Hace unos pocos días, el Gobierno presentó su Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia. Resulta este un nuevo hito en la historia reciente (último siglo) de España. No es la primera vez y no será la última que lo fiamos todo a un plan de reforma y, en este caso, de inversiones. De hecho, hoy somos lo que somos porque en el pasado ya hemos experimentado los efectos, en general positivos, pero en mi opinión menores de los potenciales, de un rosario trufado de diversos planes con sus correspondientes reformas.
Dos son los grandes defectos o vicios que muestra España a la hora de enfrentarse a las reformas necesarias. El primero es que, como las necesarias reformas no vengan impuestas desde el exterior, no las haríamos, o al menos con la urgencia y la orientación necesarias. Así, en general, las diferentes etapas reformistas de España no lo han sido sin su correspondiente resistencia interior. La segunda es que, en general, estas reformas siempre están mejor en los planes que las desarrollan que en la práctica. De hecho, en buena parte suelen olvidarse en cuanto la evolución de la economía muestra su cara más amable o en cuanto otros problemas, principalmente políticos, reclaman su protagonismo.
Si la España de los cincuenta era la de blanco y negro y las folclóricas a lo Estrellita Castro, la de los sesenta era en color, ye-yé y los Beatles en la plaza de toros de Madrid.
En el pasado hemos experimentado no pocos planes reformistas. El primero de ellos, el que marca un antes y un después, es el Plan Nacional de Estabilización aprobado el 21 de julio de 1959. La década que va de 1951 a 1959 se corresponde con un intento por parte de la dictadura de abrirse tímidamente al exterior, reconocidos los costes de la autarquía. Es esa la llamada por José Luis García Delgado la “década bisagra” y que supuso una constatación amarga por parte del Gobierno de que no valían medias tintas en lo que al aperturismo se refería. O nos integrábamos a la economía mundial o seguiríamos penando. La crisis de 1957 y los fortísimos desequilibrios de nuestra economía obligaron a un ajuste condicionado desde el exterior a las ayudas que nos permitirían avanzar en este. El FMI y la OCDE (la entonces Organización Europea para la Cooperación Económica, OECE) impusieron desde fuera un plan de reformas bien recibido por una nueva generación de ministros “técnicos” como Alberto Ullastres, Mariano Navarro Rubio o López Rodó. Este plan, de nuevo, impuesto no sin resistencia de la vieja guardia, tuvo rápidamente clamorosos éxitos. La estabilización dio paso a una década prodigiosa en no pocos sentidos. Si la España de los cincuenta era la de blanco y negro y representada por folclóricas a lo Estrellita Castro, la de los sesenta era en color, la del ye-yé y los Beatles en la plaza de toros de Madrid.
Resistencia y abandono
Sin embargo, rápidamente el impulso fue coartado por el régimen. Como muy bien contaba Enrique Fuentes-Quintana, nada sospechoso de enemigo social-comunista del régimen, los planes de desarrollo de los 60 no hicieron sino limitar el potencial crecimiento económico de aquella década. O dicho de otra forma, el crecimiento fue espectacular a pesar de los planes de desarrollo. Primera evidencia de resistencia y de abandono.
En 1977 llegará el segundo turno, con los Pactos de la Moncloa. Escenario muy similar en cuanto a desequilibrios fundamentales (aunque con ciertas diferencias evidentes) al de 1959. Elevadísimo déficit exterior e inflación galopante agravado por tres años de crisis política que hizo imposible responder al reto económico. De nuevo presión exterior condicionando las reformas a las potenciales ayudas para estabilizar nuestra economía. Convocadas y celebradas las primeras elecciones democráticas libres en cuatro décadas, las principales fuerzas representadas en el parlamento, PCE incluido, firman los pactos. El objetivo de nuevo es estabilizar, pero también desarrollar una nueva base estructural para el crecimiento a largo plazo de nuestra economía, como es una reforma fiscal, laboral y políticas de rentas que aseguren la estabilidad de precios. ¿Resultados? Muy positivos, pero solo mientras duró el impulso reformista, y en especial gracias a la voluntad del vicepresidente Abril Martorell.
Pese a otros intentos de retomar las reformas en el segundo gobierno de la UCD, nada serio echó a andar. De nuevo todo se frenaba cuando ya no era lo más importante
Hay que decir que en este caso el segundo shock del petróleo (1979) nos golpeó cuando empezábamos a ver claras mejorías y, seguido a esto, la crisis del Gobierno de Suárez dio la puntilla a los Pactos. Pese a otros intentos de retomar las reformas en el segundo gobierno de la UCD, nada serio echó a andar. De nuevo todo se frenaba cuando ya no era lo más importante.
Desde entonces, otros planes experimentaron esa dualidad impulso-freno junto con las exigencias exteriores. Mención aparte merece, quizás, el Programa Económico a Medio Plazo del primer gobierno de González. Este programa, liderado por el tándem Boyer-Solchaga y orientado a la eliminación de los fuertes desequilibrios productivos, en especial dentro de la industria, así como a la estabilización definitiva de la economía para preparar la entrada en la entonces C.E.E., presentó, salvo en empleo, unos resultados muy bien recibidos. Lástima que no tuvieran continuidad más allá de 1986, una vez conseguido resultados a corto plazo, lograda la incorporación y enfrascados en eventos como la Expo o las Olimpiadas. Mencionar, finalmente, los Planes de Convergencia de los noventa, a caballo entre los últimos gobiernos de González y primeros de Aznar, necesarios para poder acceder al euro (de nuevo exigencia exterior), o las políticas de principios de la década pasada, en el marco de un euro muy exigente.
Un plan insuficiente
Y aquí estamos de nuevo. Desde el exterior nos condicionan las ayudas a un plan de recuperación, ya no tanto estabilización pues en algo hemos mejorado salvo, de nuevo, en empleo y déficit fiscal. Por otro lado, tenemos a un Gobierno que, sin mucho consenso, ha elaborado un plan aún inacabado que, después de una lectura, revela tanto potenciales defectos como claras virtudes. Sin embargo, lo que sabemos no es suficiente. Hay que hacer más. Reformas como la laboral, pensiones u otras no están, de momento, materializadas en una propuesta evaluable. Si al final lo están, y van en la dirección de las recomendaciones del semestre de la UE, tendremos algo sobre lo que creer que se puede construir el futuro de España y para bien. Pero por enésima vez, el plan existe porque hay una clara condicionalidad exterior. Lo que esperamos es que, por una vez, y en esta ocasión, se cumpla hasta su último y resiliente punto y aparte.