Análisis

Claves de un secesionismo para fantoches

Los líderes separatistas, gremio cada vez más concurrido, aspiran a formar parte de un mito fundacional, ese ancestral género narrativo que relata la creación de una nación, o de un Régimen, a través de las hazañas de héroes.

El 24 de abril de 1916 estallaba el famoso "levantamiento de Pascua" contra las autoridades británicas. En la escalinata de la oficina central de correos de Dublín, Patrick Pearse proclamaba la independencia de Irlanda, iniciándose un violento tiroteo entre rebeldes y tropas británicas que acabó con numerosas víctimas, civiles y militares. Tras seis días de combates, y ante el avance imparable de las fuerzas gubernamentales, el propio Pearse ordenaba deponer las armas. Poco después, un consejo de guerra condenaba a muerte a buena parte de los cabecillas. Y 16 participantes, incluidos los principales líderes de la revuelta Patrick Pearse, Thomas MacDonagh y Thomas Clarke, fueron fusilados.

Mas, Homs, Puigdemont, Junqueras y compañía desean convertirse en héroes... pero sin arriesgar ninguno de sus cargos o prebendas

Los tiempos han cambiado mucho desde entonces: la valentía y la responsabilidad han sufrido un notable deterioro. Hoy, los líderes secesionistas catalanes quieren la independencia, sí,... pero sin coste ni riesgo alguno. Pretenden saltarse la ley a la torera... y que jueces y fiscales miren hacia otro lado. Aun equivocados, los rebeldes irlandeses sabían que exponían su vida y lo aceptaron conscientemente. Fracasaron y asumieron las consecuencias. Mas, Homs, Puigdemont, Junqueras y compañía desean convertirse en héroes, en referentes de arrojo y valentía para las futuras generaciones de catalanes... pero sin arriesgar ninguno de sus cargos o prebendas.

¡Menuda tropa!

Ni Pearse ni sus compañeros dudaron o se echaron atrás cuando comprobaron que el ejército de Su Majestad devolvía los disparos sin contemplaciones. En contraste, los aguerridos separatistas catalanes quedan paralizados de miedo al sospechar que, por primera vez en su vida, saltarse la ley puede acarrear alguna consecuencia, aunque sea tan leve como la inhabilitación para ejercer alguno de los anhelados cargos públicos. Ninguno de los rebeldes irlandeses intentó escaquearse ante el consejo de guerra argumentando que si bien dispararon, en realidad lo hicieron al aire, que ninguna ley prohibía usar un arma de fuego de forma lúdica, que todo fue una confusión o que el fusil se les disparó mientras lo limpiaban. Pero las élites pigmeas catalanas se achantan ante los jueces y, entre sollozos, juran que no violaron ninguna ley, que todo se ajustó a derecho. Si conculcar la legalidad siempre les salió gratis ¿por qué deberían pagar ahora por ello?

Los diputados de Junts pel Sí, durante la sesión del Parlament (Imagen EFE)

Los líderes separatistas, gremio cada vez más concurrido, aspiran a formar parte de un mito fundacional, ese ancestral género narrativo que relata la creación de una nación, o de un Régimen, a través de las hazañas de héroes, seres con cualidades extraordinarias que se enfrentan a fuerzas colosales, derrotan a monstruos sanguinarios o desafían a vengativos dioses. Olvidan que, por mucho que la propaganda ayude, no se puede alumbrar héroes de la nada, menos aún de tipos mezquinos, egoístas, cobardes o acongojados hasta el ridículo. Precisamente por ello se desmoronó el Mito de la Transición, por pretender convertir en héroe a una figura como Juan Carlos, tan alejada de la valentía o la ejemplaridad. Igualmente fracasará el mito fundacional catalán pues no hay líderes que reúnan las más mínimas cualidades de desprendimiento, generosidad o valor en un ambiente dominado por tahúres, trileros y petardistas, siempre dispuestos a saltarse cualquier ley o norma en beneficio propio, pero incapaces de arrostrar el más mínimo riesgo, la más mínima consecuencia. De ahí la patética declaración de Francesc Homs en el Supremo, con las piernas temblando, asegurando que todo fue legal. Y luego abogando por una negociación, léase cambalache.

Donde no hay ley no hay libertad

Ahora bien, pasarse la ley por el forro no ha sido monopolio exclusivo de los nacionalistas catalanes sino la actuación habitual de los poderosos en una España política marcada a sangre y fuego por el favoritismo, la arbitrariedad, el abuso y la corrupción. Donde la ausencia de controles eficaces condujo a la sustitución de la legislación por pactos y enjuagues en las altas esferas.  Así, cualquier grupo privilegiado, o el Rey mismo, podían saltarse la ley a capricho, retorcerla o interpretarla a voluntad. Allá van leyes, do quieren reyes.

Pero el respeto a la ley es el pilar fundamental del estado de derecho. Escribía John Locke, que “donde no hay ley no hay libertad. Pues libertad es permanecer libre de las restricciones y de la violencia de otros, y eso no existe cuando no hay ley; y no es, como se nos dice, ‘una libertad para que todo hombre haga lo que quiera’. Pues ¿quién pudiera ser libre si se encuentra dominado por los caprichos de los demás?”. Pues bien, en España descubrimos que los ciudadanos estábamos dominados por los caprichos de una tropa de 'prohombres' que había reemplazado la ley por apaños y componendas.

El nacionalismo catalán, una de las oligarquías firmantes del pacto de la Transición, se aprovechó de ese dogma que identificaba autonomía regional con democracia

El nacionalismo catalán, una de las oligarquías firmantes del pacto de la Transición, se aprovechó además de ese dogma que identificaba autonomía regional con democracia, otorgando a los nacionalistas un plus de supuesta legitimidad. El proceso autonómico quedó al albur de intercambios de favores entre partidos, con un pacto tácito para que el gobierno central hiciera la vista gorda ante el incumplimiento de la ley en Cataluña. Así, vulnerar la ley nunca ha tenido consecuencias para los oligarcas; menos aun si eran nacionalistas. Por ello siguen pensando que, hagan lo que hagan, siempre habrá impunidad.

La desaparición de los partidos estatales

Para mayor desgracia, los partidos nacionales, construidos de arriba abajo y, por tanto, sometidos sus representantes locales a los dictados del gran jefe, han ido perdiendo el contacto con los ciudadanos de las regiones periféricas. Privados de la iniciativa y la cercanía de la que sí disfrutan las organizaciones políticas nativas, se han deslizado por la resbaladiza pendiente de la irrelevancia y, con demasiada frecuencia, del seguidismo del propio nacionalismo. Imposible trasladar al ciudadano la sensación de que velan por sus intereses cuando su capacidad de maniobra está supeditada a los intereses de un gran jefe, a los cambalaches de la cúpula de su partido con los avispados nacionalistas, siempre dispuestos a sacar tajada.

De hecho, la tendencia tanto en PP como en PSOE ha sido la renuncia al discurso unionista, llegando incluso a entregar en bandeja de plata la cabeza de sus líderes locales a cambio de los votos nacionalistas en el Congreso de los Diputados. Alejo Vidal-Quadras, y algún otro, podrían explicar tanto su defenestración como la aceptación silenciosa del sacrificio. Sea como fuere, la visión de corto plazo de los partidos nacionales ha incentivado las demandas nacionalistas, y proporcionado pingües beneficios a los caciques locales en detrimento de los intereses generales.

La descentralización y sus efectos adversos

Y es que, en España, la descentralización, en lugar de aportar los beneficios que predice la teoría, actuó como un potente acelerador en la degradación del sistema político. Los caciques regionales ejercen una enorme influencia sobre los medios de información locales, aún más frágiles y dependientes de concesiones o subvenciones que los de ámbito nacional. Además, el control de los ciudadanos sobre la acción de los gobernantes es más débil en el ámbito autonómico por la enorme dificultad para separar competencias y asignar responsabilidades. Y el espacio reducido fomentó una interacción más intensa entre agentes públicos y privados, favoreciendo la corrupción. La transferencia de competencias, hasta casi erradicar el Estado en ciertas zonas de España, no ha beneficiado a los ciudadanos; ha reforzado a unas élites que desviaron cuantiosos recursos públicos hacia fines notoriamente particulares.

Los nacionalistas catalanes aceptaron el sistema autonómico como táctica para conseguir sus objetivos últimos, una vía que proporcionaba ingentes medios materiales con los que extender, sin freno, sus redes clientelares y lavar el cerebro a unos ciudadanos que, en su inmensa mayoría, no compartían sus prioridades. Utilizaron el sistema educativo, y los medios de información, para inocular odios y recelos. Crearon un enemigo exterior contra el que definirse, a quien traspasar los defectos, la culpa de todos los males. Impulsaron una política lingüística cuyo principal objetivo no era fomentar el catalán sino erradicar, liquidar el castellano, y establecer nuevas barreras de entrada. Colocaron en su órbita a muchos empresarios y asociaciones subvencionadas. Y compraron a organizaciones y a, así llamados, intelectuales en territorios colindantes para expandir su área de influencia. Por la vía de los hechos consumados, a base de incumplir leyes y sentencias, aprovecharon la extendida costumbre del desacato, y la desidia de gobiernos y tribunales, para disfrutar de una autonomía muy superior a la que formalmente les correspondía.

La crisis económica redujo drásticamente los recursos para alimentar las siempre crecientes redes clientelares

Pero la crisis económica redujo drásticamente los recursos para alimentar las siempre crecientes redes clientelares. ¿Cómo explicar a los nuevos reclutas que, al final, de las prebendas prometidas, nada de nada?  Y al ejército de paniaguados veteranos, ¿cómo decirles que algunos perderían su mamandurria? Fácil, transfiriendo la culpa al enemigo externo, endosando a España la responsabilidad de sus penurias, vendiendo que sólo la independencia conduciría a esa tierra prometida con ríos de leche y miel… pero callando que al final de ese camino solo hay beneficios para los oligarcas: su impunidad definitiva y una discrecionalidad absoluta para exprimir a sus súbditos.

El Estado de derecho debe prevalecer 

Volviendo al principio, cualquier plan sedicioso, cualquier intento de violentar el orden establecido, sea legítimo o no, implica serios riesgos. Por ello, requiere gran determinación y, sobre todo, disposición a asumir las consecuencias si las cosas se tuercen. ¿Alguien se imagina a Hernán Cortés abjurando de su decisión de inutilizar las naves porque los indios le recibían con una lluvia de flechas? ¿O a Georges Washington cruzando el Delaware acollonado por haber escuchado una descarga de fusil, suplicando a sus hombres que den media vuelta? Los dirigentes secesionistas catalanes quieren la independencia para acrecentar su poder, sus ganancias, pero no están dispuestos a correr riesgo personal alguno. Desean alcanzar la gloria... sin jugarse cargos, privilegios o mamandurrias. Saltarse la ley... con la aquiescencia de los tribunales. Lidiar un toro de madera... y salir en hombros por la puerta grande. En definitiva, alcanzar la aureola de héroes sin mover el trasero de la poltrona. Por eso patalean, gimotean y lloran cuando creen que les van a imponer un castigo. No aprendieron de pequeñitos que en esta vida no se puede tener todo.

Nada más patético que estos fantoches travestidos de héroes. Pero también nada más revelador para tomarle la medida a un secesionismo de pacotilla, de todo a un euro. Ojalá la espita de la transformación de España se abra y, por fin, podamos tener gobernantes que gobiernen, que hagan prevalecer el Estado de derecho sobre la arbitrariedad y la trampa.

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