Es común que, en momentos de crisis, se apele al consenso y al acuerdo sin distinguir entre una cosa y la otra. El acuerdo es un pacto, una transacción. Sánchez lo ha practicado con entusiasmo tanto con Bildu como con ERC. El consenso, si atendemos a su significado etimológico (co-sensus en latín) es algo más que un mero acuerdo; implica concordar un sentido, crearlo conjuntamente. La Constitución de 1978 fue un consenso; el Pacto de Toledo, antes de que se reventara, fue un consenso; el Pacto por las Libertades, fue un consenso. Lo que desde hace más de un año lleva pidiendo Sánchez, y no pocos comentaristas políticos replican con afectación, no es un consenso sino una transacción.
El presidente del Gobierno ha pretendido transaccionar con los votos del Parlamento, sosteniendo que era lo patriótico, lo correcto y moral. Cuando es, claro, una trampa. Caer en ella significa darle carta de naturaleza al sanchismo como corriente política hegemónica en España y aceptar que el sentido y la orientación de lo que debe ser nuestro país sea coto exclusivo de la Moncloa y su cohorte.
El ejercicio del deber político de la confrontación institucionalizada se mira con sospecha y se rechaza con el dedo en el gatillo del término grueso (fascista, facha, patriota de hojalata...)
Hemos llegado al punto en el que se ha desvirtuado de tal forma lo que debe ser la confrontación política, que nos resulta, al parecer, repulsiva. El buenismo moralista que la izquierda esgrime cada vez que se ve agobiada por una realidad que previamente ha despreciado, y la facilidad con la que parte de la derecha española lo ha aceptado, nos ha conducido a un escenario en el que la sumisión al Gobierno es aplaudida y el ejercicio del deber político de la confrontación institucionalizada se mira con sospecha y se rechaza con el dedo en el gatillo del término grueso (fascista, facha, patriotero, etcétera).
Otro efecto más de que los partidos hayan caído presos de estrategas de salón (“consultocracia” ha acuñado Francesc de Carreras). Su irrupción ha hecho que el voto se decida antes por la previsible reacción que pueda tener la opinión pública -o parte de ella- que por lo que se considera correcto o incorrecto, bueno o malo para el país. Se ha consumido tanto el falso paradigma del consenso, tanto se ha llevado a la boca y al voto en crudo, que ha derivado en una contagiosa listeriosis política.
Acuerdos frente a los extremismos
La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, ha materializado esa competencia tan saludable para las democracias. Ha confrontado con el Gobierno, pero ha acatado los acuerdos alcanzados (piénsese, por ejemplo, en las medidas adoptadas en el Consejo Interterritorial de Salud), sin importarle los coros vocingleros que le acusaban de fanatismo, extremismo y, en general, cualquier cosa que acabara en ismo.
Una democracia sin competencia es una democracia a medias. La competencia garantiza que la pluralidad social e ideológica esté correspondida con la representación política. Ayuso está en su perfecto derecho a abordar la pandemia según considere que es mejor y leal con las ideas y planteamientos que le permitieron acceder al Gobierno. Negarle esto es regatearles la soberanía a los ciudadanos. Hacerlo, además, so pretexto de supuestos consensos es meter de lleno al país en un galimatías de significados que sólo pueden buscar quienes carecen de escrúpulos o de freno ético alguno.