Además de un notable jurista y conocido notario, Juan-José López Burniol es un perspicaz observador de la realidad, en especial de la catalana. En “Escucha, Cataluña; escucha, España”, libro colectivo en el que también participaron Josep Borrell, Francesc de Carreras y Josep Piqué, López Burniol plantea las cinco medidas que, a su juicio, conformarían la base mínima aceptable por el nacionalismo para iniciar un proceso que condujera a un nuevo encaje de Cataluña en España.
De estas medidas, más bien demandas, dos de ellas son de difícil asimilación: la primera (“Reconocimiento de la identidad nacional de Cataluña”) y la segunda, que es la que recomienda la cesión a Cataluña de “competencias identitarias (lengua, enseñanza y cultura) exclusivas”.
Hay que agradecer a López Burniol que siempre haya cogido el toro por los cuernos, sin eludir la confrontación argumental desde el corazón del problema. Defendiendo, por ejemplo, como expone en el libro, que el Gobierno [de la nación] debe ir “más allá de una oferta de diálogo incolora, indolora e insípida”, y sin esconder que sus propuestas exigen “una reforma constitucional de cuajo”.
Sucede, sin embargo, que cuando López Burniol escribió el capítulo que le encargó la Editorial Península, y que casualmente tituló “El problema español”, ni Carles Puigdemont y Oriol Junqueras habían organizado un golpe en toda regla contra el orden constitucional, ni ese incalificable sujeto llamado Quim Torra había promovido y amparado las jornadas de extrema violencia a las que hemos asistido -y aún asistimos- en las calles de Cataluña.
Cada adoquín lanzado a los antidisturbios en Vía Layetana contenía altas dosis de adoctrinamiento académico, propaganda mediática y falsificación histórica
Quizá cuando López Burniol entregó su texto, en el verano de 2017, todavía existía una remota posibilidad de que un gobierno, aquel superado por los acontecimientos o el siguiente, hubiera aceptado abrir la compuerta de una eventual exclusividad competencial de lengua, cultura y educación a cambio de iniciar un proceso de descompresión que finalizase en un más amplio y duradero pacto de no agresión. Pero no hubo tiempo. La aprobación tiránica en el Parlament de las leyes de desconexión en septiembre de ese año, y el posterior referéndum ilegal del 1 de Octubre, frustraron cualquier posibilidad de tregua. Es más: supusieron una declaración formal de guerra por parte del secesionismo.
Hoy, dos años después de aquellas infaustas jornadas, y a la vista de los actos de concienzuda barbarie protagonizados por un significativo sector de educandos catalanes, nuestro admirado notario tendría muchas dificultades para defender la cesión exclusiva de las citadas competencias “identitarias”. Y es que los sucesos de estas últimas semanas han puesto en evidencia, de forma ya indisimulable, que es en la gestión que el pujolismo hizo de la educación, de la cultura y de la lengua donde está la raíz del problema. Que son las aulas de institutos y universidades los lugares desde los que se extiende imparable la metástasis de la secesión.
Nada de lo que ha ocurrido tiene explicación si no incorporamos al análisis las tres décadas largas de proselitismo nacionalista, de adoctrinamiento académico, de falsificación histórica y de propaganda mediática. Cada adoquín lanzado a los antidisturbios en Vía Layetana contenía una dosis elevada de estas aberraciones. En cada insulto de los “chiquillos” del grupo “te quiero ver en casa a las diez” -y también en el más cavernoso “hijos de puta” dirigido a la policía por los niñatos de papá con pase pernocta- se condensaban todas las falacias de un sistema educativo perverso y, para más inri, autodestructivo.
Un sistema educativo que, ya desde la más tierna edad, enseña a odiar la bandera de España, expulsa de las aulas a los no independentistas y llama en sus circulares a manifestarse contra una ficticia “represión franquista”. Un sistema educativo que asume, sin que sus responsables se sonrojen, el cierre indefinido de sus universidades y parece dispuesto a respaldar el “paro de país” con un aprobado general.
El sistema educativo ‘pujolista’
El fundador de la Institución Libre de Enseñanza, Francisco Giner de los Ríos, fue uno de los grandes intérpretes del mensaje krausista, que en materia educativa defendía el rigor científico, el espíritu de tolerancia, la solidez ética y la integridad moral; educar en libertad y para la libertad: “La educación será neutral en lo religioso, en lo filosófico y en lo político”. Todo parecido con el método pujolista, que desde el primer momento impuso un estricto control ideológico en la selección del profesorado, es pura coincidencia.
La Educación en Cataluña hace tiempo que dejó de estar prioritariamente al servicio de la tolerancia, la ética y la verdad. No faltará quien diga que esta afirmación es exagerada. Me da igual. La verdad, o es completa o no es verdad. Y si a estas alturas hay algo que ya no admite duda, es la íntima conexión que existe entre la metodología educativa diseñada hace más de treinta años por la Generalitat y el desastre al que, en términos económicos, de credibilidad exterior y de convivencia entre catalanes y entre catalanes y resto de españoles, nos ha empujado el independentismo.
Si Cataluña es hoy el problema más grave de España y es en la educación donde se encuentra la raíz del mal, ¿nadie va a hablar de esto en la campaña electoral?
Ya sé que ha Miquel Iceta no le gustará la idea, pero este debiera ser uno de los asuntos centrales de la campaña electoral. Si, a juicio de todos los partidos políticos con representación parlamentaria, Cataluña es hoy el problema más grave de España, y casi nadie cuestiona que es en la educación que reciben los estudiantes catalanes donde en gran medida radica la génesis de la enfermedad, yo quiero saber qué proponen esos mismos partidos políticos para reconducir el problema. Y es bastante probable que lo que cada cual proponga al respecto tenga un peso grande en el sentido de mi voto.
Porque si aún existe la menor posibilidad de que algún día Cataluña recupere todas las virtudes que la adornaron en un pasado no muy lejano -tolerancia, pluralidad, respeto al adversario, racionalidad-, las mismas que no se ha sabido ni querido transmitir a las generaciones de la post-Transición, el primer paso es exigir, y a continuación garantizar, la neutralidad en las aulas, empleando, salvo renuncia irresponsable, todas las herramientas legales que el Estado tiene a su alcance. De otro modo, habremos de prepararnos para asumir que, más pronto que tarde, llegará el día en el que la distancia sea insalvable y el proceso de ruptura irreconducible.