El confinamiento está provocando que la mayoría de la población valore por fin algunas profesiones. Además de aplaudir a los médicos por su corajuda lucha contra la enfermedad, todos los ciudadanos coincidimos al elogiar a otros que siguen trabajando en estas jornadas dramáticas como los repartidores, las cajeras de los supermercados, los transportistas o las farmacéuticas. Sólo podemos insistir en esos elogios todas las veces que haga falta por el ciclópeo riesgo que entraña para su salud mantenerse en sus puestos. Pero los padres de familia también estamos empezando a valorar como merece a un colectivo que se ha ausentado abruptamente de nuestras vidas: las profes de las escuelas infantiles que antes llamábamos guarderías.
Si cualquiera de ustedes busca en Google las palabras "trabajadoras guarderías coronavirus", verá que apenas aparecen resultados y comprobará que la última noticia sobre ellas data de cuando se cerraron todos los colegios, en torno al 10 de marzo, que ahora mismo nos parece una fecha tan lejana como la edad de hielo, porque iban a ser las primeras víctimas de la crisis económica derivada de este desastre. Si, ya puestos, modifica la búsqueda y teclea "profesoras guarderías coronavirus", encontrará que el panorama es aún más desolador: menos resultados y menos noticias. Mejor ni pruebe con "escuelas infantiles" o con "educadoras".
En un ejercicio de desmemoria colectiva asombroso (aunque no tanto en un país adicto a la amnesia), las escuelas infantiles y sus moradoras han desaparecido de la opinión pública. Es como si estas educadoras no existieran aunque haya unas 200.000 en España. Nadie habla de ellas en los telediarios ni en los programas de radio ni en los periódicos. Son las grandes olvidadas por los medios de comunicación, pero no por los padres de niños de cero a tres años. Nosotros las tenemos muy presentes y las añoramos con tristeza, incluso con sufrimiento.
Sobre todo nos acordamos cuando dos horas después de empezar a jugar con el mocoso se nos acaban las ideas, se evapora la paciencia que nos va quedando y nos abruma la pura desesperación. También pensamos en ellas cuando, de repente, el retoño menciona el nombre de alguna de sus dos "profes" sin venir a cuento. Si le preguntas por si las quiere volver a ver pronto, dice que "sí" y mueve la cabeza afirmativamente, con los ojos y la sonrisa chispeantes de felicidad. Ocurre lo mismo si le hablas de sus compañeros de la escuela. El tiempo en la guarde forman parte de su rutina. Y, aunque prefieran estar con sus padres, también lo echan de menos.
Tenemos ya dicho por aquí que esta reclusión es un período eminentemente paradójico en que varían las prioridades y en que, por ello, resulta lógico cavilar sobre nuestro modo de vida. La paradoja en este caso es que las escuelas infantiles existen para suplir una carencia estructural de nuestra sociedad. En eso que se ha dado en llamar "la vida moderna" -lo que supone casi un oxímoron- lo más habitual es que ambos progenitores trabajen. Ni qué decir tiene que en las familias monoparentales no hay escapatoria.
Además, como España, que como dijo el poeta "se sueña libre y se despierta presa", no destaca precisamente por la longitud de los permisos de maternidad o paternidad, es más que habitual que muchos niños empiecen en la guardería con pocos meses y estén allí durante al menos dos cursos. Lo mínimo es que los padres con suerte -como nosotros- lleven al niño cuatro horas al día, si bien en las grandes ciudades lo más normal es que pasen en las antiguas guardes de seis a ocho horas diarias.
Esto supone, en síntesis, que los menores de dos años pasan decenas y decenas de horas a la semana con esas profes de la escuela infantil. De alguna manera las trabajadoras de dichos centros se convierten durante el curso en una extensión de la familia, digan lo que digan los pedagogos y expertos en la materia. La realidad es que el papel de las educadoras acaba siendo fundamental en el desarrollo y el crecimiento de los niños. Lo mismo ocurre con cuidadoras que trabajan en los domicilios de las familias.
Quienes obtienen una plaza pública lo tienen mejor. Pero estos servicios están más que externalizados. Los datos son claros. Si a las educadoras sumamos las trabajadoras de comedores y las de la limpieza, en España hay 80.000 mujeres dedicadas a estos menesteres en las escuelas infantiles privadas o públicas pero con gestión privada. Todas ellas ganan un salario que apenas llega a 900 euros. Ergo unas trabajadoras que cumplen un papel esencial -esa palabra tan de moda y que da para un tratado filosófico- cuidando a los niños viven con contratos precarios.
A estas profes queridas por nuestros hijos se les paga una cantidad inversamente proporcional a la paciencia que necesitan. Ahora, en estos días extraños, cuando los retoños las mencionan o las recuerdan y cuando estamos apreciando más que nunca la dureza de su trabajo, quizás es hora de inferir que eso no es algo normal. Al llegar a esta y otras conclusiones, uno empieza a pensar que, al contrario de lo que se preveía, este confinamiento nos está volviendo más cuerdos que locos.