El canibalismo es práctica común en la cochambre de la política. Lo llaman, cortésmente, 'fagocitar', por no ofender. Un ejercicio tan ordinario como con desagradable. Una fuerza engulle a otra de similar especie o género y luego regüelda con satisfacción, mientras le gotean restos sanguinolentos por las fauces, cual si de un capítulo del National Geographic Wild se tratara. Siempre ha sido así y se antoja un procedimiento saludable para la supervivencia del negocio. Ahora, por ejemplo, el Partido Popular, sumido en la operación de 'Viaje al centro del centro', está empeñado en zamparse a Ciudadanos y acaparar así todo el territorio de la centralidad. Una iniciativa tan cargada de lógica que seguramente se corone con éxito.
La rutina es bien simple. Un partido en fase peligrosamente menguante bracea a la desesperada para no perecer ahogado. Incurre, entonces, en movimientos extraños, en manotazos exasperados que, inevitablemente, le debilitan hasta hacerle perder buena parte de su estabilidad, de su equilibrio y hasta de su esencia. Es entonces, en esa fase de extrema debilidad, cuando aparece el elemento depredador, con sus fauces desmesuradamente abiertas y, en un abrir y cerrar de ojos, se lo embaúla.
La primera señal de esta ansiosa pulsión del PP ha sido el fichaje de José Manuel Villegas, durante años 'número dos' de Cs y mano derecha de Albert Rivera. Villegas, hombre sobrio, parco y gris, abandonó el partido casi al tiempo que su líder, al igual que hicieron otros muchos miembros del club, y le acompañó luego a un bufete de abogados. Ahora el PP ha seducido al fiel y leal lugarteniente naranja para que se incorpore a sus filas y lo ha colocado al frente de un proyecto ideológico, una fundación llamada 'Propósito' (sin 'Des' inicial) para librar la guerra cultural o, simplemente, para acoger a los descreídos de Cs que vayan cayendo.
El proceso de la ingesta ha comenzado. El PP ha puesto en marcha su poderosa maquinaria para hacerse con el amplio nicho de votantes de Ciudadanos que se sientan electoralmente huérfanos
El proceso de la ingesta ha comenzado. El PP ha puesto en marcha su poderosa maquinaria para hacerse con el amplio nicho de votantes de Ciudadanos que se sientan electoralmente huérfanos. Una operación que tropieza con dos dificultares, posiblemente superables. La primera, que ese largo millón y medio de simpatizantes naranjas no necesariamente han de mostrarse seducidos por las siglas del PP, partido al que tantos y tantos detestan. En las generales del 10-N, la gran mayoría 'ciudadana' optó por quedarse en casa antes que responder a la llamada de Pablo Casado.
El 'sorpasso' de Vox
La segunda, que en algunas regiones, no en Madrid, el votante de Cs estará muy tentado de irse con Vox antes que con el PP. La próxima cita electoral catalana será un test crucial para despejar esa duda. En las últimas generales, Cs, PP y Vox consiguieron dos escaños cada uno por la circunscripción catalana. Cs sacó 40.000 votos más que el PP y éste, unos 30.000 más que Vox. Un pañuelo. Todo puede ocurrir en una región en la que Inés Arrimadas logró la proeza de arrebatarle el triunfo a los nacionalistas. Lo lógico sería que Cs y PP concurrieran unidos. Evitarían así el sorpasso de Vox y lograrían un resultado presentable. Pero ni uno ni otro quiere de momento esa imprescindible unión.
Inés Arrimadas, hija del positivismo racional, es, junto a Cayetana Álvarez de Toledo y Macarena Olona, la presencia más potente de nuestro Hemiciclo. Impelida por el agobio y empujada por las adversas circunstancias, lleva ahora a cabo todo tipo de contorsiones para evitar la extinción. Hacer de Cs 'un partido útil' es su objetivo. Se ha distanciado del PP todo lo que las circunstancias requieren para borrar el recuerdo de Colón y el fantasma del 'trifachito', y se ha alineado casi en forma incondicional con el PSOE.
En un entorno de normalidad democrática, sería una estrategia razonable ya que en Cs desde su fundación, late un alma socialdemócrata. El problema es que le toca bailar, y hasta encamarse, con un partido que gobierna en coalición con los comunistas y con el respaldo de las fuerzas separatistas más radicales y tóxicas de Europa. Arrimadas justifica con dificultad cada acto de entrega a Pedro Sánchez, el primer ministro más desalmado de la UE, quien no tiene empacho alguno en humillarla sin contemplaciones. Desde las prórrogas de la alarma a la moción de censura, pasando por la erradicación del castellano en las aulas catalanas o, ahora mismo, por el proyecto de los presupuestos, la líder de Cs no ha retaceado ni un minuto su apoyo deshonroso al Gobierno, ante la incredulidad y el espanto de muchos de sus militantes... Sánchez, reñido con todo principio democrático y alejado de toda tentación ética, pretende aprobar las cuentas del Estado mediante un singular ménage à trois con los independentistas por un lado (ERC y PNV) y con Ciudadanos por el otro. Una retorcida cabriola que recuerda la última escena de la partida de cartas en Viridiana. Todo tan perverso como bizarro.
Ciudadanos obtuvo 1,6 millones de votos el 10-N, los mismos que el CDS de Suárez antes de desintegrarse. ¿Vidas paralelas?
A Arrimadas se le empieza a poner cara de mártir, de Juanita de Arco y de Jerez. Cs tiene ya el mismo aspecto que aquel CDS centrista antes de ser absorbido por el PP. Cosechó hace un año más de 1,6 millones de votos, los mismos que el CDS antes de desintegrarse. Después de aquello, Adolfo Suárez se jubiló, Rivera renunció, CDS se evaporó, pero Ciudadanos ahí sigue. Su futuro depende de la capacidad de aguante de Arrimadas, que parece de acero. Le ayuda su fiel escudero Edmundo Bal, quien comparece ante los medios para explicar decisiones inverosímiles, indigestos acuerdos, desesperados requiebros, con la capacidad de persuasión y la hábil oratoria de un vendedor de crecepelos de Arizona.
Ciudadanos fue el fruto de una idea necesaria. Enloqueció Rivera cuando se creyó líder de la oposición, convencido de que acabaría al rijoso y y ultramontano al PP en un plis plas. A punto estuvo. Le faltaron nueve escaños. Cs debió asumir el papel de partido bisagra, tan imprescindible en las democracias europeas. Una función encomiable que habría permitido enviar a los separatistas y comunistas al estercolero. Como aquello lo hizo mal, rufianes y puigdemones, así como los cínicos jesuíticos vascos, siguen decidiendo, elección tras elección, el color del Gobierno español.
Un suicidio ético
Inés lo tiene muy difícil. Posiblemente ni siquiera logre escapar a la voraz persecución del PP por más que se empeñe. Venció a los bárbaros golpistas, a los atorrantes del procés, a los saqueadores del tres per cent. Sólo por eso, merece un reconocimiento en las páginas nobles de nuestra reciente Historia. Pero jugó mal sus cartas. Eso sí, de momento aún está viva, esquivando colmillos, navajazos, dentelladas y todo tipo de feroces acometidas. Deambulando con osadía por un sendero erizado de amargura y sumisión. Desde sus filas le reclaman el suicido ético de los estoicos, pero no está por la labor. Es una luchadora. Y una superviviente. Corre, Inés, corre. La derecha caníbal va a devorarte.