Creo que llegué a Bagan de la mejor manera posible, navegando lentamente por el Irawaddy desde Mandalay, en un viaje de unas horas que te prepara para el encuentro con uno de los conjuntos monumentales y religiosos más importantes del mundo. El barco salió antes del amanecer de la antigua capital birmana, pasó por Sagaing justo en el momento de la salida del Sol y descendió por el río Irawaddy rumbo a uno de los más espectaculares conjuntos de arte e historia del planeta.
En lo que parece que es una planicie infinita —un paisaje austero salpicado de palmeras, campos de cultivo y las manchas verdes de las copas de los árboles— surgen centenares de templos que toman un color dorado al final de la tarde. Durante dos siglos y medio, a partir del año 1044, reyes y plebeyos compitieron por honrar a Buda y llegaron a construir más de 5.000 pagodas en esta planicie, justo donde el río describe una curva pronunciada. En esa época el reino birmano empezaba una etapa de esplendor, en la que llegó a desarrollar una de las civilizaciones más sofisticadas de Oriente. La agricultura y el comercio con China, la India y Ceilán generaban inmensos beneficios que se dedicaban al culto. De todo ese frenesí constructor se conservan todavía más de 2.200 pagodas.
Hay que recorrer la zona a pie, en bicicleta y en carro, perdiéndose por las veredas que se bifurcan entre los palmerales, entrando en decenas de templos y llegando a las aldeas de los alrededores. En el camino te encuentras con estatuas doradas de Buda de diez metros de altura, pinturas murales de 700 años de antigüedad que cuentan los misterios del mundo o figuras de nats, espíritus cuyo culto es más antiguo que el de Buda.
Y al final de la tarde hay que subir a un templo aislado para esperar la puesta de Sol y disfrutar de un paisaje creado por la historia, hace siglos, durante un periodo en el que el fervor religioso creaba un mundo propio, místico y hermoso.