Opinión

Despachos catalanes

Se trata de una crónica palpitante que desgrana a ritmo vertiginoso el convulso periodo en que se halla sumida Cataluña, un vergel de confidencias que deja en muy mal lugar al nacionalismo catalán

La corresponsal en España de Le Monde, Sandrine Morel, cuenta en En el huracán catalán cómo un director de comunicación del PdCat (¿Toni Aira? ¿Esther Domingo?) trató de chulearla (el verbo es mío) en el bar de un hotel de Barcelona. Poco más o menos: si te pongo dos páginas de publicidad vas a escribir lo que a mí me dé la gana, así funcionan aquí las cosas. A priori, semejante revelación supone un magnífico anzuelo comercial, pues la bravata está a la altura del mítico Le haré una oferta que no podrá rechazar. Por las mismas razones, no obstante, encierra la posibilidad de convertirse en un repelente. Una vez conocido el detalle más escabroso, en efecto, a qué zambullirse en la lectura. Craso error, pues las 220 páginas en que Morel ha comprimido el procés son, amén de una crónica palpitante, que desgrana a ritmo vertiginoso el convulso periodo en que se halla sumida Cataluña, un vergel de confidencias que deja en muy mal lugar al nacionalismo catalán (y me atrevería a decir que a todos los catalanes que secundaron el golpe: por ingenuos, frívolos e insensatos, justo lo que siempre han tratado de desmentir).

El Gobierno central tampoco sale precisamente airoso, si bien la autora, a despecho del modo en que operan nuestros equidistantes de salón (pleonasmo), reparte las responsabilidades de modo equitativo, asignando a cada cual lo que merece. Así, y en lo que respecta a Moncloa, pone de relieve la ausencia de una política de comunicación que intentara neutralizar el relato soberanista y constata cómo Rajoy y su plana mayor se dieron al sesteo, fiando la solución del problema al desinflamiento del soufflé. Mientras, según denuncia, la presión de la Generalitat a los corresponsales (a la prensa, en general) se hacía insufrible, al punto de que un colega español le confesó que se autocensuraba para evitar insultos, Madrid ni estaba ni se le esperaba. «El único ministro que, durante los años de la crisis, mantuvo un canal de comunicación relativamente regular con un reducido grupo de corresponsales […]”, atestigua Morel, “fue Luis de Guindos. Sin embargo, cuando le preguntábamos por el tema de Cataluña, su única respuesta consistía en restar importancia al problema: nos aseguraba que, cuando la recuperación se notase, aquel movimiento “se desinflará solo”».

El libro sólo tiene un borrón: la inexplicable ausencia en el último tramo de la obra de los atentados del 17-A, inseparables del ‘procés’ por cuanto actuaron como catalizador de la ira contra España"

No había más que conversar con los dirigentes nacionalistas (como la corresponsal de Le Monde hacía a diario) para deducir que haría falta algo más que quietismo. En ese roce cotidiano, Morel acabó por conocer el rostro menos homologable del independentismo, el que, por ejemplo, traslucían las palabras, al hilo de las grandes movilizaciones de la ANC, del ínclito Miquel Strubell: “Nadie quiere formar parte de una minoría. Eso es algo que te hace sentirte miserable e insignificante”. O las del que fuera considerado posible recambio de Artur Mas, Josep Maria Vila d’Abadal: “Somos los más trabajadores, los más emprendedores, los más innovadores y los más europeos”. Para didáctica, sin embargo, la que gastaba Oriol Pujol. «Está convencido de que se podrá forzar al Estado a negociar un referéndum, por una razón muy sencilla: “Convergència es mucho más que un partido -me dice-. Convergència es el país”.»

Aún más crucial que la desinhibición de que adolecían (y adolecen) los políticos en privado (aunque en otro sentido, recordemos cómo el propio Puigdemont dio por muerto el proceso en un wpp a Comín), resulta la naturaleza del movimiento, una muchedumbre que, autoconvocada ante los ojos del mundo, se muestra unánimemente alegre, altruista, jovial. Se trata, claro está, de una necesidad ontológica. No en vano, y como sugiere Morel (y es este un extremo que aún no han comprendido, o no han querido comprender, muchos periodistas locales), los manifestantes que, cada 11 de septiembre, forman a la coreana, no sólo lanzaban sus proclamas al limbo de la comunidad internacional; sobre todo, y antes que ser vistos, ansiaban verse, sentir que formaban parte de un relato trascendente, que estaban haciendo historia, que, de hecho, todo lo que hacían, hasta el más casposo de los almuerzos con que entretenían la espera de la manifestación, estaba destinado a engrosar las enciclopedias.

Tan sólo un borrón: la inexplicable ausencia en el último tramo de la obra de los atentados del 17-A, inseparables del procés por cuanto actuaron como catalizador de la ira contra España y propiciaron el ensayo (fallido) de una república. Ojalá la autora y el editor hagan propósito de enmienda con vistas a una nueva edición. Del resto, no sobra ni una coma.

 

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