Opinión

Afganistán: ¿y ahora, qué?

Una vez constatado el fracaso del programa de desarrollo social y de construcción de un Estado viable en Afganistán después de haber invertido durante veinte años dos billones de dólares

  • Evacuaciones en el aeropuerto de Kabul, Afganistán. -

Una vez constatado el fracaso del programa de desarrollo social y de construcción de un Estado viable en Afganistán después de haber invertido durante veinte años dos billones de dólares y de la pérdida de cien mil vidas entre militares de la OTAN, talibán, cooperantes y población civil, se impone hacer frente a la nueva situación y diseñar una estrategia de cara a los próximos años. El planteamiento de los Estados Unidos y sus aliados ha sido simple y aparentemente racional: si movilizamos suficientes efectivos para derrotar a los extremistas, si aportamos financiación y conocimiento experto en la medida requerida para formar a un ejército nacional, implantar una burocracia eficaz e instalar las infraestructuras de transporte, sanidad y educación que permitan un progreso significativo de la población, llegará el día en que podremos retirarnos dejando tras de nosotros un país transformado y con el aplauso general tanto de la mayoría de los afganos como de la comunidad internacional.

Por desgracia, la realidad ha sido muy distinta y el ingente esfuerzo realizado ha desembocado en una huida atropellada de los reformadores y el regreso al poder de los fundamentalistas con su fanatismo, su violencia, su misoginia y su barbarie. No se puede imaginar un balance más desastroso ni una humillación más dolorosa para las democracias occidentales y su sistema de valores ilustrado y liberal. La conclusión, a la vista del catastrófico resultado de la fórmula aplicada, es que ésta no era la adecuada. En efecto, la imposición desde arriba de un esquema institucional, moral y cultural ajeno a una sociedad tribal que funciona sobre la base de clanes y con una arraigada religiosidad de carácter tradicional, ha tenido un efecto contraproducente. Los afganos han percibido al gobierno apoyado por la coalición occidental como un cuerpo ajeno que no ha suscitado la adhesión esperada, sino el rechazo que genera lo extraño y además forzado. Si a esto se une una deficiente planificación de los recursos -a escolarización de los niños y jóvenes se destinaban 20 dólares anuales por alumno y cada soldado destacado en Afganistán representaba un gasto de un millón-, una corrupción galopante tanto de los gobernantes como de bastantes contratistas y un uso de la fuerza armada que frecuentemente provocaba víctimas inocentes, tenemos el cuadro que explica el caos actual y la completa derrota de los que los naturales del territorio no consideraban amigos que ayudaban, sino invasores que querían cambiar sus costumbres, sus creencias y su modo de vida contra su voluntad. Por tanto, está claro que se debía haber trabajado con un enfoque desde abajo, en cooperación y contacto con los grupos locales y los jefes de los clanes, de manera gradual y respetuosa con su idiosincrasia amasada por los siglos y así, lenta, pero continuamente, ir mejorando los índices de bienestar mientras se les involucraba en la lucha contra sus opresores talibán articulada como una empresa conjunta y no como una guerra entre los islamistas y los extranjeros en la que ellos no tenían arte ni parte y que sólo les traía sufrimiento infligido por los dos bandos.

Estas represalias no redundarían ni en la salida de los miles de afganos que han cooperado con la coalición y que han quedado atrapados tras la desbandada norteamericana y europea ni en la suavización del yugo integrista

Hecho el diagnóstico de los errores, hay que pasar a la fase de afrontar el futuro, tanto el inmediato como el de medio y largo plazo. Una tentación de las potencias frustradas sería congelar todos los activos en el exterior de Afganistán, cortar de raíz la ayuda humanitaria y el apoyo del FMI, del Banco Mundial y del Banco Asiático de Desarrollo, tratar al gobierno talibán como un paria en el plano internacional arrinconándolo en el ostracismo y respaldar a sus opositores internos en el valle del Panshir y otros lugares. Sin embargo, estas represalias no redundarían ni en la salida de los miles de afganos que han cooperado con la coalición y que han quedado atrapados tras la desbandada norteamericana y europea ni en la suavización del yugo integrista que se cierne sobre la población, especialmente sobre las mujeres, los intelectuales, los artistas y los activistas de derechos humanos.

Hacia la paulatina civilización

Mal que nos pese, hay que intentar negociar con los nuevos dueños y ofrecer el mantenimiento de la asistencia humanitaria y del flujo económico procedente de las entidades financieras internacionales a cambio de culminar el proceso de expatriación de los que deseen abandonar el país y de aflojar el dogal sobre la sociedad afgana, muy particularmente en temas tan sensibles como la educación de las niñas, el trabajo de las mujeres, el compromiso de no proporcionar refugio a organizaciones terroristas, la persecución de los colaboradores con la administración anterior y el acceso a cuidados ginecológicos a las embarazadas. Si los talibán aceptan este do ut des, se puede seguir progresando en este camino de paulatina civilización a cambio de reconocimiento y oxígeno para las arcas públicas. A la vista del colapso de la etapa que ahora se cierra, al menos vale la pena hacer la prueba. Si morder no ha alcanzado los objetivos fijados, a lo mejor lamer asegura algunos avances. En cualquier caso, no se pierde nada cambiando la perspectiva y siempre se está a tiempo de volver a la mano dura.

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