Brujas desvela su encanto histórico y el embrujo de su pasado romántico al pasear por sus calles y plazas. Al llegar a la plaza del Burgo, el viajero se encuentra con una suerte de maqueta que encierra una lección de historia y arquitectura que se extiende a lo largo de casi siete siglos. Ahí está su Ayuntamiento, el palacio de Justicia y hasta tiene su iglesia con reliquia, la basílica de la Santa Sangre. Se cuenta que la reliquia llegó hasta estas tierras por uno de aquellos hombres que marcharon a las Cruzadas dejando a sus mujeres en los beaterios.
Desde la plaza nuestros pies se mueven, como guiados por algún espíritu invisible, en dirección a los canales. Ocurre tras pasar por el arco del Blinde Ezelstraat (el callejón del Asno Ciego), hasta la Huidenvettersplein (plaza de Curtidores) y de allí al Rozenhoedkaai (muelle del Rosario), uno de esos lugares cuya belleza es capturada una y otra vez por los flashes de las cámaras de fotos.
Tantos escalones como días
La fascinación por la belleza arquitectónica en Brujas continúa en el Hallen (el antiguo mercado cubierto) y en la torre Belfort: el visitante curioso se entretendrá al ir contando sus escalones uno a uno para comprobar, justo al llegar a lo más alto, que tiene tantos como días los años bisiestos. Desde allí el viajero podrá entretenerse buscando, gracias a las flechas marcadas en la piedra, la dirección en la que se encuentran las grandes ciudades europeas.
El encanto de Brujas tiene mucho que ver con el caballo, animal muy vinculado a la historia de la ciudad. Aún es posible verlos paseando por sus adoquinadas calles, tirando de carruajes que descubren a los ya fascinados viajeros la belleza sobria del lugar.
El sonido de las ruedas en los adoquines avisa de la llegada de las bicicletas y, a ritmo constante, todo el mundo va ocupando su lugar: el tendero, la chica que prepara gofres, el cochero...
Tras esculpir La Piedad, Miguel Ángel trabajó en la Virgen y el niño que hay en el interior de la iglesia de Nuestra Señora. En ella destaca también una tabla con los escudos de los treinta caballeros del Toisón de Oro, orden muy católica, muy apostólica y muy romana pero con un símbolo pagano: el vellocino de oro.
Cada mañana, muy temprano, las campanas animan a empezar el día. El sonido de las ruedas en los adoquines avisa de la llegada de las bicicletas y, a ritmo constante, todo el mundo va ocupando su lugar: el tendero, la chica que prepara gofres, el cochero y los viajeros. Si con la llegada de la gente es necesario hacer una pausa, hay que irse hasta los jardines del museo Groeninge y luego al interior de la pinacoteca para ver su interesante colección de primitivos flamencos.