Hace unas semanas, después de una fantástica cena en el Restaurante Cocinandos de León, charlaba con Juanjo, jefe de cocina y socio del negocio junto a su mujer Yolanda, sobre la importancia de la rotación de la carta. Una de las características que hacen singular a este establecimiento es que cambian la carta íntegramente cada semana. Una seña de identidad que se ha convertido en uno de sus mayores atractivos para el público leonés, que teniendo en cuenta su carisma tradicional, ha acogido con entusiasmo esta fórmula tan dinámica y rupturista en propuestas culinarias.
Después de una velada en la que la sala estuvo a rebosar de público, hablábamos sobre la rápida rotación de los platos en una carta actual y qué conlleva todo ello, cuando los últimos comensales se acercaron a felicitar a Juanjo antes de despedirse. Eran un grupo de unos cinco hombres de mediana edad que se definieron como muy aficionados a la gastronomía, a la que dedican presupuesto y kilómetros. De hecho se habían trasladado exclusivamente desde Bilbao para cenar ese martes en León. Lo que se llama unos disfrutones, vaya.
La enhorabuena era ferviente y auténtica; no sólo habían comido muy bien, sino que además el menú no tenía nada que ver con el que degustaron en su anterior visita, y para ellos eso era lo más. Comenzaron entonces a quejarse de que era frustrante volver a algunos restaurantes de alta cocina y descubrir que, después de 3 meses, no habían cambiado la carta. Para ellos, que viajan de una forma tan exclusiva para disfrutar de la gastronomía, esa circunstancia se estaba volviendo todo un problema. En su lógica deductiva, si un restaurante estrellado como Cocinandos puede hacerlo, lo puede hacer cualquiera.
Decir que Cocinandos se inauguró en 2003 con esa fórmula culinaria, siendo unos de los pioneros en ponerla en marcha y practicarla, por lo que forma parte de su ADN y es su distintivo desde entonces. Son muy pocos los locales que tienen un registro tan impecable como Cocinandos, porque hacerlo, y además hacerlo bien, es muy complicado y requiere mucho esfuerzo y coordinación. Pero otros locales no han optado por este formato voluntariamente, sino que ha sido la clientela la que lo ha demandado. Lo dejan claro nuestros amigos bilbaínos, ahora la gastronomía tiene que atender a una nueva entidad llamada novedad, que junto con la (tiránica) sorpresa, se ha convertido en uno de los objetivos prioritarios para el comensal. Me preocupa que los comensales actúen como cazadores de Pokemons y les obsesione “coleccionar todos” los restaurantes, pero de eso hablaremos otro día.
La era del ocio tiene esas pequeñas impertinencias y dictaduras: el cliente quiere novedades, pues se le dan novedades, ¡faltaría más! Además el momento no puede ser mejor, disponemos de un amplísimo abanico de productos exóticos provenientes de los más sugerentes rincones del planeta, de infinidad de nuevas técnicas gastronómicas de lo más impactantes y por si eso fuera poco, la tecnología actual permite llegar todavía más lejos y conseguir efectos fascinantes. Está claro, se han alineado los planetas para crear un momento cósmico en el que nuestras queridas Novedad y Sorpresa sean las musas de esta era, con la aprobación de la Diosa Experiencia (de ella hablamos un poco la semana pasada) y la ayuda, por supuesto, de la omnipresente Creatividad.
El cliente se ha vuelto un yonki de las emociones y eso puede acabar siendo un grave problema, pero no me voy a ocupar de él ahora, me interesa una visión mucho más largoplacista de la situación. Y es que los platos de las cartas rotan a mucha velocidad sin que apenas haya reiteraciones de una temporada a otra, por lo que son muy pocas las recetas que trascienden dentro del mismo restaurante (actitud que, por otro lado, impide especializarse) y prácticamente ninguna trasciende a lo que llamamos gastronomía, entendida desde el aspecto cultural. Si hablamos de trascender en el ámbito que las convertirá en tradición, el doméstico, son muy pocas las recetas que se han convertido en cotidianas. El pastel de kabratxo de Arzak y el coulant de Bras son un par de ejemplos de estos fenómenos de traslación de lo profesional a lo cotidiano. Hablamos de recetas que tienen entre 30 y 40 años de historia, que fueron creadas en un restaurante y que ahora las prepara cualquiera en su casa.
Si en las dos décadas anteriores, la gran aportación gastronómica para la posteridad estuvo más bien basada en la técnica y en la tecnología, en esta década nos encontramos con un carisma culinario que difícilmente podrá ser recordado en el futuro. ¿Qué recordarán dentro de 100 años de la cocina de ésta vertiginosa década? A la velocidad de creación y rotación de cartas, hay que añadir cierta dosis de confusión identitaria que hace que cualquier cocinero trasgresor hable en términos de hacer “su propia cocina”, como si su madre le hubiera amamantado con biberones de sriracha y papillas de quínua. Pues no, amigo. Descubriste anteayer el ajo negro y se te nota, por más que se lo quieras poner a todo.
Y lo peor de todo este panorama, es que es totalmente global. No tenemos más que fijarnos en el fenómeno del pan bao. El dichoso mollete asiático de David Chang, que ahora puedes encontrarte en un pueblo de 2.000 habitantes de la Cordillera Penibética como si tal cosa. Admito que es divertido comer estos bocados de cocina étnica, pero ¿qué pasa con el compromiso que tenemos con el legado culinario? ¿Sabemos con exactitud qué estamos trasmitiendo como herencia culinaria a las próximas generaciones?
En esta delirante sucesión de platos, que no dejan memoria o herencia de ninguna clase, nos encontramos con muchas recetas mediocres y mal elaboradas que sólo sirven para alimentar a la bestia de la novedad, pero que no dejan ningún tipo de huella. En esta incesante huida gastronómica hacía delante, ya no hay tiempo ni ganas para la reflexión. Un cocinero puede elaborar una pésima receta, pero muy novedosa y creativa, por supuesto, y estar tranquilo, porque su corto periodo de vida impedirá que nadie la recuerde. Quizás dentro de 100 años el registro sea otro y hablemos de gastronomía como si del horóscopo chino se tratase: el año del cebollino, el año del kimchi, el año del ajo negro, el año del ceviche…