que dicen vender atún rojo, no lo hacen. Sirven atún de menor calidad que en muchos casos se ha teñido con remolacha para darle un color rojo intenso. Mucho más escandaloso es el caso del buey o del kobe, donde el porcentaje de engaño es casi absoluto. Recomiendo su visionado para comprobar de dónde proceden estos datos.
Pero el problema no termina aquí, el libro Real Food/Fake Food, habla de que en Estados Unidos el queso parmesano en muchos casos contiene pulpa de madera, que la langosta muchas veces es falsa, al igual que algunos vinos de Oporto y muchos aceites de oliva virgen extra. Muchos de estos fraudes nacen ya en la producción, con lo que los responsables se han desvanecido para cuando el producto se sirve en un restaurante.
Es posible que resulte un poco alarmista, y quiero insistir en el buen hacer de gran parte de los profesionales, pero a la vista de los datos, la honestidad se convierte en un verdadero valor en alza, ¿no creen?