Decía Vázquez Montalbán que la primavera en París podía ser la más cruel de todas las estaciones, y tenía razón. Nunca me han complacido las desmedidas promesas de felicidad ni la falsa alegría que prometen los calores. El otoño es, a mi entender, la estación más civilizada, más cabal, porque en ella se anticipa el fin del año en medio de húmedas neblinas y fantasmales aguaceros. Es el momento en el que la cigarra comienza a meditar de manera alarmada, mientras que la ahorradora hormiga, paradigma de todo lo que de usurero tiene el alma humana, se regodea en la desgracia de la primera. Es época del Tenorio, de honrar a muertos y a lo que muere, de leer a Poe en solitaria meditación o recitar a Gerard de Nerval en soliloquio febril y desesperado.
Será, también, en política, un instante de vendimia, de recogida de uvas, de comprobar quien supo sembrar y quien no. La sombra de las elecciones planea amenazante sobre los campos de España, dicen, pero ¿cuándo no es así? ¿Cuándo lo inmediato no le gana la mano a todo, siendo así que vivimos instalados en lo fungible, despreciando las cosas pensadas para durar? Porque lo acaecido estos últimos meses nos indica que, en esa inestable estabilidad, oxímoron que nuestros políticos superan con facilidad de galgo acosador de núbiles liebres, radica nuestro inminente futuro.
Gollerías de Tezanos aparte, el socialismo se arrebuja en la cómoda capa de su cada vez más sólida intención de voto, mientras que todo parece cambiar alrededor suyo sin que nada lo haga en realidad. Desean unos comicios para gobernar en solitario, si acaso con el apoyo de esa burguesía vasca que ha sabido sacarle buen partido a su discurso egoísta de cirio y txapela mucho más que sus homónimos catalanes, extraviados en un universo de ficción tan potente que ya no saben diferenciarlo de la realidad.
Los que dicen ser de izquierdas, como los que dicen ser de derechas, todavía no saben que el otoño en política debería servir para la reflexión más que para reivindicar faustos dionisíacos. Pero ellos, instalados en la holganza del hijo consentido, seguirán atentos solamente a sus propios cuidados, dejando a un lado todo lo demás. España se desgarra entre un clima de desconfianza hacia los políticos y una crisis de autoridad que nadie se atreve a afrontar, so pena de ser calificado poco menos que de tirano. Nada se hará por resolver el sempiterno problema territorial, ni el lento e inexorable enfriamiento de la economía; mucho menos se ha de abordar la encrucijada moral, ética, intelectual, que nos abate año tras año inexorablemente, lamiendo con sus olas un baluarte ya de por si suficientemente desgastado por nuestra historia, harto abundante en cainismo, pero, ¡ay!, demasiado ahíta de fraternidad.
No se trata de sustituir al humilde asno que tira de la noria creyendo que avanza, cuando en realidad da vueltas, sino en ponderar si el esfuerzo vale la pena
Esa melancolía otoñal, como otoñal son nuestra clase política y sus métodos, empieza a infiltrarse en medio de los rigores estivales, sutil, pero constantemente. Los falsos liderazgos comienzan a sentir como el suelo se mueve debajo de sus pies de barro y las máquinas electorales se ajustan para continuar haciendo burda propaganda, que no otra cosa hacen las formaciones políticas. En suma, todo lo que dejamos por hacer en el umbral de estos ocios estivales nos aguardará a la vuelta para seguir, mucho nos tememos, sin resolver a lo largo del otoño.
El problema nunca fue votar a uno u otro, el problema radica en repensar el sistema. No se trata de sustituir al humilde asno que tira de la noria creyendo que avanza, cuando en realidad da vueltas, sino en ponderar si el esfuerzo vale la pena. Todas estas cuitas no cabrán en una sola maleta y será menester disponer dos, diez, ciento para tanta preocupación. Porque, aunque uno bien quisiera dejar la carga, esta se empeña en acompañarnos allá donde vayamos.
Dicho lo cual, que tengan ustedes unas buenas vacaciones, los que puedan hacerlas. Un abrazo para todos y hasta la vuelta, si Dios quiere.