Estamos asistiendo a un aumento de la concienciación social sobre la sostenibilidad medioambiental y sus consecuencias. Es una tendencia que viene de lejos, pero que poco a poco ha ido ganando presencia ante la opinión pública, hasta el punto de que millones de jóvenes de todo el mundo se manifestaron en septiembre ante el cambio climático y sus reivindicaciones han llegado, incluso, a la Asamblea General de Naciones Unidas. En esas mismas fechas, The Economist dedicó su portada a una representación del aumento global de la temperatura desde 1850 hasta 2018, creada por el Climate Lab Book, que se hizo viral en las redes sociales.
Durante los últimos siglos, nuestras sociedades han vivido de espaldas a este problema. Pero desde hace unas décadas hemos empezado a tener más y mejor información sobre los efectos de la actividad humana en el aumento global de las temperaturas, por ceñirnos a una de las dimensiones del impacto sobre el medio ambiente. Por ejemplo, el estudio de Markus Huber y Reto Knutti (2012), que organismos como Global Change Research Program de EEUU utilizan para ilustrar estos efectos, mostraba que el aumento de casi 8 décimas de la temperatura mundial a lo largo del último siglo, respecto al promedio 1850-1900, solo puede explicarse por la actividad humana, mientras que los factores naturales habrían mantenido constante la temperatura media del planeta.
A medida que se han ido conociendo mejor los efectos de la actividad humana sobre el cambio climático mediante estudios científicos más completos y precisos, también se ha ido evaluando su impacto económico con más detalle. La atención de los economistas al cambio climático no es nueva, aunque ciertamente ha sido escasa hasta hace poco. William Nordhaus, Premio Nobel de Economía en 2018 y Premio Fundación BBVA Fronteras del Conocimiento 2017, empezó ya a analizar los efectos económicos del cambio climático hace más de cuatro décadas.
En 2006 Nicholas Stern realizó el primer informe gubernamental al respecto, en el que estimaba que el coste a largo plazo de no actuar contra el cambio climático sería equivalente, como mínimo, al 5% del PIB, pudiendo alcanzar el 20% en escenarios más adversos. En un artículo reciente publicado en NYT junto con Naomi Oreskes, Stern afirmaba que lo más probable es que la mayor parte de las estimaciones del coste económico estén sesgadas a la baja por extrapolar las tendencias actuales a una situación completamente nueva y que no hemos conocido en nuestra historia. De hecho, Oreskes y Stern destacan que la concentración actual de CO2 en la atmósfera es la más alta desde hace tres millones de años, y la última vez que esto ocurrió la temperatura era 2,8ºC más elevada y el nivel del mar estaba entre 9,8 y 20 metros más alto.
Al ritmo de emisiones actuales. la temperatura aumentaría casi 4º C en 2100 respecto a la media entre 1986 y 2005
Al ritmo de emisiones actuales. la temperatura aumentaría casi 4º C en 2100 respecto a la media entre 1986 y 2005, de acuerdo con las últimas estimaciones del Panel Intergubernamental del Cambio Climático. Los estudios más recientes indican que el impacto de un aumento de 4º C supondría entre un 4,4% y un 10% de menor renta per cápita a largo plazo. Por el contrario, limitar el aumento de las temperaturas en línea con el Acuerdo de París (2015) situaría este coste entre un 0,6% y un 1,6%.
El Fondo Monetario Internacional (FMI) acaba de estimar que para evitar el efecto económico del aumento global de las temperaturas a lo largo del siglo XXI es necesario incurrir en un coste menor, pero coste al fin y al cabo para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero. Para ello propone aumentar los impuestos sobre CO2 hasta 75 dólares por tonelada en 2030 para cumplir con los objetivos del Acuerdo de París. Esta cifra está justo en la media de la horquilla propuesta en el informe coordinado por Joseph E. Stiglitz y Nicholas Stern en 2017 con el apoyo del Banco Mundial, y economistas como Jean Tirole están contribuyendo con propuestas similares. Aunque con diferencias entre países en función de su mix energético, en promedio para el G20 este aumento impositivo sería equivalente a un 1,5% del PIB, a un aumento del 43% de la factura media en electricidad de los hogares, o a un incremento medio del 14% del precio de la gasolina. El FMI también destaca que países como Suecia han ido por delante, con un aumento del impuesto sobre CO2 hasta 127 dólares por tonelada, lo que ha incentivado la adopción de energías renovables y tecnologías más limpias, de manera que sus emisiones se han reducido en un 25% desde 1995.
Aunque el análisis coste-beneficio justifica la adopción cuanto antes de estas medidas, la reciente experiencia de las revueltas sociales en países como Francia; Chile o Ecuador ante el incremento de impuestos a los combustibles fósiles, o el aumento de costes de producción y la pérdida potencial de competitividad internacional indican la necesidad de diseñar bien este tipo de políticas e, incluso, llevar a cabo pruebas piloto o experimentos aleatorizados para ver cómo funcionan de manera controlada.
Primero, se precisa involucrar a la sociedad, que tome conciencia para impulsar de forma colectiva el crecimiento económico sostenible y que asuma el coste de la transición a corto plazo para evitar costes mayores a largo.
Segundo, minimizando los potenciales impactos negativos directos e indirectos de esta transición, lo que exige también coordinación internacional. Como ya están haciendo otros países, se puede utilizar buena parte de la recaudación obtenida con los impuestos verdes en transferencias de cuantía fija a los ciudadanos y, por lo tanto, independientes de su renta per cápita. De esta manera se consigue que las actividades más contaminantes internalicen su coste medioambiental, al tiempo que se reparten equitativamente los ingresos obtenidos de manera progresiva.
Tercero, innovar e invertir en sostenibilidad, en nuevas tecnologías menos intensivas en emisiones y en infraestructuras con las que acelerar la transición. La evidencia del Gráfico 1 muestra que las emisiones de CO2 están estrechamente ligadas al nivel de renta per cápita, pero con importantes diferencias entre países, debidas a su composición sectorial, a su mix energético o a las tecnologías disponibles con las que iniciaron el proceso de industrialización. Y también revela que desde hace más de una década el aumento de la renta per cápita, en las economías más desarrolladas, es compatible con una reducción de las emisiones, en parte gracias a nuevas tecnologías.
En un entorno de bajos tipos de interés, la inversión en nuevas tecnologías puede ser para Europa el equivalente a la inversión en defensa, carrera espacial y en otros programas públicos en EEUU
Como señala la Agencia Internacional de la Energía, a diferencia de las revoluciones industriales anteriores, muchas de las tecnologías de utilidad general de la revolución digital en curso tienen un enorme potencial para mejorar la eficiencia en la producción y el consumo, y para reducir la huella medioambiental de nuestro sistema económico. Es importante redirigir la revolución digital para que sea más sostenible, acercando los rendimientos privados a los sociales, que deben incluir también los intereses medioambientales de las generaciones futuras. Además, en un entorno de bajos tipos de interés, la inversión en nuevas tecnologías puede ser para Europa el equivalente a la inversión en defensa, carrera espacial y en otros programas públicos en EEUU, de la que luego se beneficien otros sectores y que sirvan para relanzar la innovación, el crecimiento económico y la creación de empleo.
Cuarto y último, es necesario financiar la sostenibilidad medioambiental, es decir, movilizar el capital necesario para sufragar la transición energética, la innovación y las nuevas infraestructuras sostenibles. Todo ello requiere a su vez una regulación eficiente de las finanzas sostenibles.
En definitiva, podemos convertir el reto de la sostenibilidad ambiental en una oportunidad con la que crear empleo y mejorar el bienestar de nuestra sociedad. Y tenemos la obligación de hacerlo pensando en las generaciones futuras. El desafío es encontrar un equilibrio que sea socialmente aceptable entre los costes de la transición y los enormes beneficios de un medioambiente sostenible.
Gráfico 1: Emisiones de CO2 y renta per cápita, 1900-2017.
Fuente: Andrés y Doménech (2020) a partir de a partir de Our World in Data.
E8 = Alemania, Austria, Bélgica, Dinamarca, Finlandia, Holanda,Reino Unido y Suecia.
Javier Andrés
Universidad de Valencia
Rafael Doménech
BBVA Research y Universidad de Valencia