La republiqueta de los gandules y llorones conoció un nuevo episodio humorístico en pleno corazón del ferragosto barcelonés, camuflado luego por la llegada de los barbudos del talibanato genocida. La llantina de Ada Colau, increpada cerrilmente por una panda de mangutas, esa gentucilla separata que pulula por el barrio de Gràcia ajena a las costumbres de la higiene y el decoro, lejos de mover a la solidaridad y la conmiseración, ha derivado en el resquiescat político de la alcaldesa, abandonada a la bronca y al abucheo por los ajenos y aun por los suyos propios. Otra víctima colateral de la defección de Pablo Iglesias, su socio y antaño protector.
En esa escena del apolillado balcón de Gràcia actuaba como titella de honor Jordi Cuixart, el más alto del afamado dúo 'los Jordis', pertenecientes ambos a la aguerrida trama civil del golpe del 17. Cuixart, como gasta melenilla antisistema y jeans ajustados, se piensa el Springsteen de la revolución, y se prodiga ahora por calles y plazas lanzando fatigosas proclamas y reclamando ovaciones indescriptibles. Para entendernos, es el macarra de la moguda. En su fogosa intervención, más que un caudillo de la libertad, se asemejaba a un sietemachos exacerbado dado que le arrebató el micro a la damisela en apuros, la arrinconó en un extremo de la balaustrada y acaparó todo el apestoso protagonismo en una ceremonia, por lo demás, ostensiblemente piojosa.
También lloró Cuixart, a su manera, esto es, como acostumbran los nacionalistas desde sus orígenes. Para evitar ser lapidado por la hirsuta concurrencia, optó por el manual, esto es, quejarse de sus largos años en la cárcel (esa cómoda estancia en la residencia cinco estrellas pagada por todos los españoles), arremeter contra la despiadada España y repetir el eslogan de las cacatúas estrellas sobre 'lo volveremos a hacer'. Ya está. Todo un héroe, prognático y baboso, al rescate de la bobalicona Colau, investida ya oficialmente con el título del juguete roto de la revuelta, la pepona escacharrada de la autodeterminación.
Más que de mesas de negociación se habla ya de la 'tumbona' de la negociación, así de distendido anda el patio. Sánchez y Junqueras se guardan un aparente respeto y no se pisan los bajos
Todo apesta a hundimiento y decrepitud en la Cataluña estrellada. Los tiempos del procés han entrado en una fase de relajo. Más que de mesas de negociación se habla de 'tumbona' de negociación. Sánchez y Junqueras se miden las distancias en tanto que Zapatero media con las fuerzas vivas del separatismo, cualquier cosa que eso sea, a fin de preparar una fórmula de referéndum acoplable sin problemas a la legalidad vigente. Y si no se acopla, se cambia la legalidad, que hay vías 'flexibles' para conseguirlo, según la inquietante jerga que utilizan tanto Zapatero como su valet de chambre en el Constitucional, el afamado Conde Pumpido, otra vez revolviendo togas con el lodo del camino.
El calendario de lo que El País renovado denomina 'nuevas alianzas' describe una década de calmachicha institucional, alimentada por los acuerdos sobre ampliación de El Prat y Juegos de Invierno, en el que tanto Junqueras como Puigdemont no esgrimirán más condiciones que sacar sus respectivas tajadas al Estado. El líder de ERC está feliz con el control de la Generalitat en tanto que el forajido de Waterloo sueña con el revolcón que dará el Tribunal de Estrasburgo a la sentencia del Supremo sobre el procés. Las aguas vuelven a su cauce, dicen los escribas de la ruptura. La independencia se aparca hasta 2030, o más. Todo es felicidad en la pandilla Frankenstein salvo los regüeldos insistentes que se escuchan en el estercolero de la CUP y en la cochiquera de los Comunes, que no quieren ni aeropuerto ni Juegos ni siquiera un bailecito con Iceta, otra de las víctimas propiciatorias del nuevo escenario catalán. No habrá independencia hasta que vuelva Messi, dicen con sorna los socialistas menos customizados para el baile de máscaras de la ruptura. Llora Colau, llora como mujer, lo que no has sabido defender como la princesita desportillada de los desahuciados.