La tenacidad de los voluntarios empeñados en rescatar a las ballenas piloto o calderones, varados por primera vez, en una playa gallega, es uno de los más estimulantes ejemplos de que no todo está perdido. Lo mismo sucedió con el accidente del Alvia en las proximidades de Santiago de Compostela. Con la tortura que supone lo repetido del suceso hay que añadir a los miles de personas que, sin ser parte de retén o parque de bomberos alguno, se suman todos los años a las tareas de extinción de los fuegos de bosque.
Qué decir de los limpiadores de la marea negra del Prestige, o de los que retiran la basura de los enclaves naturales protegidos. En medio de tanta corrupción, accidentes, incendios y contaminación, manan borbotones de transparencia, solidaridad, desinteresada prestación de auxilio a humanos, árboles y cetáceos...
No pretendo olvidar a los todavía más numerosos colaboradores no profesionales en cientos de otras causas que tienen a los enfermos, disminuidos, excluidos sociales, a los débiles en suma de nuestras sociedades como objetivo. ¿Qué no decir de los que están dando de comer a diario a los que no tienen recurso alguno para comprar su comida?
Si esto todavía no se ha hundido es por estas soberbias manifestaciones de la solidaridad que tanto se merecen los frágiles y saqueados y que -¡oh, contradicción!- provoca una cadena de beneficios colaterales a los que han provocado todos esos desastres. Incapaces siquiera de contribuir con el simple cumplimiento de las leyes fiscales. La solidaridad, en efecto, está impidiendo que la justicia les requiera y exija lo que nos deben.
En cualquier caso no sigo por ese camino
Pretendo arrumbar este comentario hacia lo que todavía pasa más inadvertido. He considerado desde siempre que el altruismo, es decir lo que va mucho más allá de lo convencionalmente ético, es uno de los mejores logros de la inteligencia y sensibilidad de los de nuestra especie. Recuerdo, de paso, que hay otras muchas formas vivas que también lo son. Pues bien, cabe afirmar que de todas las modalidades de altruismo que se dan la menos valorada es acaso la más completa. Explico.
El que trabaja por restaurar lo arrasado o manchado apenas va a contemplar los frutos de su esfuerzo y mucho menos va a escuchar un agradecimiento de las aguas, los aires, los bosques o los animales rescatados. El que planta árboles que nunca verá crecidos está dando de respirar a desconocidos de la generación de sus nietos. Se pone en marcha así lo que he denominado en alguno de mis ensayos la ética ciega, es decir, la que el benefactor no va a conocer prácticamente nunca al beneficiado.
Alguien que en no pocas ocasiones estará, insisto, a varias generaciones de distancia. Conducta incluso muy superior a las formas de caridad vinculadas a las religiones porque de ellas sus practicantes esperan recompensa en el más allá. Los privilegiados y tantas veces no reconocidos que trabajamos por favorecer a los desconocidos, nos quedamos en el más acá: única forma de que quede futuro.