Todo faraón que se precie necesita su pirámide. Las pirámides en el antiguo Egipto tenían una función que iba mucho más allá de la de simple sepulcro y antesala del más allá para el monarca. Transmitían la majestad y el poderío absoluto de la dinastía reinante. Por eso los amos del Nilo rivalizaron durante siglos por construirlas cada vez más grandes. Los faraones de hoy, los políticos, también rivalizan entre ellos para visibilizar su poder. Tienen, además, que justificar la ingente cantidad de dinero que arrebatan a la sociedad vía impuestos crecientes. Y no solo eso, las nuevas pirámides son un negocio excepcional para los que están en la pomada, para ellos mismos y para sus amigos. Mirándolo de este modo, que es casi el único desde el que se puede mirar racionalmente, se entiende la epidemia de obra pública que hemos padecido en los últimos veinticinco años.
Las obras públicas: el maná de los políticos
En España había una razón más que hacía de las obras públicas un caramelo al que era imposible resistirse. Simplemente estaban de moda, el pueblo las recibía con alborozo. El mil veces oído “fulano es un ladrón y un inepto pero hace cosas” llevado a su máxima expresión. Por “cosas” hay que entender autopistas, aeropuertos, tranvías urbanos, túneles y puentes, bibliotecas, centros, culturales, auditorios, polideportivos y gollerías redundantes como una red de ferrocarril de alta velocidad paralela a la red ferroviaria anterior, tendida en el siglo XIX cuando el país empezó tímidamente a industrializarse.
Disponemos de una cantidad y calidad de infraestructuras muy por encima de lo que el país necesita, infraestructuras que fueron carísimas de construir y son caras de mantener
Todo, naturalmente, sin más demanda real que la de los propios políticos, que rentabilizaban el gasto discrecional de dinero ajeno durante los meses previos a las elecciones, especialmente las locales y autonómicas. El resultado final es que disponemos de una cantidad y calidad de infraestructuras muy por encima de lo que el país necesita, infraestructuras que fueron carísimas de construir y son caras de mantener. La fiebre de la obra pública continuó incluso cuando, ya en plena crisis, el Estado se había metido de lleno en números rojos y el cuervo de la suspensión de pagos aleteaba por encima de la Moncloa. A los hechos me remito, los tristemente famosos planes E de Zapatero no fueron más que dos colosales partidas presupuestarias con cargo a deuda dirigidas a pulírselas en su integridad en obras superfluas.
De todos los despilfarros públicos de las dos últimas décadas el de la alta velocidad quizá sea el más sangrante porque, dado su coste y complejidad técnica, supone un palo en las finanzas públicas de hoy y en las de mañana. Construir un kilómetro de AVE cuesta de promedio 11 millones de euros, a los que hay que sumarles 150.000 euros anuales de mantenimiento. Tanto una cosa como la otra se endosan a Adif, una empresa pública creada al efecto, el clásico efecto bola de nieve como el del déficit de tarifa eléctrica, patadón para adelante y el que venga después que arree. Durante muchos años, demasiados, prometer y construir líneas de AVE era la credencial que con más orgullo exhibían los políticos de provincias. Nadie se planteaba el coste ni si esas líneas iban o no a ser rentables desde el punto de vista económico, el único en el que se puede medir objetivamente la rentabilidad de cualquier empresa humana. Eran los años de Jauja en los que todo era posible. El Estado podía gastar lo que le viniese en gana porque las recaudaciones eran abundantes, una suerte de maná inagotable en la mente de los políticos, que se las prometían felicísimas creyendo vivir al margen de la realidad.
Hoy, tres lustros más tarde de la promesa aznarita de poner una estación de AVE en cada capital de provincia, nos encontramos con la segunda red de alta velocidad más extensa del mundo y la más densa de todas cuantas se han levantado. Hemos descubierto que ni la joya de la corona, la línea Madrid-Barcelona, es rentable. No digamos ya líneas menores como las del norte o psicotrópicos ramales como el de Huesca, una pequeña ciudad de 50.000 habitantes perfectamente comunicada por autopista y ferrocarril convencional que dispone desde hace años de una línea propia de AVE por la que los días buenos circulan tres trenes.
Cuando decidan concluir la red, habrá que empezar a pagarla junto al mantenimiento de la infraestructura y los déficits crónicos de Renfe
El esfuerzo que han hecho los españoles para financiar esta estupidez inmensa de sus políticos no ha hecho más que empezar. Cuando decidan concluir la red, a la que conforme a los planes, le faltan aún bastantes kilómetros y un saco de millones, habrá que empezar a pagarla junto al mantenimiento de la infraestructura y los déficits crónicos de Renfe, único operador ferroviario para pasajeros que, a pesar de ejercer el más desvergonzado monopolio, se las arregla para perder dinero un año sí y al otro también. A este coste directo habría que sumar los indirectos, incuantificables por naturaleza. El coste de oportunidad que ha supuesto para el país verter tal cantidad de millones en estas obras, millones que bien podrían haberse quedado en el bolsillo de los contribuyentes, o el daño que se ha hecho a las compañías de transporte aéreo y por carretera, que cubrían eficientemente muchas de las relaciones ahora cubiertas por los convoyes de alta velocidad en riguroso régimen de pérdidas y a un precio para el viajero sustancialmente mayor es inmenso.
Esto, claro, es lo que no se ve. Y lo que no se ve parece que no cuenta aunque luego sea tan importante –o más– que lo que se ve. Lo que si se han visto son los pingües negocios que las grandes constructoras han hecho de la mano de estos iluminados. Cuando se sacan 70.000 millones de euros –que es lo que se lleva gastado en AVE– de muchos bolsillos para meterlos selectivamente en unos pocos en forma de contratos públicos, lo que solo era un dispendio exagerado pasa a ser un derroche con ribetes de estafa. El AVE y sus pájaros de cuenta se necesitaban mutuamente. ¿Hemos aprendido la lección? Permítame dudarlo.