“Un Frente Nacional gentil no interesa a nadie”. Jean-Marie Le Pen lo tenía claro frente a su sucesora. El patrón de la derecha extrema francesa desde la década de los 70 nunca admitió que para romper el muro que frenaba el aumento de votos debía pasar por la moderación de su discurso e, incluso, por el arrepentimiento de pasadas declaraciones que contribuían a frenar una escalada en las urnas. Él prefería seguir siendo “el diablo de la República”, hasta el punto de que tanto los analistas como muchos de sus seguidores pensaban que, en el fondo, no le interesaba llegar a la cima del poder, sino actuar como mosca cojonera y defender unos valores tradicionales que la derecha tradicional iba aparcando por considerarlos rancios y alejados de una sociedad abierta al globalismo: “la mundialización”, denunciaba.
La estrategia de su hija pequeña desde que heredara las riendas del partido en 2011 provocó la inevitable ruptura política con su padre y acabó, cuatro años más tarde con la expulsión del “menhir” bretón de las filas de la organización que él fundara. Para Marine Le Pen, el cambio de nombre era también necesario y el “Frente Nacional” se rebautizó “Reagrupamiento Nacional”.
Con el nuevo logo, Marine Le Pen pretendía tener las manos libres para intentar borrar las barbaridades que convirtieron a su padre en el ogro de la política francesa desde los años 80, el espantavotos que la izquierda agitaba en cada cita con las urnas, como mejor arma para utilizar el miedo cuando los argumentos políticos no parecían suficientes para garantizar un plus de adhesiones o para evitar la abstención en comicios locales, regionales, legislativos o presidenciales.
Un talismán para la izquierda
Desde que Marine Le Pen decidiera dedicarse a la política asegurando que “asumía todo”, para no herir a los carcamales camaradas de su progenitor, las videotecas, fonotecas y los archivos de papel doblaban sus turnos de trabajo para recordar a los votantes el florilegio verbal que el fundador del FN iba acumulando desde el fatídico año 1987. En esa fecha es cuando en la emisora RTL, defiende que las cámaras de gas nazis “son un detalle de la Historia”. En otro momento bromeó con el apellido de un político llamado Durafour (“Four” es horno en español) para llamarle “crematorio”.
Su entrada en la política data de mucho antes, sin embargo. En 1954, integra el movimiento de defensa de los pequeños comerciantes de Pierre Poujade, que dio nombre al “poujadisme”, utilizado después como una variante del actual populismo. El partido que se enfrentaba a la proliferación de superficies comerciales que arruinaban al pequeño “artisan” panadero o zapatero, obtuvo en 1956 un 11% de apoyo. Su campaña para “echar a todos los dirigentes corruptos e incapaces” le valieron 52 diputados en la Asamblea Nacional.
En plena guerra de Argelia, deja el terciopelo rojo de los escaños del Palacio Borbón, para alistarse como paracaidista contra los independentistas de ese todavía territorio francés. La independencia otorgada a los insurgentes por De Gaulle provocará un odio eterno al general, como le ocurrió a los cientos de miles de “pieds noires”, franceses nacidos en Argelia (miles de ellos de origen español) que tuvieron que elegir entre preparar la maleta o el ataúd y abandonar parte de su vida y todas sus pertenencias en el país que consideraban también suyo. O el éxodo, o ser degollados por los más fanáticos del nuevo poder en Argel.
Tras múltiples derrotas políticas en los años 60, en 1972 el grupo “Orden Nuevo” se empeña en federar a todas las formaciones a la derecha del “gaullisme” para fundar el Frente Nacional y colocar a Le Pen en la jefatura de la nueva formación. Sus fracasos eran tan duros que en 1981 decidió no presentarse a la lucha electoral. Esa elección presidencial dio la victoria al socialista François Mitterrand, que después de auparse al poder con los comunistas, para masacrarlos mejor, puso el pie en el estribo a Le Pen.
Sin el socialista Mitterrand, nada hubiera sido posible
Nada mejor para dividir a la derecha tradicional que empujar a la considerada extrema mediante un cambio de sistema electoral que en 1989 se transformaba en proporcional para que el jefe frentista volviera a la Asamblea acompañado de 34 diputados. Merci Mitterrand. Ambos políticos tienen más en común de lo que se pueda pensar. Le Pen quiso alistarse en la Resistencia ante la ocupación nazi, pero fue rechazado por ser menor. El líder socialista recibió la principal condecoración del régimen de Vichy, para después convertirse en resistente. Le Pen se alistó en la guerra de Argelia donde la guillotina seguía funcionando mientras Mietterand era ministro de Justicia. En el Frente Nacional original militaba un francés miembro de las Waffen-SS. Mitterrand contaba entre sus amistades con la de Maurice Papon, condenado a finales de los 90 por crímenes contra la humanidad, acusado de haber colaborado en la deportación de cientos de ciudadanos judíos a Auschwitz. Los dos tenían un enemigo común: Charles de Gaulle.
Como escribe en su excelente tríptico “Historia íntima de la V República”, el escritor y periodista, Franz-Olivier Gisbert, “Mitterrand es, sin duda alguna, el gran benefactor de la extrema derecha en Francia, su ángel de la guarda, su padre protector”. Para el expresidente socialista, Le Pen era “un personaje lúdico y cultivado, más próximo a la rancia derecha tradicional que a la extrema derecha fascistizante”.
Fue Mitterrand quien “ordenó” a la televisión pública y única televisión que cesara el boicot a Jean-Marie Le Pen. Hasta entonces, era impensable para el servicio público invitar al líder del FN como un político más. Superado el veto, los periodistas competían para ver quién interrumpía más las respuestas de Le Pen, quién era el más duro en sus entrevistas/interrogatorios para no pasar por un blando con el “monstruo”. Tras su desaparición progresiva de la arena política, su hija heredó -hasta hace poco- el mismo trato de los “plumillas”.
Su “consagración” se produjo en 2002. En las presidenciales de ese año, pasó a la segunda vuelta y eliminó al candidato socialista, Lionel Jospin. Perdió la finalísima contra Jacques Chirac, pero inauguró lo que algunos historiadores definieron como una nueva era política. Así, Nicolas Lebourg escribía en el diario de izquierda “Libération”: Le Pen fue votado por las ganas de los electores para barrer a la derecha y a la izquierda y por las preocupaciones identitarias y de seguridad”.
Nadie quería admitirlo, pero sus diatribas contra la inmigración ilegal, el aumento del islamismo y de la inseguridad habían ya calado entre muchos franceses que empezaban a degustar lo que hoy se ha convertido en una pesadilla para cualquier gobierno. Sus incondicionales le consideran un visionario, porque ya antes de ese año afirmaba lo que entonces solo los comunistas se atrevían a esbozar tímidamente y que hoy comparte toda la escena política francesa, a excepción de “La Francia Insumisa de Jean-Luc Melenchón”. Algunos lo llaman “lepenización de las mentes”, otros lo definen como simple realidad.