En el Museo del Romanticismo de Madrid hay una vitrina en la que se guarda la pistola con la que Larra se descerrajó la bala con la que dejó este mundo, delante de algunos de sus papeles. Es muy probable que si algún día se abre un museo sobre la vida política española del siglo XXI, y al conservador sindicado se le ocurre poner una vitrina dedicada al PP, habrá dos botes de crema antiedad y un título de máster.
La dimisión de Cifuentes habría sido loable el mismo día que salió el acta falsificada. Pero no fue así, por lo que, al haber aceptado el daño mutuo con Ciudadanos, la lógica política, como se barajó en Moncloa, aconsejaba esperar al 7 de mayo, fecha límite para la moción de censura. Entre tanto, y sin tiempo judicial posible, se obligaba a C,s a hacerse la foto con las izquierdas, lo que aseguraría al partido de Albert el desprecio de parte del voto del centro-derecha.
Asumido el trance tras la decisión de Rajoy, el futuro de la entonces presidenta quedaba al servicio de los intereses del partido. Sí; de ese partido sin el cual ella no habría llegado a nada. Siendo sacrificable, era preciso, como muchos vieron, hacerlo cuando interesara al partido, no a Ciudadanos. La clave de la política -y lo digo porque parece que muchos dirigentes aún no se han enterado- es controlar la agenda y el timing; esto es, el qué y el cuándo. Así, la dimisión de Cifuentes, una política que hace más de un mes se quedó estéril para llenar las urnas, dejaba de ser decisión personal e intransferible para convertirse en algo interno.
Pero Rajoy no supo controlar a las facciones del partido. Su liderazgo se fundamenta en lo que MacGregor Burns llama “de consenso”, basado en erigirse en árbitro imprescindible de las distintas partes, alimentar su competencia por la sucesión, y controlar las zonas de incertidumbre que siempre son los cargos y los presupuestos. Esto funciona cuando se ejerce el poder de forma omnímoda e indubitada, existen expectativas de futuro y el reparto de la tarta pública deja satisfechos a todos los estómagos. Pero no es el caso: el PP gobierna atado de pies y manos, sin que las encuestas permitan hacer planes ni a medio plazo, y ya no hay nada que repartir. Es entonces cuando el fuego amigo, la venganza interna, el ajuste de cuentas con mando a distancia, es la sangre que corre por las venas de una organización. Porque si alguien sabe cuáles son los trapos sucios de los dirigentes del PP son otros dirigentes, o ex miembros que pasan sus días en el trullo.
Mariano se ha convertido en Fernando VII: “España es una botella de cerveza y yo su tapón. Cuando yo me vaya, la botella explotará”. Sin embargo, la botella ya ha explotado"
El suicidio del Partido Popular empezó por donde se constituyen o deshacen los organismos colectivos, por su espíritu, por el abandono de aquellos principios que le daban identidad para animar un proyecto. La decisión de adoptar un “perfil bajo” para no movilizar a la izquierda terminó siendo el abrazar la tecnocracia, la administración de la finca, como ideología y razón de ser. Era la versión acomplejada de la teoría del gato de Deng Xiao Ping: qué más da el color, si caza ratones. Todas aquellas palabras que despreciaban la política en favor de “lo verdaderamente importante” fue el discurso de la rendición futura, el vaticinio de un suicidio asistido.
Quizá sea idealismo, pero ese desprecio a los valores, desde el humanismo cristiano hasta el liberalismo, era una muestra del mainstream interno, un “Take the money and run” pero sin gracia. La corrupción desbordó todas las previsiones de los analistas, cansados ya de estas cuestiones cuando gobierna cualquiera. Pero en el caso del PP fue peor, porque la mayor parte de los medios de comunicación juegan con una doble vara de medir y una lupa de aumento para los populares.
Sin alma, y ahogados por la prensa y los escándalos, la crisis económica destruyó la única posibilidad de hacer bueno el discurso tecnócrata. Por todos lados estaban los recortes, los indignados, las mareas y la tele; una tele que regalaron a los adversarios y que despreciaron. No solo las encuestas les hundían, sino también las urnas, con lo que la sensación de fracaso colectivo, de hundimiento y búnker, se extendió como una plaga. Dejaron de controlar la agenda y el timing, perdieron el lenguaje, y Ciudadanos, sin hacer nada de nada, iba recogiendo a los despechados y defraudados.
La renovación generacional del PP no llegó, ya que a Rajoy le fue imposible cumplir su palabra y dejar el puesto justamente cuando el barco hacía aguas, las elecciones iban a repetirse, se hablaba de “crisis de régimen”, y las luchas internas empezaban a dejar cadáveres. Mariano se convirtió en Fernando VII: “España es una botella de cerveza y yo su tapón. Cuando yo me vaya, la botella explotará”. Sin embargo, la botella ya ha explotado.
A la semana de que Cifuentes, en ese morir matando tan típico de la España cainita, denunciara irregularidades en la Ciudad de la Justicia impulsada durante la etapa de Aguirre, ha salido el vídeo de un hurto menor de hace siete años. Lo han conseguido. Ha muerto una etapa y una generación. Entre todos lo mataron, y él solo, el viejo PP de tristezas y sinsabores, de sufrientes y callados, de listos y de tontos, se murió. La refundación queda pendiente.