La voluntad y la ley son manifestaciones de la capacidad decisoria de los humanos. Nuestro devenir histórico es una plétora de hechos guiados por el empeño de las personas de ser, afianzarse y expandirse: combinación de necesidad, pasión e ingenio, expresados por la voluntad nietzscheana de poder de las personas, y la necesidad de contar con normas comunes y límites de conducta como garantías de certeza, libertad, seguridad, progreso y supervivencia que aporta el Derecho como límite al libre albedrío de la voluntad.
El estado más primitivo de orden humano, recurrente a través de la historia, es la “ley del más fuerte”: la imposición de la voluntad arbitraria -cambiante y antojadiza- de “uno” (líder y élite dominante) sobre los “demás” (grupo, sociedad), la libertad de los cuales se anula o limita mediante poder, intimidación, ideología y propaganda, creando así un orden de control político y económico, presente a través de la historia hasta nuestros días.
Por el contrario, la vía de la civilización discurre por la separación entre la ley, cuyo imperio logra imponerse a todos como pauta objetiva de conducta, y el dominio arbitrario de la voluntad de unos sobre los demás. La ley es la forma civilizada que adopta la voluntad de poder en el marco reglado del Derecho (Constitución, ley, jurisprudencia, principios éticos...). Con cuanta dificultad se ha abierto camino a través del tiempo con avances y retrocesos.
El siglo XX fue el trágico ejemplo de la hegemonía de la voluntad de poder de líderes endiosados por las masas fanatizadas con ideologías totalitarias
Desde el neolítico, el desarrollo de las sociedades humanas exigía disponer de patrones y normas comunes de funcionamiento frente al dominio de las élites económicas y el conflicto permanente de las voluntades en sociedades cada vez más complejas. Primero fueron leyes otorgadas por reyes como el Código de Hammurabi (1750 a.C), rey de Babilonia, donde constan conductas delictivas y castigos (paradigma del “ojo por ojo y diente por diente”) y figuras procesales de prueba, acusado y acusador, o las leyes de Solón para Atenas (siglo VII a.C), útiles, pero incumplidas e insuficientes para regular los graves conflictos sociales de poder socioeconómico. Después Roma hizo de la Ley y el Derecho el instrumento de regulación que penetraba la compleja estructura de poder institucional, social, militar, territorial y económico. En España rige el Derecho romano durante el imperio y después en Castilla, durante el siglo XIII, las leyes de las Siete Partidas de Alfonso X, basadas en el Derecho romano, cuya vigencia, en muchos aspectos durará hasta el siglo XIX incluida Hispanoamérica.
A partir de la Edad Moderna, la civilización hallará un nuevo encaje de relación entre la diversidad de las voluntades y la unidad de la ley en el constitucionalismo y la democracia representativa. Las aportaciones del constitucionalismo liberal de la Ilustración penetrarán en España en el marco de la invasión napoleónica y las Cortes de Cádiz alumbrarán la primera Constitución Española (1812) como ley suprema o ley de leyes, pero la lucha entre la ley y la voluntad de poder de élites y grupos sociales continuará durante todo el siglo XIX y el XX, atizada por ideologías de masas en función de intereses socioeconómicos: cinco constituciones hasta llegar a la vigente de 1978, dos repúblicas, tres restauraciones monárquicas, conatos de secesión, dictaduras, guerras civiles...
El siglo XX ha sido el trágico ejemplo de la hegemonía de la voluntad de poder de líderes endiosados por las masas fanatizadas con ideologías totalitarias, contrarias al Derecho y al individuo: nacionalismo (nazismo, fascismo...) y marxismo (comunismo-leninismo, maoísmo...) con efectos devastadores para la vida y la civilización.
La respuesta de los gobiernos de España al socavamiento de la soberanía nacional ha sido reactiva, cuando no cómplice por acción u omisión
En las primeras décadas del siglo XXI la democracia liberal representativa, cuyo fundamento es el imperio de la ley está nuevamente asediada por élites políticas y económicas con una voluntad de poder, amplificada por la globalización y la tecnología, basada en ideologías totalitarias remozadas, como el nacionalismo y neocomunismo que, en nuestro caso, actúan en alianza de intereses populistas contra la soberanía y unidad de la Nación española.
Su estrategia de lucha de poder se caracteriza por:
1-Controlar instituciones y recursos de ayuntamientos, diputaciones, autonomías e influir en los gobiernos de la Nación para ir construyendo su proyecto diferencial en contra de la igualdad de los españoles y enajenar España de la mente de la población hasta llegar, incluso, a atentar en contra del orden constitucional.
2-Activar políticas de control social con el relato y la propaganda (deformar los hechos y falsear la historia), la financiación de grupos y medios de comunicación para ampliar su base social.
3-Desprestigiar y deslegitimar las instituciones españolas y el Estado de Derecho, especialmente la Constitución, la Corona y la Justicia.
4-La promoción de grupos de intimidación y violencia callejera apropiándose de lo público, y enfrentamientos con las fuerzas del orden.
La respuesta de los gobiernos de España a esta estrategia de división y socavamiento, por ahora, ha sido reactiva cuando no cómplice por acción y omisión. Gobernar con responsabilidad es actuar con autoridad y anticiparse a los problemas. En los últimos 40 años hemos perdido la ocasión de fortalecer la democracia: racionalizar las autonomías (más nación y menos división), primar la unidad en la representación pública (circunscripción electoral nacional, interdicción de partidos políticos secesionistas), priorizar la prosperidad (industria competitividad, empleo) y las virtudes cívicas (proteger la vida y la verdad, la unidad de la educación sin adoctrinamiento...).
En esta encrucijada de nuestra historia, ¿prevalecerá la Nación y el Estado de Derecho frente a la voluntad de poder de sus enemigos?