Por primera vez en décadas, las elecciones generales abren la puerta a una posible reforma constitucional en España. Buena noticia. A raíz de la crisis, la opinión pública tomó conciencia de que nuestro sistema político no funciona correctamente, de que algo huele a podrido... y no precisamente en Dinamarca. Y no hay dedos suficientes para señalar los fallos. Los órganos del Estado, colonizados por los partidos, perdieron su neutralidad y objetividad, desviándose de sus legítimos fines. La corrupción campó por doquier. El Estado de las Autonomías devino en gigantesca maquinaria de despilfarro y clientelismo. Se promulgó una legislación excesiva, lamentable, enrevesada, injusta, favorecedora de intereses inconfesables. Gobernantes, legisladores y magistrados se pasaron la igualdad ante la ley por el forro de sus sillones. El Congreso de los Diputados se transformó en reunión de autómatas aprieta-botones a orden del jefe; el Senado en inútil cementerio de elefantes; el Tribunal Constitucional en una troupe de prestidigitadores, siempre dispuestos a sacar de la chistera lo que dictase el ejecutivo de turno. Y la independencia de la prensa se subastó al mejor postor. Un prestigioso periodista afirmó que, para abrir un diario digital en España, primero hay que hablar con los presidentes del IBEX.
La corrupción generalizada, el clientelismo, el capitalismo de amigotes, son síntomas de que las instituciones formales fueron sustituidas de facto por reglas informales
La corrupción generalizada, el clientelismo, el capitalismo de amigotes, son síntomas de que las instituciones formales −Constitución, leyes− fueron sustituidas de facto por reglas informales, por esos acuerdos tácitos entre gobernantes y ciertos grupos de presión para repartirse el pastel. El sistema de libre acceso, que teóricamente proclaman las leyes, dio paso, por la vía de los hechos, a un régimen de acceso restringido, a una dinámica de grupos, bandas y facciones, a un marco en el que resulta casi imposible escuchar una voz neutral y objetiva.
La degradación que sufrimos es consecuencia de la desaparición de los controles sobre el poder político. El voto ciudadano es imprescindible pero tiene eficacia limitada. Es tan sólo un control último sobre los gobernantes, muy indirecto y espaciado en el tiempo, lastrado por la llamada asimetría en la información: el público no puede adquirir todo el volumen de información sobre la gestión pública que poseen los gobernantes. Por eso es necesario que el poder se fiscalice a sí mismo a través de la separación de poderes, un mecanismo que la reforma constitucional debe restaurar.
Pero una nueva constitución no es la solución definitiva, por muy perfecta que sea. La reforma debe ser un primer paso, capaz de afectar a las correosas reglas informales, actuando a través de dos vías. En primer lugar con el efecto anuncio: convenciendo a la gente de que existe una verdadera voluntad de cambio, transformando esas expectativas que sostienen los equilibrios informales. Y, en segundo lugar, modificando algunas restricciones, ciertas reglas del juego que son clave en el funcionamiento del perverso sistema.
¿Quiénes plantean la reforma Constitucional?
De los cuatro principales partidos, el PP no plantea reforma constitucional alguna. Sí lo hacen PSOE, Ciudadanos y Podemos. Las propuestas son variadas, desde la inclusión de nuevos "derechos", una concesión adicional al clientelismo, vicio en el que caen especialmente PSOE y Podemos, aunque Ciudadanos tampoco hace muchos ascos, la reforma de la ley electoral, el Senado, el Poder Judicial etc. Por razones de espacio, centraré mi exposición en el análisis de la Separación de Poderes, la reforma del Senado y el tratamiento del Poder Judicial, dejando otros temas para ulteriores aportaciones.
La vigilancia recíproca mitiga los conflictos de intereses, previene las tentaciones, promueve una actuación más neutral, profesional y eficaz
La separación de poderes es un mecanismo para impedir que ejecutivo, legislativo y judicial entren en connivencia, en perjuicio del público. Pero un sano funcionamiento exige que no actúen como compartimentos estancos, persiguiendo sus propios intereses corporativos. Los poderes deben interrelacionarse, encontrar puntos de colisión, conflicto, roces, confrontación, controlarse mutuamente. Separados, sí, pero también adecuadamente conectados. La vigilancia recíproca mitiga los conflictos de intereses, previene las tentaciones, promueve una actuación más neutral, profesional y eficaz, aun en ausencia de integridad, ética o sentido del deber. Pero este mecanismo requiere que los distintos órganos tengan intereses contrapuestos que, incluso siendo perversos, acaben contrarrestándose. En España, Gobierno, Congreso, Senado, Tribunal Supremo y Tribunal Constitucional cometen en comandita demasiados desmanes y desafueros, se confabulan con sorprendente facilidad porque todos responden a intereses similares: los de las cúpulas de los partidos. Cualquier reforma constitucional eficaz debe romper esa armonía, desalinear los intereses.
¿Debe mantenerse el Senado? El sistema bicameral no es mala idea sobre el papel. Dos parlamentos distintos se vigilan mutuamente: uno elabora la ley, otro acomete una segunda lectura, fiscaliza su contenido, cuestiona su necesidad, desentraña las trampas. Pero sólo funciona cuando las cámaras mantienen intereses contrapuestos, una resuelta intención de enmendarse la plana mutuamente. El actual Senado es inútil por ser un calco del Congreso, por perseguir idénticos intereses partidistas. Sólo sirve para introducir todavía más enredos y favoritismos en la legislación. Dos soluciones: suprimirse o constituirse de forma muy distinta, dificultando esa perversa connivencia.
El PSOE es un tanto ambiguo en la reforma del Senado, proponiendo su transformación en una "Cámara territorial", esa hueca consigna que se repite década tras década. Podemos propone convertir el Senado en una "cámara de representación de derechos e intereses territoriales". Pero ni los territorios tienen derechos, son las personas, ni sus intereses son tales: más bien los de ciertos grupos y facciones. Tampoco la propuesta de Ciudadanos resulta muy afortunada: sustituir el Senado por el Consejo de Presidentes Autonómicos, una insólita atribución de capacidad legislativa a miembros de un ejecutivo. Tal revoltijo no puede conducir a nada bueno.
Una delgada línea separa la sumisión a los partidos de la tendencia al corporativismo
El rompecabezas de la independencia judicial
El Poder Judicial debe ser independiente, suficientemente libre para juzgar con imparcialidad, en beneficio de la sociedad, no del gobierno o de los partidos. Pero tampoco debe permanecer hermético, impermeable. Al igual que ejecutivo y legislativo, es sano que el judicial quede sometido a ciertos checks and balances, sienta en la nuca el aliento de un contrapoder que le impida caer el corporativismo, en esa tentación de usar la jurisdicción en beneficio propio. Pero ¿cómo mantener un poder judicial sujeto al juego de contrapoderes y, al mismo tiempo, independiente para tomar decisiones justas y objetivas? Ahí estriba la enorme dificultad: una delgada línea separa la sumisión a los partidos de la tendencia al corporativismo. El filo de una navaja es la divisoria entre el sometimiento a siniestras fuerzas externas y la actitud de Juan Palomo: yo me lo guiso, yo me lo como. Y no hay soluciones sencillas partiendo de un sistema político corrompido hasta la médula.
Podemos propone que los miembros del CGPJ sean elegidos por sufragio universal. Pablo Iglesias y sus amigos parecen infravalorar las asimetrías de información: entre los profanos, ni los más informados sabrían a quién votar con cierto criterio. Acabarían en el Consejo los jueces, fiscales y juristas más fotogénicos, más guapos, más televisivos aunque... la propuesta de Podemos continúa señalando que serían candidatos aquellos que "hayan sido avalados por asociaciones, sindicatos o plataformas ciudadanas". ¡Vaya chasco! Los dirigentes del partido morado pretenden controlar el CGPJ por la puerta de atrás.
Quienes sí parecen comprender la enjundia del rompecabezas judicial son los expertos de Ciudadanos. Formulan una solución bastante ingeniosa, una buena cuña en la componenda partidista aunque, a mi juicio, con resultado imprevisible. Si el problema actual es que los partidos se distribuyen los miembros del CGPJ, una vergonzosa lottizzazione judicial, reduzcamos los representantes a un solo individuo, eliminando así el cambalache, la posibilidad de reparto. Ahora bien, ¿designarán los partidos al presidente del CGPJ más capaz, objetivo y honrado o, más bien, al más proclive a plegarse a las exigencias de todos ellos? La respuesta está en el viento. Pero ningún partido ha tenido a bien señalar otro de los fallos de los checks and balances en España: son los propios jueces quienes, llegado el caso, se juzgan a sí mismos. ¿Qué tal si, ante la sospecha de que un juez ha cometido un delito, fuese siempre un fiscal quien instruyese el caso y el veredicto lo pronunciase obligatoriamente un jurado?
No sólo deben cambiar las relaciones dentro del sistema político, también la actitud del ciudadano
La reforma de la Constitución es imprescindible aunque insuficiente para remediar nuestros graves problemas. No sólo deben cambiar las relaciones dentro del sistema político, también la actitud del ciudadano, adquiriendo un papel mucho más activo. Más pensamiento, más acción, menos televisión. ¡Qué buen eslogan para otra campaña electoral!