En el día número dieciséis de confinamiento, el estado de ánimo se desinfla hasta quedar como un globo marchito tras una fiesta de cumpleaños. No es que me gustara antes, pero nunca ir al supermercado me resultó tan áspero y deprimente. Luchar contra la psicosis exige disciplina y, sin embargo, al llegar a casa me descubro desinfectando un bote de cerveza.
Lo que cuento no es épico, ni siquiera importa cuando una pista de hielo almacena cadáveres. Mi madre vive y espera en su sofá a que esto acabe. Las de otros esperan también, pero en una nevera... hasta que puedan incinerarlas. Siempre existe una tragedia mayor dentro de la sumatoria de otras más pequeñas. Podemos callarlo por decoro, pero no ignorarlo.
La paranoia y la autoinculpación no son las conductas más visibles que he desarrollo a lo largo del confinamiento. Hay algo más carburando en mi interior: una sensación de malestar que se hincha dentro de mí como un pan amargo. No uso mascarillas ni guantes, porque nunca logré conseguirlos. Me lavo las manos una y otra vez. He terminado por romper y agrietar la piel de los nudillos, hasta hacerla parecer la de una mujer de setenta años. Lo peor es cuando sangran.
Siempre existe una tragedia mayor dentro de la sumatoria de otras más pequeñas. Podemos callarlo por decoro, pero no ignorarlo...
También he descubierto una misantropía insospechada. Me irrita la cercanía de otros en los supermercados y evito al que viene del lado contrario en la misma acera. Cuando salgo a la calle no me gusta mirar al frente, tampoco a los demás transeúntes. Hundo mi barbilla en el pecho. Bajo la cerviz ante el miedo. Acaso porque no me siento soldada, ni entiendo la expansión de la infección como una guerra. Es una enfermedad.
Los virus no tienen propósitos. Ametrallan de forma natural, hacen por sí mismas una guerra sin contender. Después de dos semanas, me resisto a mirar a la cara a ese mundo fantasmagórico en el que no me gusta vivir. Cuando atravieso la acera o cruzo un paso cebra, miro mis pies, los ladrillos de la calzada y las hojas caídas de los árboles, pero también decenas de guantes arrojados por el suelo junto a mascarillas arrugadas.
Cuando atravieso la acera veo decenas de guantes arrojados por el suelo junto a mascarillas arrugadas. Siento que alguien me toma el pelo...
Cada vez que los consigo, siento que alguien me toma el pelo o me tose en el rostro. Tanto aplaudir, tanto vigilar y gritar a los demás desde los balcones, ¿para esto? Podéis repetir miles de cientos de veces los latiguillos morales —‘nuestros héroes’, ‘nuestros mayores’—, pero bien que arrojan los despojos de vuestras babas y estornudos en las calles. El gesto nimio de tirarlas en la papelera daría algún sentido de nuestra idea del otro.
La solidaridad ocurre en todas las escalas: la que compete a esa mínima baldosa o al muro que forman, juntos, los gestos pequeños. Son la barricada más efectiva para la desafección. Predicar con el ejemplo es una tarea solitaria, pero eso no nos exime de acometerla. Lo admito, día 16: el ánimo se agrieta como la piel de mis manos. Mañana pasará, sin duda. Queda aún mucho encierro, pero también suficiente Bach y Beethoven para sobrellevarlo.
Cuando salga a ese mundo irreal que me separa de la farmacia o el súper, seguiré viendo guantes tirados en la acera. Entonces subiré el volumen a Las variaciones de Goldberg que suenan en mis audífonos y me daré la vuelta, mirando una vez más mis zapatos.